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La vanidad antropológica de la cultura secular

Otro que se descuelga del entramado anticlerical que deviene parte sustantiva de la sociedad española. Otro que dirige un medio digital, y que pretende extirpar a la Iglesia de la vida pública, en un acto desquiciado de intolerancia que evidencia su limitada visión de nuestra sociedad. Otro que se basa en la presunción de que la mayoría de los hombres deben conformarse con sus propios criterios seculares, justos y democráticos. Otro que insta a la imposición de un Estado laico capaz de vertebrar la sociedad y que excluya la presencia pública de la Iglesia católica.

Muchos enemigos le salen cada día a la Iglesia. Ahora se trata de Pablo Sebastián. En su imagen parece desatarse una furia eternamente latente, apenas sostenida, como si un ángel terrible le hubiese usurpado el alma. Su rostro sólo denota úlceras y noches de insomnio. Pero puestos a denostar a la Iglesia (algo común en nuestros días), podría haberlo hecho con estilo, con solidez argumental y calidad literaria. Adolece, sin embargo, de lo más elemental, de aquello de lo que hace gala el progresista de la modernidad, de un escaso sentido de tolerancia civil y democrática, de buen gusto y educación.

En uno de sus últimos artículos, Pablo Sebastián, en un discurso rancio y extemporáneo, califica de indecente el pasado inquisitorial y el nacional catolicismo de la Iglesia, solicitando con vehemencia y una buena dosis de acritud que se acaben de una vez por todas los privilegios que todavía ostenta y que parecen quedar enmarcados en los acuerdos con la Santa Sede que, en su opinión, deberían ser abolidos. La Iglesia, según el último de los iluminados de la relatividad generalizada y del talante ilustrado, sigue intentando imponer su fe —aunque diga lo contrario—, además de infundir miedo en la sociedad a través de la manipulación y la mentira.

Los estoicos querían enseñar a los hombres a hacerse «apáticos», insensibles ante todo lo que excita el ánimo y provoca fuertes reacciones emotivas. Los maestros del yoga de la India enseñan a seleccionar entre los distintos impulsos, a elegir sólo lo que proporciona tranquilidad. Me niego yo a la quietud que significa reposo paralizante del ánimo. Son muchos los pensamientos y actitudes que amenazan una buena convivencia y hasta mi propia paz. Uno de esos pensamientos es la hostilidad hacia la Iglesia católica, a quien de un modo patente se ha declarado la guerra por parte de ciertos sectores de la sociedad.

El malestar actual de la cultura secular en España consiste en una vanidad antropológica, cuya reflexión próxima podría ser la siguiente: el hombre de la sociedad aconfesional y laica es el auténtico hombre patriota y tolerante que asume en su pensamiento práctico un cierto escepticismo universal y radical como única y verdadera voz en el contexto de la sociedad democrática plural. Sólo en la medida en que se asume este escepticismo universal, es posible alzar un criterio propio de la modernidad y válido para nuestro mundo.

Este carácter dado a la sociedad, encarnado en muchas instancias jerárquicas de la vida pública, manifiesta una absoluta falta de respeto y menosprecia al hombre religioso. El anticlericalismo y la aversión hacia lo religioso, polarizada en la Iglesia católica, toma la forma en algunos, o en muchos, de un fanatismo difícil de explicar desde el punto de vista psicológico. Se hace insoportable para el hombre ilustrado y descreído la presencia de la Iglesia y de lo religioso en la vida pública, la necesidad de la virtud y del bien como origen de cualquier aspiración a la felicidad. De todos modos, no voy a desanimarme, es posible todavía el milagro. Existen las denominadas conversiones repentinas. Un guerrero salvaje de Kiev se convierte en San Vladimiro. Un homicida como San Segismundo se convierte en un penitente ejemplar. Digo yo que puede hacerse vigente en Pablo Sebastián aquello de Antonio Machado, cuando sentenciaba «gran pagano, en la vejez se hizo hermano de una santa cofradía». De momento, y hasta que suceda la conversión, prefiero no entender la vida para que todo sea, en expresión de Rilke, como una fiesta.

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