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Claridades

Si hay una afirmación muy incorrecta políticamente es esta: existe un ser superior, creador y gobernador del universo. Si añadimos que ese ser se ha encarnado para salvar a los hombres de sus pecados, la incorrección sube de tono hasta adquirir caracteres sectarios, intransigentes o fundamentalistas.

Y, sin embargo, cualquier persona se precia de buscar la verdad sin conformismos, sin que basten las respuestas insuficientes o superficiales. Hablo de alguien que piense un poco: busca claridades. Un investigador desea llegar a lo más hondo de su materia. Pero, ¿y el propio investigador? ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde camina? ¿Qué hará con sus descubrimientos más allá de la muerte?

Un sindicato español edita un digital denominado «Claridad». Es un buen fondo para un buen empeño. Buscarla en todos los ámbitos, pero pienso que particularmente en aquellos que nos afectan en lo más medular de nuestra existencia, sea o no vehemente nuestro deseo de nitidez para la vida, porque, con aquella frase que logró la fama, constato que me afecta...

De las diversas acepciones sobre la palabra claridad ofrecidas por el diccionario de la RAE, me quedo con dos: «Efecto que causa la luz iluminando un espacio, de modo que se distinga lo que hay en él». Su referente es más bien material, pero no hay duda de que aporta. Un espacio iluminado permite distinguir con claridad su interior, incluso hace más creíble la capacidad de acceder al conocimiento por los sentidos. ¡Luz y taquígrafos! han gritado los Parlamentos presuntamente buscadores de la verdad. Esa luz se ha referido tanto a tangibles como intangibles. Quizá la sencilla conclusión es que es mejor ver lo que hay.

La otra acepción define así: «Distinción con que por medio de los sentidos, y más especialmente de la vista y del oído, percibimos las sensaciones, y por medio de la inteligencia, las ideas». Todo normal, sencillo, visto en el lenguaje realista del sentido común. Seguro que contra el sencillo diccionario, que recoge esa normalidad, hay quien niega la capacidad de los sentidos para captar la realidad y aún más la de la inteligencia, sobre todo referida a la trascendencia. El relativismo será su peor enemigo. Admitir la posibilidad ofrecida por la RAE conlleva el «peligro» de toparse con la verdad y el compromiso que comporta. ¿Y si hay Dios? ¿Y si el hombre tiene alma? ¿Y si he de ser coherente para salvarme, al menos con la coherencia de acogerme a la misericordia divina? Tal vez estos interrogantes siembran molestas pero saludables inquietudes, son capaces de traer claridades, poner orden a un fin, dar un sentido a la vida. Como escribió Cervantes, «con los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha». Y en otro lugar: «el amor nunca hizo ningún cobarde».

Cervantes toca un gran tema: el amor nunca hizo ningún cobarde. Pues bien, lo políticamente correcto, sin restarle lo que posee de educado, es muy fácil hallarlo vacío de valentía y amor. Si de buenas maneras se tratara, no escucharíamos tantísimo insulto a varias bandas. Lo políticamente correcto es más bien una moda, que impone un pensamiento único con el fin de que sea repetido por todos los que no tienen la gallardía de pasar por menos «modernos». Cuando se refiere a temas banales, pase; pero si nos jugamos la verdad, la belleza, la unidad, la concepción sobre el hombre, tal vez somos cobardes o desamorados.

La palabra es un gran don que ha de servir para entenderse, para expresar la realidad de las cosas, hechos y personas, sin mentir. Otra casa es una triste cabalgata donde cada uno se interpreta como quiere, aunque ninguno lo entienda. Qué distinto el comienzo de Juan Pablo II en Veritatis Splendor : «El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular , en el hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal. 4, 7)».

Joan Maragall, elogiando la palabra, escribió: «¡Con qué santo temor deberíamos hablar, pues! Habiendo en la palabra todo el misterio y toda la luz del mundo, deberíamos hablar como encantados, como deslumbrados. Porque no hay nombre, por ínfima cosa que nos represente, que no haya nacido en un instante de inspiración, reflejando algo de la luz infinita que engendró el mundo».

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