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La sombra del derecho natural

La historia del derecho natural es el reflejo de la tensión entre la ley y el derecho

Como el Guadiana, el derecho natural aparece y desaparece a lo largo de la historia. Ante él, los juristas, filósofos y políticos toman partido de maneras muy distintas, desde la defensa sin condiciones hasta el ataque frontal, pasando por todos los estadios intermedios. Sólo le rehúye la indiferencia, tan propia de la tiranía posmoderna, pero ni ella ha logrado opacar la impronta del derecho natural.

La idea griega de una naturaleza que trasciende la voluntad humana, limitando sus decisiones, fue la columna sobre la que se erigió la universalidad de ciertas normas aplicables en todos los tiempos, a todos los hombres, por el solo hecho de pertenecer a la especie humana. La famosa tragedia de Sófocles, basada en el mito de Antígona, recrea cómo la protagonista se negó a obedecer al rey de Tebas, Creonte, prefiriendo cumplir con los imperativos de la religión: enterrar a su hermano Polinices, a quien el monarca le había negado las pompas fúnebres. Sin duda, los ejemplos se podrían contar por centenas.

Amparado en la doctrina ciceroniana, y en la identificación del jurista Gayo entre derecho natural y de gentes, el Cristianismo, desde su nacimiento, dio alas al derecho natural: primero, san Pablo y luego los padres de la Iglesia, muy particularmente San Ambrosio y San Agustín. Siglos después, Tomás de Aquino elaboraba una teoría de la ley natural que, hasta nuestros días, ha influido en la doctrina católica. La Escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria a la cabeza, se encargó de sacarle brillo y aplicarla tras el descubrimiento del Nuevo Mundo. Continuando esta tradición, destacados autores contemporáneos del ámbito anglosajón —como Germain Grisez, Joseph M. Boyle, John Finnis o Robert P. George— han defendido una nueva teoría clásica del derecho natural. En España, Federico de Castro, Álvaro d'Ors, Javier Hervada, Juan Vallet de Goytisolo y tantos juristas que sería de justicia mencionar han apostado por él.

Reinterpretado por Hugo Grocio, Thomas Hobbes, Samuel Pufendorf y John Locke, en sus versiones moderna, naturalista, racionalista e ilustrada, respectivamente, el derecho natural ocupó un puesto de honor en la independencia americana. El utilitarismo despiadado de finales del siglo XVIII, el romanticismo nacionalista del siglo XIX, y el positivismo exacerbado de nuestros días han convertido el derecho natural en un amasijo de ideas e intenciones que poco tiene que ver con la ciencia jurídica y sí mucho, en cambio, con la moral.

La historia del derecho natural es el reflejo de esa tensión permanente que existe entre el voluntarismo y el racionalismo, entre el ser y el deber ser, entre el límite jurídico externo y la autolimitación, entre el poder y la autoridad, entre la autonomía del derecho y su posible dependencia de la moral o la ética. En definitiva, entre la ley y el derecho.

Porque la ley, no lo olvidemos, es un concepto más amplio que el de derecho por no ser estrictamente creación jurídica. Tan ley es la ley física de la gravedad, como aquella ley moral de no causar un daño a terceros o la ley jurídica de pagar el precio de lo comprado. La ley no ha de ser patrimonio exclusivo de los juristas. Sí, en cambio, el derecho, que comprende otras fuentes distintas de producción normativa, como la costumbre, los principios, las resoluciones judiciales o los acuerdos. La identificación de ley y derecho se realizó en parte por la tradición anglosajona que emplea, frecuentemente, por razones históricas que surgen en el medievo, la palabra Law para referirse a ambas. Ello ha provocado la patrimonialización de la noción de ley, convirtiendo el ordenamiento jurídico en un conjunto de actos de voluntad humana, como exige Kelsen, y oponiéndose de esta forma a la validez de las normas que trascienden un sentido relativo o subjetivo, como lo hace el derecho natural.

Ocuparse de la ley natural es competencia de filósofos, moralistas, y no sólo de juristas. Pensar el derecho natural es, en cambio, tarea de jurisprudentes. Se trata, en suma, de dar relevancia jurídica a una ley moral que, en la medida en que afecta a las relaciones de justicia, ha de estar amparada por el derecho. Estamos, pues, ante algo semejante a lo que sucede con las obligaciones naturales, reconocidas por tantos ordenamientos. No gozan de protección jurídica inmediata ni ejercen una acción procesal concreta; sin embargo, el derecho reconoce su existencia. Por ello, se pueden novar, afianzar, y si libremente se cumplen, bien cumplidas están. Reconocer la existencia de un derecho natural facilita la labor del jurista, ya que aquél actúa a modo de salida de emergencia, de puente de plata del ordenamiento jurídico.

Basta con analizar la aceptación que ha tenido esta idea en el mundo islámico, como ha puesto de manifiesto Abul-Fazl Ezzati en su libro Islam and Natural Law, en el que apunta una gran semejanza entre el concepto de Fithrah y el de derecho natural. O recordar el rebrote europeo del Derecho natural, liderado por Gustav Radbruch, tras la caída del nazismo, paradigma de régimen político contrario a la naturaleza. Pretender suprimir de cuajo ciertas ideas madre, como ésta del derecho natural, creada por la ciencia durante largas centurias, es tanto como renunciar a la esencia misma de la europeidad en esta nueva era de la globalización. Cuestión distinta es que las nociones de ley natural y derecho natural hayan de ser revisadas a la luz de una crítica constructiva y de las necesidades de los tiempos en que vivimos. He aquí el reto. Y, también, cómo no, la sombra.

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