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Spe Salvi: apuntar a lo esencial

Juan Pablo II escribió 14 Encíclicas. La Eucaristía, el diálogo fe y razón, la unidad en la Iglesia, la vida, la verdad, la doctrina social de la Iglesia, la figura de María, el Espíritu Santo, los santos Cirilo y Metodio, el trabajo, la misericordia divina y Jesucristo Redentor del hombre fueron los temas central de sus ricas reflexiones. 14 Encíclicas. Un cuarto de siglo de pontificado. Temas que, las más de las veces, levantaron ámpulas y dejaron clara la postura de la Iglesia católica ante el abismo de oscuridad, confusión y desesperación ante el que se abatía la humanidad en argumentos como la moral, el liberalismo, el relativismo, el sincretismo religioso o la pérdida de la fe. Cada Encíclica fue un texto nacido en el momento oportuno como respuesta a necesidades reales y con pautas concretas a seguir para no sumirse en la tristeza de la nada.

El 25 de diciembre de 2005 el Papa Benedicto XVI regalaba al mundo su primera Encíclica, la «Deus caritas est» (Dios es amor) y, dos años más tarde, el 30 de noviembre de 2007, ha ofrecido su segunda, la «Spe Salvi», sobre la esperanza cristiana. Con ésta quedó confirmada la sencillez y claridad con que un hombre que lleva la teología en la sangre es capaz de comunicar lo elevado con formas tan asequibles.

Echando la mirada a la obra de su predecesor y constatar que sobradamente Juan Pablo II abordó temáticas nodales que dieron pie a debates intelectuales de los más variados tipos y marcaron la línea a seguir a los católicos de todo el mundo en materias de las que apenas se empezaba a hablar como eutanasia, aborto, moral sexual, etc., o remarcar la vigencia de la doctrina pontificia en áreas como la propiedad privada, el desarrollo humano, economía y materialismo; puede venir la tentación de preguntarse: y Encíclicas dedicadas al amor y a la esperanza, ¿qué? ¿Qué resuelven? ¿Qué aportan al debate intelectual en el mundo?

Aunque no sólo, la obra de Juan Pablo II respondió a su tiempo y dejó un legado vigente para la posteridad. Si, en buena parte, el Papa Wojtyla trató de ir a las ramas del árbol que acusaban podrirlo, y a través de ellas a la raíz, tanto ésta como la anterior Encíclica de Benedicto XVI van directamente a la raíz y ésta es específicamente su aportación: dar a conocer la importancia de argumentos tan esenciales para la vida de todo fiel cristiano de cara a las realidades que a diario le acompañan.

Es verdad que no se puede esperar de modo inmediato una aportación al debate entre intelectuales del mundo. Y es que el primer y más importante debate es el que se fragua, tras la lectura de la «Spe Salvi», en uno mismo. Un debate ante una constatación que parte, como explica Benedicto XVI, de la natural experiencia, de la personal verificación: todo hombre, yo en mi individualidad, tengo esperanzas a lo largo de mi existencia. Cuando esas esperanzas se cumplen, cuando las alcanzamos, se percibe con nitidez que no lo eran todo. Y es aquí cuando surge la necesidad más definitiva, el principio más desgarrador, la causa más sublime ante la que nos inclinamos: necesitamos una Esperanza que vaya más allá, necesitamos lo Infinito, necesitamos Al Infinito, a Dios. Dios es nuestra Esperanza.

Sí, se puede cuestionar la «utilidad» de afrontar temas como el amor o la esperanza si se les ve de lejos, si nos mantenemos a distancia y se pierde la percepción de las implicaciones que ambas virtudes tienen en la propia vida y en relación con todos los hombres que nos rodean. Y aun así, incluso de lejos, no se puede permanecer indiferente. Como explica el Papa, en la primera parte, la época moderna desarrolló la esperanza de instaurar un mundo perfecto aparentemente posible gracias a los avances de la ciencia y a una política fundada «científicamente». Se intentó reemplazar la esperanza Bíblica por la esperanza en el reino del hombre. Pero al pasar los años se ha visto claramente que esa «esperanza para todos» se alejó cada vez más del sentido de solidaridad de los hombres y se transformó en ser feliz contra los otros o sin los otros (ahí está el comunismo como botón de muestra). La esperanza no cristiana fue una esperanza contra la libertad porque la situación de las realidades humanas depende en cada generación de la libre decisión de los hombres que pertenecen a ella.

