conoZe.com » bibel » Otros » Víctor E. Frankl » La psicoterapia al alcance de todos

Introducción

El hombre en busca de sentido [1]

Este título esboza algo más que un tema: encierra una definición o, al menos, una interpretación del hombre: el hombre como un ser que en último término y propiamente está buscando un sentido. El hombre está siempre orientado hacia algo que él mismo no es, bien un sentido que realiza, bien otro ser humano con el que se encuentra; el hecho mismo de ser hombre va más allá de uno mismo, y esta trascendencia constituye la esencia de la existencia humana.

¿No es cierto que el hombre busca propia y originalmente ser feliz? ¿No manifestó esto el mismo Kant, añadiendo sólo que el hombre debía buscar también ser digno de la felicidad? Yo diría que lo que el hombre quiere realmente no es, al fin y al cabo, la felicidad en sí, sino un motivo para ser feliz. En cuanto lo encuentra, la felicidad y el placer surgen por sí mismos. Kant escribe en la segunda parte de su obra Metafísica de las costumbres, titulada «Principios metafísicos del tratado de las virtudes» (Kónigsberg, Friedrich Nicolovius, 1797), que «la felicidad es la consecuencia del cumplimiento de la obligación» y que «la ley debe preceder al placer para que éste sea experimentado». Y lo que aquí se dice en relación con el cumplimiento del deber y la ley es, a mi entender, muy generalizable y se puede trasladar del ámbito de la moralidad al de la sensualidad. Los neurólogos lo sabemos por experiencia, pues la vida clínica cotidiana demuestra que es precisamente la falta de un «motivo para ser feliz» lo que impide ser felices a las personas que padecen una neurosis sexual —al hombre con trastornos de potencia o a la mujer frígida—. Pero, ¿a qué se debe este desvío patológico del «motivo para ser feliz»? A un interés forzado hacia la felicidad misma, hacia el placer mismo. Qué razón tenía Kierkegaard cuando decía que la puerta de la felicidad se abre hacia afuera, y a quien intenta «derribarla» se le cierra con llave.

¿Cómo podemos explicarnos esto? Lo que penetra profundamente y en definitiva al hombre no es ni el deseo de poder ni el deseo de placer, sino el deseo de sentido. Y precisamente a causa de este deseo, el hombre aspira a encontrar y realizar un sentido, pero también encontrarse con otro ser humano en la forma de un tú, y amarlo. Ambos hechos, realización y encuentro, dan al hombre un fundamento de felicidad y placer. En el neurótico, sin embargo, esta aspiración primaria se desvía hacia una búsqueda directa de la felicidad, hacia un deseo de placer. En lugar de que el placer sea lo que debe ser —si es que debe darse realmente—, es decir, un efecto (el efecto secundario de un sentido realizado o el del encuentro con otro ser), se convierte en el objetivo de una intención forzada, de una hiperintención, que va acompañada de una hiperreflexión. El placer se convierte en el único contenido y objeto de la atención. En la medida en que la persona neurótica se preocupa por el placer, pierde de vista el fundamento de éste, y el efecto «placer» ya no puede tener lugar. Cuanto más se preocupa uno por el placer, más lo pierde.

Es fácil calcular cuánto se refuerzan la hiperintención y la hiperreflexión, así como su nociva influencia sobre la potencia y el orgasmo, cuando la persona cuyo deseo de placer está destinado a fracasar, intenta salvar lo que puede buscando refugio en un perfeccionamiento técnico del acto sexual. «El matrimonio perfecto» roba lo que le quedaba de esa espontaneidad en cuyo suelo florece la felicidad del amor. A la vista de la obsesión de consumación sexual de hoy, el joven se ve impulsado de tal forma a la hiperreflexión, que no debe extrañarnos que el porcentaje de neurosis sexuales aumente entre los enfermos de nuestras clínicas.

