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De Estado aconfesional a laico

La actitud del Gobierno con la Iglesia es más de laicismo que de aconfesionalidad

«Laico» es el término que los miembros del Ejecutivo suelen utilizar para indicar la posición del Gobierno con respecto a la Iglesia: nuestro país es un país laico. En cambio, es excepcional que mencionen la aconfesionalidad, que es el que figura en nuestra Constitución. Más de uno se habrá preguntado por qué esta preferencia de los términos laico y laicismo frente a aconfesionalidad. Yo me lo he preguntado y me he hecho las consideraciones que expongo a continuación.

Un término puede ser preferido a otro por alguna de estas cuatro razones: porque etimológicamente es el más apropiado, porque está de moda, porque es el utilizado en otros países, o porque tiene algún matiz que no existe en la expresión equivalente; matiz que, por otra parte, se quiere resaltar.

Etimológicamente, designar como laico a un Estado es poco afortunado. Laico es la expresión que se utiliza para referirse a los individuos que no han recibido las órdenes religiosas. Así se les distingue de los clérigos que sí las han recibido. Como es natural, el Estado no es persona y no se puede «ordenar», por lo que llamarle laico no tiene ningún sentido. La segunda razón parece de escaso peso, más bien está sucediendo lo contrario: el Gobierno es el que la pone de moda. La tercera y cuarta razón son las de más peso. Veamos. El término laicidad fue acuñado en Francia: allí la Constitución de la IV República se autodefinía como laica, definición que fue asumida por la Constitución de la V República, en 1958. En fin, me parece evidente que el término laicismo expresa algún matiz que se quiera resaltar. Volviendo otra vez a Francia, nuestro país vecino del que tanto copiamos, de allí no sólo se ha tomado el término, sino también su contenido.

En una Carta pastoral de 12 de noviembre de 1945, la Conferencia Episcopal francesa distinguía cuatro acepciones de laicidad: laicidad como autonomía del Estado en el orden temporal; laicidad respetuosamente neutral, en cuanto que el Estado permite que cada ciudadano practique libremente su religión; laicismo agnóstico y hostil, que quiere imponer su concepción materialista y atea de la vida, tanto a sus funcionarios, como en las escuelas del Estado y aun a la nación entera; y, finalmente, laicismo indiferente. Según esta última acepción, el Estado no se somete a ninguna ley moral superior, sino que reconoce como norma de acción la que es adecuada a sus intereses. En el citado documento se decía que las dos primeras acepciones estaban en perfecta conformidad con la doctrina de la Iglesia, mientras que las dos últimas eran inadmisibles.

La Constitución española, que se refiere no a la laicidad del país sino a la aconfesionalidad, parece estar en concordancia con las dos primeras acepciones porque dice: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Ahora bien, si se tienen en cuenta las relaciones del actual Gobierno con la Iglesia y las decisiones tomadas y las previstas, parecen estar más en la línea de las dos acepciones que la Conferencia Episcopal francesa consideraba inadmisibles. Como ejemplo voy a citar algunas: ampliación de la ley del aborto; utilización de las células madre embrionarias, con la subsiguiente supresión de vidas humanas; matrimonio entre homosexuales; divorcio exprés; la enseñanza de la religión, además de opcional, no se tendrá en cuenta en la valoración del expediente académico; suprimir las subvenciones a las organizaciones católicas que, por otra parte, están dirigidas al bien común (beneficencia, enseñanza); amenaza con suprimir el dinero que la Iglesia recibe a través de IRPF, etc.

Estas actuaciones del Gobierno han llevado a un hispanista, Stanley Payne, profesor de Historia en Wiconsin (EEUU), a afirmar sin rodeos que Zapatero busca la destrucción de la España católica, para lo cual promueve un laicismo radical, que recuerda la intención del PSOE en la Segunda República.

Estas consideraciones que acabo de exponer me llevan a la conclusión de que, para la concepción del Gobierno socialista sobre las relaciones Iglesia-Estado, la expresión laicismo es mucho más adecuada que la de aconfesionalidad.

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