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Fundamentalismo de Estado y Fundamentalismo de Mercado

Los tiempos de la globalización han generalizado los fenómenos que antes eran sólo parciales o locales, aunque reales. La ruptura de límites y fronteras con la imposición de los nuevos «usos y costumbres», aunados a la presencia de satisfactores universalizados, a la imposición de gustos con la producción masiva de modelos de ropa, alimentos y diversiones, facilita mucho más que antes, la capacidad de reducir y de analizar con base en las expresiones utilizadas tanto por los pensadores de la destrucción y la confrontación, como por los de la construcción y la armonía.

Un paradigmático ideólogo de los globalifóbicos, Ignacio Ramonet, acaba de publicar un editorial en Le Monde Diplomatique (30 de septiembre), en el que evidencia su gran capacidad de discípulo hegeliano-marxista, mostrando su alegría y satisfacción por el mal ajeno, y llegando a una conclusión bastante arbitraria más propia de su actitud apasionada que de los hechos reales, en el sentido de que el colapso financiero de Wall Street, a causa del «fundamentalismo de mercado, obliga al regreso del Estado», sin atreverse a llamarlo «fundamentalismo de estado».

Compara, además, «el desplome de Wall Street, con la caída del Muro de Berlín», reforzándose con la declaración del nobel de economía, Paul Samuelson, quien afirma: «Esta debacle es para el capitalismo lo que la caída de la URSS fue para el comunismo».

«Globalifilia y globalifobia», son expresiones del «mundo biglobal», que durante el tiempo del «mundo bipolar de la Guerra Fría», hacían referencia «al capitalismo y al comunismo», siempre en visión de «opuestos», acomodada para identificar fenómenos económicos y sociales en esquema de «lucha dialéctica», con los que a base de choques y confrontaciones entre tesis y antítesis, producirían el «avance de la historia», anulando la libertad humana que siempre quiere alcanzar la verdad y edificar el bien común.

Hay muchas dimensiones del quehacer humano que no se explican por las leyes del mercado, ni son absolutamente dependientes del estado. La práctica de la solidaridad y la subsidiariedad bastarían para evidenciarlo. Las familias más se explican en sus relaciones (internas y externas) por las mutuas donaciones entre los esposos y los padres e hijos, que por «las leyes de la oferta y la demanda».

También, el principio de la «hipoteca social de la propiedad» se evidencia más claramente en su aplicación por las mutualidades, las cooperativas, los montepíos, las fundaciones, los dispensarios y el insustituible voluntariado, que por los sistemas «fiscales impositivos», cuando estos terminan anulando la capacidad creativa y emprendedora, así como el ahorro, matando de paso la legítima propiedad familiar y, con ello, la previsión del futuro.

Más que dos elementos enfrentados artificialmente (estado y mercado), son tres los elementos armoniosamente relacionados (estado, cultura y mercado) los que permiten conducir, analizar y corregir en caso necesario, y además considerarlos promotores reales del desarrollo humano, más allá de luchas de confrontación artificialmente preconcebidas.

La vida en común, el desarrollo de las relaciones sociales, económicas y políticas, tienen por objeto la creación de mejores condiciones para el bien de las personas y la «gestión o administración» del bien común.

El logro de un estado subsidiario, de una cultura de participación, y de la vigencia de una economía de mercado social y moralmente responsable, han sido el intento evidenciado a partir de 1989, cuando los sistemas totalitarios se derrumbaron y dieron paso a formas políticas más justas y de mayor participación, anulando las imposiciones partidistas totalitarias que ofuscaron la conciencia de la común dignidad humana.

La primera condición de la libertad responsable es la obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Un nuevo obstáculo a esto, ocurre cuando los medios de comunicación social imponen con su fuerza persuasiva, insistentes campañas, modos y corrientes de opinión fundadas en el relativismo, sin permitir un análisis riguroso de las premisas en las que se fundan, que antes eran impuestas por los aparatos de propaganda del «autoritarismo gubernamental o fundamentalismo de estado».

A la concepción totalitaria, sobre todo en su forma marxista-leninista, que negó la dignidad trascendente de la persona humana —sujeto natural de derechos humanos inviolables— evidenciada en el «totalitarismo de estado», le ha sucedido una nueva deformación, esta vez en la economía de mercado, que no puede desenvolverse si hay un vacío institucional, jurídico y político.

Por ello, el Estado debe garantizar la seguridad de la libertad individual y la propiedad, con un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. Al Estado le incumbe garantizar dicha seguridad (personal y jurídica), de tal manera que quien trabaja y produce, pueda gozar de los frutos de su trabajo, y por ello, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente.

La falta de seguridad, junto con la corrupción de los poderes públicos y la proliferación de fuentes impropias de enriquecimiento y beneficios fáciles (basados muchas veces en actividades ilegales o puramente especulativas), se han convertido en los obstáculos reales y principales para el auténtico desarrollo y progreso del orden económico, como ahora ha quedado en evidencia.

El Estado tiene el derecho de intervenir cuando las situaciones particulares de monopolios crean rémoras y obstáculos al desarrollo, y además, tiene el deber de intervenir, supletoria o subsidiariamente, cuando algunos sectores sociales han errado, o no pueden o no quieren intervenir, aunque siempre estas participaciones deberán ser limitadas temporalmente.

Como puede observarse, librarse de los «totalitarismos de estado» no significa caer en los «totalitarismos de mercado», ni viceversa, como lo sostienen las escuelas de pensamiento económico que ignoran la naturaleza humana, expresada en «su dignidad y en su integridad cultural».

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