El hombre de hoy tiende, de todas maneras, a la hiperreflexión. La profesora Edith Joelson, de la Universidad de Georgia, ha comprobado que entre los estudiantes americanos, la comprensión de sí mismo (self-interpretation) y la realización de sí mismo (self-actualization), se encuentran en el lugar superior de una jerarquía de valores en una medida estadística bastante significativa. Está claro que se trata de una comprensión de sí mismo influida por un psicologismo analítico y dinámico, que lleva a los americanos intelectuales a suponer de continuo que detrás de la conducta consciente se encuentran unos móviles inconscientes. Pero en lo relativo a la realización de sí mismo, me atrevo a afirmar que el hombre sólo está en condiciones de realizarse en la medida en que realiza un sentido. El imperativo de Píndaro, según el cual el hombre debe ser lo que ya es precisa de una ampliación, que yo creo encontrar en las palabras de Jaspers: «Lo que el hombre es, lo es a través de lo que hace suyo.» Al igual que el bumerang, que vuelve al cazador que lo ha lanzado sólo cuando ha errado el blanco —esto es, la presa—, sólo busca la realización de sí mismo el hombre que ha fracasado una vez en su intento de realizar un sentido, y quizás ni siquiera está en condiciones de encontrar el sentido que importaba realizar.

Analógicamente puede decirse lo mismo del deseo de placer y del deseo de poder. Pero mientras que el placer es un efecto secundario de la realización de un sentido, el poder es un medio para conseguir un fin por cuanto que el realizar un sentido está ligado a unas determinadas condiciones sociales y económicas. Pero, ¿cuándo piensa el hombre en el simple efecto secundario del «placer», y cuándo se limita al simple medio para conseguir un fin que es el poder? Pues bien, llega a desarrollar un deseo de placer o de poder cuando está frustrado su deseo de encontrar un sentido. En otras palabras, el principio del placer, no menos que el afán de figurar, es una motivación neurótica. Se puede entender, así, que Freud y Adler, que realizaron sus ensayos en personas neuróticas, no pudieran apreciar la orientación primaria del hombre hacia un sentido.

Pero en la actualidad no vivimos ya, como en los tiempos de Freud, en una época de frustración sexual. En nuestros tiempos se vive una frustración existencial. Y lo está sobre todo el joven cuyo deseo de sentido se ve frustrado. Becky Leet, directora de un periódico publicado por los estudiantes de la Universidad de Georgia, pregunta: « ¿Qué dice la joven generación actual, Freud o Adler? Tenemos la píldora, que libera de las consecuencias del acto sexual: hoy no existe ya motivo médico alguno para estar reprimido sexualmente. Y tenemos poder: basta con que echemos un vistazo sobre los políticos americanos, que tiemblan ante la joven generación, y sobre la guardia roja de China. Pero Frankl mantiene que la gente de hoy sufre un vacío existencial y que éste se manifiesta sobre todo a través del aburrimiento. Aburrimiento, esto suena muy distinto, nos es más familiar, ¿no es verdad? ¿O conocen a alguien que no se queje de aburrimiento —a pesar de que sólo tienen que estirar el brazo para poseerlo todo— incluso del sexo de Freud y del poder de Adler?» De hecho, hoy cada vez son más los pacientes que sienten un vacío interior —lo que he descrito como «vacío existencial»—; que sienten una profunda falta de sentido de su existencia. Y sería erróneo suponer que se trata de un fenómeno limitado al mundo occidental. Dos psiquiatras checoslovacos, Stanislav Kratochvil y Osvald Vymetal, destacan en una serie de publicaciones el hecho de que «esta enfermedad de hoy, la pérdida de un sentido existencial, sobre todo en la juventud, traspasa "sin pasaporte" las fronteras de los sistemas sociales capitalista y socialista». Osvald Vymetal fue quien con ocasión de un congreso checoslovaco de neurólogos, se declaró ex profeso partidario de Pawlow, y sin embargo manifestó que, a la vista del vacío existencial, al psiquiatra no le basta una psicoterapia que siga las orientaciones de este científico. Y la advertencia de que este fenómeno se aprecia ya en los países subdesarrollados se la debemos a L. L. Klitzke (Students in Emerging África —Logotherapy in Tanzania, «American Journal of Humanistic Psychology» 9, 105, 1969) y a Joseph L. Philbrick {A Cross-Cultural Study of Frankl's Theory of Meaning-in-life).

