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Santa Claus en el belén

En un balcón frente a mi casa tres reyes magos, tres, trepan por la fachada en rigurosa cordada epifánica. En muchas otras ventanas de la ciudad luce, en colgaduras carmesíes, un Niño Jesús lustroso y sonrosado con su corona de potencias, respuesta de la Andalucía religiosa y cofrade a la invasión de los Papás Noel rampantes que suben con su saco a cuestas por las paredes de media España. En Internet, la palestra de la controversia posmoderna, se abren foros vitriólicos que trizan con humor explosivo el mito nórdico del hombre del trineo. Hay debates sociales que laten con denuedo en el fondo de la opinión pública sin asomar a las encuestas porque circulan bajo la espuma de la dialéctica política y no tienen que ver —¿o sí?— con la urgente prospectiva de la intención de voto.

Antiguo y clásico mecanismo de acción-reacción; en esta incruenta contraofensiva de símbolos se libra un pulso sordo de fe contra laicismo, de tradición frente a colonización. Una especie de motín reactivo -y ciertamente esquemático, o maniqueo- ante los intentos de disolver el sentido religioso de la Navidad en el marco de un relativismo multicultural que va desde la supresión de muchos belenes oficiales a la pintoresca celebración panteísta del «solsticio de invierno», pasando por la transformación paulatina de las clásicas funciones colegiales o el desleimiento de la iconografía tradicional en un abstracto folclore decorativo. De nuevo las Españas duales batiéndose por su cuenta en una de esas porfías que tanto gustan a nuestros más combativos compatriotas.

Por ahora se trata de un debate entre fundamentalistas, porque la España pragmática, la que circula en silencio por medio de la calle sin prestar atención al griterío de las aceras, ha efectuado hace tiempo por su cuenta una síntesis integradora, ecléctica y mestiza, abriendo sitio en el hogar para todo lo que enriquezca la fiesta: para el árbol y para el nacimiento, para los pastores y para los renos, para los Reyes y para Santa Claus. O para un detalle en la mesa de Nochebuena y para la cascada mágica de regalos en la noche apoteósica del 5 de enero. Grescas, las justas y estrictamente necesarias.

Lo llevan, pues, crudo los adanistas, los laicistas y otros cruzados de los nuevos tabúes propios del pensamiento débil. No sólo porque hayan empezado a encontrar la respuesta pendular y reactiva a sus campañas de banalización o desacralización navideña, sino porque, en el fondo, se mueven en una manifiesta y minoritaria inferioridad. Este pueblo sabio, acostumbrado a deglutir novedades, no siente amenazada su honda tradición religiosa ni su majestuoso acervo cultural por una vaga moda de panteísmo laico. Y menos, por un gordito anglosajón y más bien hortera vestido de rojo. Antes al contrario, con lo aficionados que somos a las mezclas «kitsch» en la piedad popular, raro será que Santa Claus, Papá Noel o como se llame no acabe incorporado al belén. Como ha recordado el Papa Ratzinger, siempre tan meticuloso en punto a materia teológica, tampoco la mula, el buey ni los mismísimos Reyes están en las Sagradas Escrituras. Y ahí andan, escoltando desde hace siglos en la profusa imaginería convencional al imbatible Niño que da sentido a todo este jolgorio.

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