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El código marina

Continúo mi derrota por Educación para la Ciudadanía. Probablemente, el texto que más vaya a usarse en los centros dependientes de la Iglesia sea el de José Antonio Marina, editado por SM. En el reverso aparece una fotografía del autor, sobre un listón rojo. A la izquierda del listón se extiende el mapa de una ciudad ideal: el «Paseo del Diálogo» desemboca en la «Avenida de la Responsabilidad», que empalma con la «Calle de la Felicidad» y hace esquina con la de la «Convivencia». Y así de corrido. El mapa ficticio anticipa los contenidos y el tono de las 175 páginas. Se trata de un libro casi irreprochable... y fabulosamente aburrido.

No ha de entenderse lo último en mala parte. Los catecismos, vengan de donde vengan, sean laicos o de inspiración religiosa, enumeran verdades, no las discuten. Y es entonces imposible que resulten amenos, o incluso instructivos. Así y todo, el de Marina presenta algunas peculiaridades sabrosas. La primera, y quizá sorprendente, es que nuestro hombre ha sido más aventurero que tal cual colega de prosapia progre. La segunda está relacionada con la personalidad de Marina. Éste, a fin de cuentas, es filósofo, y los filósofos son más inquietos, más jaquetones que los pedagogos puros. De vez en cuando, muy de vez en cuando, la voz del profesor de filosofía prevalece sobre la del catequista y percibimos, detrás de las palabras, cierta complejidad, cierto espesor de conceptos.

El resultado no es siempre funcional. En la página 35, por ejemplo, se establece una distinción entre «moral» y «ética». La primera consistiría en «el conjunto de normas que una cultura, una sociedad o una religión considera necesario para comportarse bien, y convivir justamente». De aquí se deduce, de modo necesario, que el sistema esclavista en la Atenas de Platón estuvo animado por una moral. Ese tipo de moral se nos antoja, sí, deplorable. Pero se nos antoja deplorable... a nosotros. En el siglo IV a.c., la posesión de esclavos era perfectamente compatible con la virtud. ¿Cómo evita Marina las consecuencias radicalmente relativistas que parecen desprenderse de su aproximación antropológica?

Acudiendo a una distinción, frecuente en filosofía, entre «moral» y «ética». La ética es... «la reflexión sobre las normas morales. A partir de esta reflexión, podemos llegar a la formulación de una ética universal, válida para todas las culturas». En este plano se sitúa la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la cual encierra un conjunto de principios, es más, de prescripciones, sobre el comportamiento justo. La moral bis e inobjetable de la Declaración de Derechos sería la que extrae la inteligencia filosófica destilando lo que de asumible ofrecen las distintas morales ejecutivas. Todo esto es aparatoso, excesivo para un adolescente poco fogueado aún en el mundo de las ideas. E innecesario. A fin de cuentas, «moral» fue un neologismo inventado por Cicerón para expresar en latín lo que los griegos decían cuando hablaban de «ética». Habría sido más claro recuperar el contraste venerable entre un Derecho positivo, de índole local, y un Derecho universal. Pero se habría suscitado una concomitancia con el Derecho Natural que Marina, quizá, considera enojosa. Extrañan estas reticencias en el autor designado por los marianistas para desarrollar la asignatura. Sea como fuere, hay que reconocer a Marina el mérito de intuir conflictos allí donde otros se limitan a recitar el catón.

Otro ejemplo: contra pronóstico, Marina se mete en el berenjenal de las identidades sexuales (pág. 104). Después de afirmar que somos, sexualmente, «machos y hembras», escribe: «Pero culturalmente, en cada momento histórico, se ha adoptado un modelo de ser hombre y un modelo de ser mujer». Contenemos un instante la respiración y nos preguntamos: «¿Terminará diciendo Marina que la identidad sexual no está dada, sino que es algo que se escoge?» La respuesta es que «una parte de la identidad corresponde a la orientación sexual... Se llama «homosexual» a la persona que se siente atraída por personas del mismo sexo». ¿Se desprende de aquí que podemos alterar nuestra identidad sexual cambiando nuestra orientación? Y si tal fuera el caso. ¿cómo se relaciona lo dicho con la determinación biológica anunciada al principio? Marina se ha arriesgado más de lo imprescindible, pero no es temerario. Deja decorosamente la cuestión en el aire.

Sobre la globalización, Marina patina penosamente, como el resto de los autores que he leído. De ello me ocuparé en el siguiente artículo. En conjunto, el libro, compuesto con prudencia enorme, cumple su cometido. Enumera los lugares comunes contemporáneos, los cuales, a semejanza de los lugares comunes de todas las épocas que en el mundo han sido, son edificantes, a la par que incongruentes. Si yo fuera un padre conservador confiaría el libro a mi hijo sin que se me cortara un pelo. Y si fuera progresista, ídem de ídem. La corrección extrema, quitando unos cuantos pasajes, amortece y como desactiva el texto, del que los estudiantes no recordarán una línea después de los exámenes. El Antiguo Testamento es mucho más subversivo. Por eso no se daba apenas en la escuela, la católica incluida.

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