Y sucede precisamente así, tal como lo previó en 1947 Paul Polak, cuando en una conferencia, en la asociación de psicología individual, sostenía que «la solución de la cuestión social resolvería la problemática espiritual, la movilizaría: el hombre sería entonces libre para abordarse a sí mismo, y reconocería en sí mismo lo problemático, su propia problemática existencial». Ernst Bloch se expresa también en este mismo sentido al decir: «los hombres reciben como regalo los cuidados que de otro modo sólo se plantean a la hora de morir.» Si tratamos brevemente de investigar las causas que pueden provocar el vacío existencial, éstas se pueden reducir a dos: la pérdida del instinto y la pérdida de la tradición. En contraposición a los animales, al hombre no le dictan los instintos lo que tiene que hacer; y al hombre de hoy ya no le dice la tradición lo que debe hacer; y a menudo parece que no sabe lo que realmente quiere. Por tanto, sólo busca o querer únicamente lo que los demás hacen, o hacer sólo lo que los demás quieren. En el primer caso nos encontramos ante el conformismo; en el segundo, ante el totalitarismo. Uno se extiende en el hemisferio occidental, el otro en el oriental.

Pero las consecuencias del vacío existencial no son sólo el conformismo y el totalitarismo, sino también el neuroticismo. Junto a las neurosis psicógenas, es decir, las neurosis en el sentido estricto de la palabra, existen también las neurosis noógenas, tal como yo las denomino, es decir, neurosis en las que se trata menos de una enfermedad mental, que de una pobreza espiritual, a menudo como consecuencia de una profunda sensación de falta de sentido. En un centro de investigación psiquiátrica de los Estados Unidos se han desarrollado unos tests que permiten realizar un diagnóstico diferencial de las neurosis noógenas. James C. Crumbaugh ha utilizado los PIL-Tests (PIL = Purpose in Life) en 1.200 casos. Después de analizar con ayuda del computador los datos obtenidos, llegó a la conclusión de que las neurosis noógenas constituyen un nuevo síndrome que se sale del marco de la psiquiatría tradicional desde el punto de vista no sólo diagnóstico, sino también terapéutico. Los resultados de distintos estudios estadísticos realizados en Connecticut, Massachusetts, Londres, Tubinga, Wiirzburg, Polonia y Viena coinciden en estimar en un 20% aproximadamente las neurosis noógenas.

Al hablar de su difusión (no de las neurosis noógenas, sino del vacío existencial), resulta interesante mencionar una comprobación estadística que yo mismo realicé ya hace muchos años entre los asistentes a mis clases en la facultad de medicina de la Universidad de Viena. El resultado fue que más de un 40% admitían conocer la sensación de falta de sentido por propia experiencia; entre los alumnos americanos no era un 40, sino un 81%.

¿A qué se debe esta diferencia? Al reduccionismo, que en los países anglosajones domina la vida espiritual más que en cualquier otro lugar. Este reduccionismo se caracteriza por la expresión «nada más que». Como es natural, también se da aquí entre nosotros, y no sólo hoy. Hace más de cincuenta años que mi profesor de enseñanza media iba de un lado para otro en su clase de historia natural y decía: «La vida no es al fin y al cabo nada más que un proceso de combustión, de oxidación.» Yo, sin pedir la palabra, salté impetuosamente y le pregunté: « ¿Qué sentido tiene entonces la vida?» En este caso concreto, el reduccionismo se oculta tras un «oxidacionismo»...

Tenemos que pensar en qué significa para un joven que se le explique cínicamente que los valores son «nothing but defense mechanisms and reaction formations» (nada más que mecanismos de defensa y formas de reacción), tal como aparece en el American Journal of Psychotherapy. Mi propia reacción ante esta teoría de las formas de reacción fue la siguiente: en lo que a mí concierne, nunca estaría dispuesto a vivir a causa de mis formas de reacción o a morir por mis mecanismos de defensa.

No desearía que se me malinterpretara. En «The Modes and Moráis of Psychotherapy» se nos ofrece la siguiente definición: Man is nothing but a biochemical mechanism, powered by a combustión system, which energizes computen. Como neurólogo sostengo que es totalmente legítimo considerar al computador como un modelo del sistema nervioso central. El fallo se encuentra en «nothing but», en la afirmación de que el hombre no es nada más que un computador. En efecto, lo es, pero al mismo tiempo es mucho más que eso. Es cierto que las obras de Kant y de Goethe se componen, al fin y al cabo, de las mismas veintiséis letras del alfabeto que los libros de Courths-Mahler y Marlitt. Pero esto no es lo importante. No se puede decir que la «Crítica de la razón pura» sea, como «Das Geheimnis der alten Mamsell», un simple amasijo de las mismas veintiséis letras, a menos que tengamos una imprenta y no una editorial...

