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La estética del laicismo

El Ministerio de Educación y Ciencia ya tiene el borrador de lo que será su nueva materia curricular Filosofía y Ciudadanía. En ella, el MEC resuelve en las categorías de relativismo ético, conciencia autónoma, poder omnímodo de la razón, y libertad y responsabilidad como fundamentos de la acción moral, los rasgos configuradores del ciudadano emergente. El Gobierno afirma así su pretensión de la «socialización» de la educación, la nueva implantación de pautas de comportamiento que deberán asumir los alumnos que tengan la firme voluntad de hacer el esfuerzo de pasar de curso con cuatro asignaturas, incluida Educación para la Ciudadanía.

Hay un laicismo profundamente chabacano, de mal gusto, que agita al rebaño y tiene como objetivo fecundar el alma de España con una sola voz, donde el que disienta o rompa con una equivocada nota su himno inspirado, será excluido del coro. Este laicismo nauseabundillo tiene directores de orquesta variopintos, desde Enric Sopena y su panfleto digital, que incita a quemar las fotos de Cañizares y de Rouco, antes que hacerlo con las del Rey, hasta el cantante y exfranquista Víctor Manuel, uno de tantos para quienes el Estado se ha convertido en homo homini Deus, en benefactor, viendo así agigantada su cuenta bancaria desde la Sociedad General de Autores y Editores, un excomulgado vitando que encuentra en sus exabruptos contra la Iglesia católica la excitación complaciente del dócil rebaño.

Pero hay también otro laicismo más refinado, una estética laicista instalada en el Estado de Derecho y en las instituciones civiles, en la soberanía de las instancias decisorias estatales. No es una expresión lógica del Estado aconfesional, ni una propuesta laica como la entenderían Ortega y Aranguren, donde lo laico, lejos de excluir la trascendencia, admite (siquiera como postulado) la excelencia de un vivir conforme a la razón, de acuerdo a lo más excelente del hombre: la verdad, el bien, lo incondicionado. Se trata, sin embargo, de una inicua estética laicista, que es la estética gobernante, impulsada desde al poder político, una estética que suprime la virtud moral y que asume la increencia práctica como negación efectiva de lo religioso y trascendente que debe configurar el paisaje vital de la sociedad y el rostro del nuevo ciudadano. Es la estética sin renuncias heroicas posibles en beneficio de la verdad, sirvienta de una razón capaz de transformar el hombre (y por tanto, inexistente), sin referencia a ninguna autoridad moral fuera de la misma conciencia, donde el hombre es autolegislador último de su vida y de la misma sociedad.

En su última disertación —«Cristianismo y secularización: reto a la Iglesia y a la sociedad» —, el cardenal Cañizares critica la actual corriente laicista, que asume la forma de «dogma público básico». Según el arzobispo de Toledo, se trataría de un laicismo ideológico que lleva a la soledad, al vacío representado por una vida sin Dios, sin la presencia de una luz primera y fundante de la acción moral. Universalizar la propuesta laicista, intentar construir la sociedad y el hombre desde un paradigma y una visión excluyentes, no hace sino aumentar la distancia entre los ciudadanos, dividirlos con planteamientos que constituyen una auténtica bofetada a la educación y a la cultura de una nación, donde apenas parece poder rescatarse nada digno del hombre.

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