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Creer y ser dichoso

Creer en Dios no es, sólo, tener algo a lo que aferrarse ni tampoco saber que en los malos momentos por los que pasamos siempre podemos acogernos a lo sagrado. Porque tener esa creencia, la de reconocer que Dios existe y que está aquí, entre nuestros ahoras y nuestras cuitas, ha de sernos útil para algo más, con ser esto importante; porque tener esa creencia ha de suponer, ha de tener, una correspondencia con nuestro diario vivir, ha de tener reflejo en el quehacer y en el qué hacer.

La misión es la forma con que la Iglesia y sus fieles manifiestan que creen en aquel primer envío de Cristo que se renueva, en nuestros corazones, cada día y en el mundo, en cada obra buena bien hecha por los demás que no es, sino, el claro cumplimiento del mandamiento que, relacionado con el otro primero, constituyen la Ley suprema del Reino de Dios: el amor.

Como cada año, la Iglesia celebra el llamado Domingo Mundial, más conocido como DOMUND.

Muchos han sido los mensajes que, en el ámbito de la Pastoral Misionera, desde aquel «La misión no es una destrucción de valores» (de 1979) pasando por «La sangre de los mártires es semilla de cristianos» (de 1984) y «Aprendamos con María a llevar a Cristo al mundo» (de 1983) hasta el último, éste de 2007 «Todas las Iglesias para todo el mundo» han sido propuestos por los Santos Padres. En ellos se resalta, siempre, la importancia de cumplir aquel inicial mandato, mandato, repito (y no sólo recomendación) que hiciera Cristo a sus Apóstoles, en esa misión universal que se ha convertido, con el paso de los siglos, en trabajo y esfuerzo de todos los que, a sabiendas de que lo somos, nos consideramos hijos de Dios.

Como hemos dicho arriba fue aquel momento en que Jesús dijo «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Este texto, del Evangelio de San Mateo (Mt 28,19-20), es expresión de una labor a realizar, causa de una proposición de la Fe y seguridad de compañía de Cristo con nosotros. Pero esto es, también, un escabel desde donde ver lo que muestra la faz de la tierra que Dios dejara al hombre, en depósito, para que la cuidara.

Este año se ha escogido un lema (por parte de las Obras Misionales Pontificias) propicio para entender cuál es la misión del cristiano y cómo, seguro, puede llevarse a cabo la labor que esta encierra: «Dichosos los que creen».

Es dichoso aquel que es feliz. Pero no sólo eso sino que, yendo más allá de esto, que ya es importante (pero que supone, digamos, un cierto grado de egoísmo no altruista) también es dichoso aquel que «incluye o trae consigo dicha». Este llevar consigo la dicha es, por lo tanto, acercar a otros la felicidad, hacerles sentir ese estado de bienestar espiritual que los transporte, en este mundo, al Reino de Dios del que ya pueden disfrutar aquellos que no son, precisamente, felices como podrían serlo de haber descubierto a Dios o, si descubierto, no sentido en toda su extensión.

Esto es, precisamente, el resultado de aquel envío de Jesús. «Guardar» todo lo que Él les había mandado guardar: la Palabra de Dios, su doctrina, su forma de ser, su comportamiento con los demás, su sufrir, su perdonar, su misericordia, aquel raham hebreo, esas entrañas de tal virtud de Dios, que luego San Pablo, en su Epístola a los Colosenses (3,12) confirmara para aconsejarnos que nos revistiéramos «como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia»

Y todo esto lo debemos volcar en el apostolado que, cada cual, hemos de hacer.

Para esto, octubre es un mes hermoso. Sta. Teresita del Niño Jesús y S. Francisco Javier contemplan nuestro particular ejercicio de la misión que tenemos encargada. Pero, a veces, no hace falta pensar en lejanas tierras porque muy cerca de nosotros, incluso en nuestra propia familia, encontraremos a personas necesitadas de recibir a un misionero.

La misión Ad gentes, que viene a ser el por qué de la misión y el cómo se ha de llevar a cabo tiene, también, como no podía ser menos, su «instrumento normativo», por decirlo así. El Decreto Ad Gentes (Sobre la actividad misionera de la Iglesia) firmado por Pablo VI el 7 de diciembre de 1965 en el marco del Concilio Vaticano II.

Ahí se nos recuerda (9) que «El tiempo de la actividad misional discurre entre la primera y la segunda venida del Señor, en que la Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el Reino de Dios». Por tanto, es ahora mismo cuando nos toca, a cada uno de nosotros, y cada cual en la medida de sus posibilidades, en su vida ordinaria, el hacer ese apostolado básico y transmisor de la Palabra de Dios.

Sin embargo, no vaya a creerse que esto es labor, sólo, de la Iglesia en cuanto institución sino que la Esposa de Cristo, formada por todos los hijos de Dios, piedras vivas de la misma, ha de encontrar respuesta en todos esos mismos hijos. Así se nos recuerda, para aquellos que entiendan que su función en la Iglesia es de mero asistente sacramental, que «Los laicos cooperan a la obra de evangelización de la Iglesia y participan de su misión salvífica a la vez como testigos y como instrumentos vivos, sobre todo si, llamados por Dios, son destinados por los Obispos a esta obra» (41)

Y el DOMUND nos recuerda eso, por si lo hemos olvidado en nuestro devenir mundano. De todas formas, somos hombres, hechos de carne y, a veces, con corazón de piedra.

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