Dentro de su propio marco, el reduccionismo tiene razón. Pero sólo dentro de él. Y el pensamiento unidimensional es precisamente su perdición. Le priva sobre todo de la posibilidad de encontrar un sentido. El hecho de que el sentido de una estructura supere a los elementos de que ésta se compone, significa al fin y al cabo que dicho sentido se encuentra en una dimensión superior a la de los elementos. De este modo, puede suceder que el sentido de una serie de acontecimientos no se encuentre en la misma dimensión en que tienen lugar los acontecimientos. Éstos echan en falta, entonces, una relación. Supongamos que se trata de mutaciones; serían simples casualidades, y toda la evolución nada más que una casualidad. Es el caso, precisamente, del plano secante. Una curva senoidal que esté cortada por un plano perpendicular al suyo, no deja en el plano secante nada más que cinco puntos aislados, que no permiten ver relación alguna. En otras palabras, lo que se pierde es la visión de conjunto, la consideración del sentido superior o inferior de los acontecimientos, las partes de la curva senoidal que sobresalen por encima o por debajo del plano secante.

Pero volvamos al sentimiento de falta de sentido: el sentido no se puede dar. El dar un sentido escaparía a lo moralizador. Y la moral, en el sentido que se le daba antiguamente a esta palabra, pronto habrá acabado su papel. Tarde o temprano dejaremos ya de moralizar y consideraremos la moral desde un punto de vista ontológico: lo bueno y lo malo no se definirán en el sentido de algo que debemos o no debemos hacer, sino que nos parecerá bueno lo que nos ayuda a realizar el sentido que buscamos en las cosas existentes, y consideraremos como malo aquello que nos lo impide.

El sentido no se puede dar, sino que se debe encontrar. A una tabla de Rorschach se le da un sentido, una interpretación a través de cuya subjetividad se «desenmascara» el probando que realiza un test (proyectivo) de Rorschach; pero en la vida no se trata de dar un sentido, sino de encontrarlo. La vida no es un test de Rorschach, sino un enigma. Y lo que yo denomino deseo de sentido va más allá de la concepción de una forma (James C. Crumbaugh y Leonhard T. Maholick, The Case of Frank Vs Will to Meaning, «Journal of Existential Psychiatry» 4, 42, 1963). El propio Wertheimer sostiene lo mismo cuando habla de un carácter exigente que está latente en toda situación, del carácter objetivo de tal exigencia.

El sentido se debe encontrar, pero no se puede dar. Lo que se puede producir es un sentido subjetivo, una simple sensación de sentido, o algo absurdo. Resulta así comprensible que el hombre que ya no está en condiciones de encontrar un sentido a su vida, ni tampoco de crearlo, al huir de la sensación de falta de sentido cree o bien algo absurdo o bien un sentido subjetivo. Mientras que lo primero tiene lugar en el escenario de un teatro absurdo, lo último se produce en el estado de éxtasis, sobre todo en el provocado por el LSD. Y en este estado se corre también el peligro de no vivir el sentido auténtico, la realidad del mundo exterior (en contraposición a las simples vivencias subjetivas de sentido). Esto me recuerda siempre a aquellos animales de ensayo a los que unos investigadores californianos colocaron electrodos en el hipotálamo. Al conectarse la corriente, sentían satisfechos sus instintos sexual y de alimentación; al final, aprendieron a establecer la conexión ellos mismos, lo que les hacía ignorar al compañero sexual y la comida que se les ofrecía.

El sentido no sólo se tiene que encontrar, sino que también se puede encontrar, y la conciencia guía a los hombres en su búsqueda. En una palabra, la conciencia es un órgano del sentido. Podría ser definida como la capacidad de descubrir el sentido único y particular que está latente en toda situación.

Pero esta conciencia puede engañar también al hombre. Hasta el último instante, hasta el último aliento, el hombre no sabe si ha encontrado realmente el sentido de su vida o si sólo se ha confundido: ignoramus et ignorabimus. El hecho de que ni a la hora de morir sepamos si el órgano del sentido, la conciencia, estaba equivocada, significa que la conciencia de los demás puede tener razón. Pero tolerancia no significa indiferencia, pues respetar la opinión de los demás no es identificarse con ella.

