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La destrucción de los budas

La fiebre iconoclasta de los taliban afganos provoca, con razón, espanto; pero también suscita conclusiones menos razonables. No faltan estos días quienes imputan la destrucción de las monumentales estatuas de Buda a la supuesta intolerancia genética de todo monoteísmo, ni quienes advierten que aquí, en Europa, tan sólo nos salvó de parecidos resultados destructores la campana de la Ilustración.

Según esta sesuda reflexión, de no ser por la benéfica intervención ilustrada, el patrimonio artístico de Occidente pudo correr una suerte semejante a la de los budas afganos, sólo que a manos del fundamentalismo católico o del puritanismo protestante. Rechina un poco en la mente imaginar que católicos o protestantes procedieran a la demolición de las catedrales góticas o al raspado de las pinturas de Rembrandt, aunque no fuese más que por tratarse de obras que sólo tienen su explicación en la experiencia de fe del pueblo cristiano a lo largo de los siglos, o si se prefiere una formulación más laica, al ?humus cultural? que cultivó en Europa el cristianismo. El reconocimiento del valor de la materia, el respeto al cuerpo y el aprecio de la forma artística como signo de una realidad más profunda encontraron en el cristianismo su fundamento y su hogar natural. No en vano, se trata de la religión que confiesa al ?Verbo hecho carne?.

El fanatismo taliban no señala ningún apogeo religioso (ni siquiera en el ámbito del Islam), sino más bien una notable debilidad que sólo se compensa con ésta y otras exhibiciones destructivas. Es muy cierto que la religiosidad puede presentar manifestaciones patológicas y corromperse hasta alcanzar formas profundamente inhumanas, como es el caso; pero si la devoción a Dios es auténtica, exige el respeto a todo ser humano, y de ahí el impulso civilizador de todas las grandes religiones, y muy especialmente del cristianismo.

Por otra parte, no olvidemos que del tronco ilustrado surgieron también las ideologías totalitarias, marcadas por el ateísmo, que consideraron al ser humano como una pieza de la gran maquinaria histórica, pieza que podía ser eliminada o removida en cualquier momento. Por cierto, para recordar los genocidios nazi y comunista no tenemos que retroceder a la Edad Media (como se dice con demasiada superficialidad al hablar de los taliban) sino girar el cuello para contemplar el recién fenecido siglo XX.

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