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Los heraldos de la muerte

No han tardado mucho en aparecer en público las propuestas de establecer una ley de plazos para abortar en España, presentadas por los partidarios de aprovechar en su beneficio el enorme escándalo originado por los abortos perpetrados en los establecimientos de Carlos Morín. A algunos medios de comunicación y a algunos partidos políticos no les ha gustado nada que se haya exhibido el horror de las imágenes de restos humanos descuartizados, publicadas —por fin— para general conocimiento de la carnicería que significan los abortos quirúrgicos. El impacto sobre la opinión pública ha sido considerable y, en mi opinión, muy saludable también, del mismo modo que lo fue la publicación, en los últimos años del franquismo, de los glúteos y los muslos tumefactos de una desventurada mujer torturada en las comisarías.

Pero así como aquellas fotografías de las torturas eran necesarias, pero no suficientes, ahora debemos saber que las imágenes de las víctimas de abortos tardíos pueden tener la virtud de sacudir algunas conciencias, pero no abordan el fondo del debate, que es la iniquidad de pisotear la dignidad que merece todo hombre por enfermo, pequeño, defectuoso, malvado, pobre o anciano que sea. Una iniquidad que se agranda hasta lo insoportable si eso ocurre en un país que se tiene a sí mismo por libre y democrático.

En cuanto se plantea esta cuestión de fondo, en seguida salen los paladines de la muerte del más débil no a argumentar, sino a calificar de ultraderechistas, fascistas o cavernícolas a los defensores del derecho a la vida de todos sin excepción. O algo peor, por más sibilino y venenoso: salen a decir que no se pueden imponer a todos unas determinadas creencias religiosas, y que tal actitud es inquisitorial e intolerable.

Reducir el escándalo de las legislaciones abortistas a una polémica religiosa es una de las actitudes favoritas de ésos que se obstinan en presentar a los cristianos como tipos pintorescos y estrafalarios que tienen «creencias», como si fuesen manías de gente estrambótica. Obviamente se trata de una manipulación bastante grosera, pero a veces funciona. Muchas veces he dicho y escrito que la polémica del aborto no es religiosa, o no más que una polémica sobre la estafa o la tortura, que también están condenadas por la Iglesia, y que no hace falta ser cristiano para comprender que dar muerte a un hijo en el vientre de su madre es una ignominia. Eso lo sabía Hipócrates cinco siglos antes de Cristo, y los médicos de todo el mundo de cultura occidental lo han transmitido de generación en generación justo hasta hoy.

En un aspecto, sin embargo, sí tienen razón los que atribuyen al factor religioso cierta relevancia en este debate, porque la primera voz que proclamó la igual dignidad de todos los miembros de la familia humana fue precisamente la del cristianismo. Ni siquiera Grecia y Roma, con sus impresionantes legados filosófico y jurídico, llegaron a la cima de proclamar la fraternidad universal, que es de inequívoco cuño cristiano. Como en aquel chalet disparatado de Mi tío, de Tati, todo comunica. Esta sociedad occidental que a sí misma se llama postcristiana, y que se alimenta del relativismo multiculturalista, tiene como uno de sus objetivos preferentes la religión en general, los monoteísmos en particular, y, muy concretamente, el cristianismo, y no oculta esa hostilidad. En este sentido, me parece que una sociedad infectada de este virus tiene especialmente difícil comprender el espanto del aborto, y por eso convive con este genocidio silencioso como si tal cosa. Con todo, creo que la sociedad española todavía no ha llegado, ni mucho menos, a un punto de no retorno, y puede recuperar su propia estima rescatando esos principios y valores que han construido nuestra civilización y nuestra historia. Por eso están tan nerviosos los heraldos de la muerte.

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