Vivimos en una época en la que está muy extendida la sensación de falta de sentido. En nuestro tiempo, la educación tiene que preocuparse no sólo de proporcionar unos conocimientos, sino por afinar la conciencia, de forma que el hombre tenga un oído lo suficientemente fino como para escuchar la exigencia latente en cada situación. En una época en la que los Diez Mandamientos parecen haber perdido para muchos su validez, el hombre debe ser capaz de percibir los diez mil mandamientos que están ocultos en las diez mil situaciones con que le enfrenta la vida. Con ello, no sólo le parecerá que su vida está más llena de sentido, sino que también estará inmunizado contra el conformismo y el totalitarismo, las dos consecuencias del vacío existencial; pues una conciencia despierta le hará resistente, de forma que no se rendirá ante ninguna de estas dos actitudes.

Sea como fuere, la educación de hoy es más que nunca una educación para la responsabilidad. Y ser responsable significa ser selectivo, ser escrupuloso. Vivimos en una affluent society, nos desbordan los estímulos de los medios de comunicación social y estamos en la época de la píldora. Si no queremos hundirnos en la marea de todos estos estímulos, en una total promiscuidad, tenemos que aprender a distinguir lo que es importante y lo que no lo es, lo que tiene sentido y lo que no lo tiene, de lo que se puede uno responsabilizar y de lo que no.

Señoras y señores: no les hablo como filósofo, o al menos no sólo como filósofo, sino como psiquiatra. Ningún psiquiatra, ningún psicoterapeuta —ningún logoterapeuta— puede decirle a un enfermo lo que es el sentido, pero sí puede decirle que la vida tiene un sentido e incluso que conserva ese sentido en todas las condiciones y circunstancias, gracias a la posibilidad de encontrar un sentido incluso en el sufrimiento, de transformar el sufrimiento en el plano humano en algo positivo; puede dar testimonio de lo que es capaz el hombre, incluso en el fracaso. O, con otras palabras, con las palabras que Lou Salomé escribía a Sigmund Freud cuando éste «no lograba resignarse a una existencia a revocar»: se trata de que «la manera como uno nos compadece, se convierta para nosotros en signo de lo que uno es capaz.» De hecho, el logoterapeuta no actúa de forma moralista, sino fenomenológica. Nosotros no emitimos juicios de valor sobre cualquier hecho, sino que hacemos comprobaciones sobre el valor que el hombre modesto y sencillo da a las cosas; él es quien sabe cómo encontrar el sentido a la vida, al trabajo, al amor, y, last but not least, al sufrimiento llevado con valentía. Y si, tal como afirma Paul Polak, la logoterapia teórica traduce al lenguaje científico la idea que el hombre modesto y sencillo tiene de sí mismo, se puede decir que en la práctica debe volver a traducir al lenguaje cotidiano del hombre sus conocimientos sobre las mencionadas posibilidades de encontrar un sentido a la vida. Es decir, la fenomenología traduce este conocimiento básico al lenguaje científico, y la logoterapia vuelve a traducir lo así aprendido al lenguaje del hombre de la calle. Y esto es perfectamente posible.

El profesor Farnsworth, de la Universidad de Harvard, pronunció en cierta ocasión una conferencia en la American Medical Association, en la que sostenía: Medicine is now confronted with the task of enlarging its function. In a period of crisis such as we are now experiencing, physicians must of necessity indulge in philosophy. The great sickness of our age is aimlessness, boredom, lack of meaning and purpose*. A los médicos también se les plantean actualmente cuestiones que no son de naturaleza médica, sino filosófica, y para las cuales apenas están preparados. Numerosos pacientes se dirigen al psiquiatra porque dudan del sentido de su vida o porque no creen poder encontrar un sentido a su existencia. Se podría seguir entonces un consejo de Kant: aplicar la filosofía como medicina. Si se la rechaza con horror, surge la sospecha de que proviene del miedo de enfrentarse con el propio vacío existencial.

En realidad, se puede ser también médico sin ocuparse de tales cuestiones; pero entonces sucede lo que Paul Dubois afirmaba con relación a ese caso: que el médico se diferencia del veterinario sólo en una cosa: en la clientela.

* La medicina se enfrenta hoy con la tarea de ampliar su función. En un período de crisis como el que experimentamos actualmente, los médicos deben cultivar la filosofía. La gran enfermedad de nuestro tiempo es la carencia de objetivos, el aburrimiento, la falta de sentido y de propósito.

Notas

[1] Conferencia pronunciada en el XIV Congreso Internacional de Filosofía (Viena 1968).

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=8000 el 2008-07-24 12:43:25