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Tolerancia y velo

El concepto de tolerancia remite a la historia del cristianismo. En la Edad Media, se optaba por tolerar, dentro de la comunidad cristiana que abarcaba Europa, a aquellos que profesaban otra religión. Consistía la tolerancia en permitir el error, es decir, una fe no cristiana, la de quienes pertenecían a otra religión. Esta actitud nacía del convencimiento de estar de parte de la Verdad, fuera de la cual sólo podía existir equivocación. Indudablemente, la tolerancia se podía ver alterada por las circunstancias y era una situación en verdad frágil cuando la sociedad se agitaba, porque tolerar no dejaba de ser un mal menor, siempre con el peligro de que se olvidaran sus ventajas.

Siglos después, la Iglesia comprendió que no bastaba con tolerar el error, porque podía ser consecuencia de un sincero ejercicio de búsqueda de la verdad, derecho que pertenecía a la persona por razón de su dignidad. Entonces reconoció la libertad religiosa de toda persona como un derecho inviolable. La tolerancia, mientras tanto, ha conservado en gran medida su sentido originario, aunque ahora en lugar de permisión del error debemos hablar, en términos más amplios, de respeto a la diferencia. Como tal, el concepto se ha hecho popular y en ocasiones su abuso —como ocurre también en el caso del amor, y otros— ha podido desgastarlo y vaciarlo de significado. La consecuencia es que se emplea en exceso y con superficialidad, además de con un alcance mucho menor al de sus posibilidades.

En este contexto se ha dado el caso de Shaima Saidani, la niña musulmana que se ha negado a asistir al colegio sin el velo que le cubre la cabeza (/hiyab/), como le habían indicado desde la dirección del centro. Las autoridades educativas de Cataluña, donde se han dado estos hechos, han secundado la actitud de la niña, apoyándose en el principio de tolerancia. La cuestión no es nueva en España, ya hace unos años se dio un caso similar en Madrid. Pero la comparación con otros países cercanos revela la pobreza de nuestra experiencia. Sin ánimo de abundar, el caso del velo en el Reino Unido ha provocado la intervención de la Cámara de los Lores; en Francia ha dado lugar a una ley que ha dividido a la sociedad; y en Alemania el Tribunal Constitucional ya ha tenido que pronunciarse. Sin contar con los casos, más lejanos a nosotros, que en Turquía han obligado al Tribunal Europeo de Derechos Humanos a emitir sentencias en varias ocasiones. La mayoría de estos casos tienen sólo en común el elemento del velo, mientras sus protagonistas van desde las niñas que acuden al colegio, hasta las profesoras que allí enseñan, pasando por dependientas de grandes almacenes. La variedad de conflictos es muy grande, lo que debe hacernos meditar sobre la complejidad del problema antes de dar respuestas precipitadas.

Precisamente, la tolerancia parece una respuesta muy vaga, sobre todo si la ofrecen las autoridades. Viene bien animar a la tolerancia para que la sociedad la viva y aplique; pero se debe esperar algo más concreto de quien tiene el poder, como por ejemplo el reconocimiento —o no— de un derecho. Lo malo no es que la tolerancia se practique por quienes tienen puestos de responsabilidad, a menudo la historia a demostrado que el disimulo ahorra problemas cuando otras opciones no garantizan la paz ni conducen a algo mejor; lo peor es que este recurso a la tolerancia está huérfano de argumentos y de reflexión previa.

Alguien ha hablado de «vista gorda» para aludir a la postura ante el velo en España en los últimos años. No sorprende, porque muchos dan a la tolerancia esa definición. Cualquiera puede comprobar cómo el indiferentismo se ha ido adueñando del concepto, suplantando su contenido e identificando al tolerante con el simple «pasota». De este modo, ser tolerante no sólo está prestigiado por coincidir con lo políticamente correcto, sino por resultar enormemente fácil: basta con que a uno le dé igual cualquier disparate que haga su vecino y a continuación se llene la boca de respeto. La tolerancia retiene su fuerza en funcionar conforme a criterios. El auténtico tolerante posee firmes convicciones y sólo desde ellas decide respetar la diferencia del otro —justamente porque hay convicciones existe diferencia, y por tanto tolerancia—. Pero, ¿cuáles son los criterios aquí? ¿Por qué podemos decir que llevar velo no importa, o bien todo lo contrario? El laicismo rampante contiene las convicciones del vacío y la creencia de la nada. Es un no ser, un anti- que se apoya sólo en imposturas de modernidad rancia, y su carácter tolerante es una más de ellas.

En este clima social, al que no escapan las altas instancias gubernamentales, el problema del velo se solventa con una suavón gesto de tolerancia. Habría que tomarse más en serio estos casos que sólo son la punta del iceberg. Tal vez, después de una honda reflexión sobre este y otros desafíos que plantea el islam a la sociedad occidental, haya que acabar optando por actitudes de auténtica tolerancia. Lo que inquieta es que la tolerancia que se aplica ahora parezca un recurso para inconscientes que no atisban la magnitud de lo que se avecina.

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