Pero la Encíclica pontificia no se queda en la reflexión teórica y la constatación fenomenológica. «Baja» a cuatro lugares donde esa esperanza se aprende y ejercita. El lugar primero y esencial es la oración. Y es que el que reza nunca está solo totalmente. Bien lo explica Benedicto XVI cuando escribe: «Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces para los demás» (Cfr. No. 33 Spe Salvi).

El segundo y tercer lugar es el actuar y el sufrir. Y es que «toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto (...) Nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia» (cfr. No. 35 Spe Salvi). El sufrimiento es también un lugar para la esperanza en cuanto que lo que cura al hombre no es esquivarlo y huir del dolor, «sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Cfr. No. 37 Spe Salvi). Y es que no se trata de un afán masoquista, sino de «tener la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y la justicia» pues cuando mi bienestar «es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la mentira. La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira» (Cfr. No. 38 Spe Salvi).

El cuarto lugar es el juicio: «un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza. Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esa certeza: Él lo hace. La imagen del juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. (...) Es una imagen que exige la responsabilidad» (cfr. No. 44 Spe Salvi). «El juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia (...) Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros» (cfr. No. 47 Spe Salvi).

Benedicto XVI ha vuelto a lo esencial. Ha escrito sobre la Esperanza única, la cristiana, la definitiva y más importante. Es verdad que echando una mirada al mundo, ese mundo con sus guerras, hambrunas, desastres naturales, fratricidios, terrorismo, puede surgir una pregunta más: ¿es posible vivir con esperanza ante ese triste espectáculo? A mi juicio, uno de los puntos secundarios mejor tratados por el Papa es éste. Él mismo responde cuando afirma: «Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez» (Cfr. No. 24 Spe Salvi).

Sin embargo, pese a que no es posible un reino del bien total en este mundo, sí es posible un reino de esperanza; una esperanza no inactiva sino, como explica el Pontífice, performativa (cfr. No. 10 Spe Salvi), transformativa y sostén de la existencia. Queremos la salvación: la salvación del mal de la guerra, del terrorismo y de todas esas otras plagas. Pero, como escribió el apóstol, «nosotros no somos salvos sino en esperanza» (Rom 8, 24). La mirada de todo creyente está disparada a la otra vida, está clavada en Dios; somos ciudadanos del cielo en peregrinación por la tierra.

Tras la lectura de la «Spe Salvi» me ha venido a la mente una leyenda leída hace tiempo, que viene muy a cuento y vale la pena recordar.

«Se había extraviado un caballero yendo de caza por el bosque. Mientras caminaba al azar, siempre atento a la posible voz de un compañero, oyó en lo más oscuro de la selva un canto de admirable suavidad. Lleno de asombro, dirigió sus pasos hacia el punto de donde venía la voz, y aquí se produjo la gran sorpresa.

Cantaba un pobre leproso, con su pobre carne roída por el mal.

—¿Es posible que cantes con alegría hallándote en estado tan lastimoso?

Respondió el enfermo:

—¿Acaso no tengo motivos suficientes para alegrarme y cantar? ¿No ves como la única pared que me separa de Dios, este mísero cuerpo, va desmoronándose poco a poco, y que mi espíritu aguarda con esperanza el momento de volar libre hasta Dios? Esta es la causa de mi alegría y el motivo de mis cantos.»

En «Jesús de Nazareth», obra que ha visto la luz no hace muchos meses, Benedicto XVI hace surgir una gran pregunta, La Pregunta: «... ¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Ha traído a Dios: ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo la dureza de nuestro corazón nos hace pensar que esto es poco. Sí, el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero» (Jesús de Nazareth, página 69).

¡Ha traído la esperanza! «Nosotros necesitamos tener esperanzas —más grandes o más pequeñas—, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios (...) Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (Cfr. No. 31 Spe Salvi).

Sí, debemos ser como el leproso y no unos de corazón duro o indiferente que hagan aparecer tan gran regalo como una nimiedad. El Papa ha apuntado a lo esencial. Ya lo había dicho él mismo en un discurso como cardenal, «sólo la belleza nos salvará». Sí, la belleza de saber que podemos ir más allá del terror y el temor que en nuestro presente aparenta cernirse sobre la tierra. La belleza nos salvará si nos esforzamos y tratamos de cambiar nuestras realidades, las estructuras de pecado, por unas que hagan a este hogar común, una verdadera casa para el hombre. Y eso lo lograremos cuando percibamos la belleza de la fe que es esperanza y esto es precisamente lo que el Papa trata de hacernos captar a lo largo de los 50 concretos, concisos y ricos puntos de esta gran Encíclica.

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