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Los mártires de la guerra y su memoria histórica

Tengo sobre mi mesa, recién salidos de la imprenta y muy manejables por su tamaño, grosor y tipografía, los tres volúmenes de EDICE, la editora de la Conferencia Episcopal, publicados con ocasión y como preludio de la magna Beatificación de 498 mártires de la Guerra C ivil española, que tendrá lugar en Roma el 28 de octubre en la Basílica de San Pablo Extramuros y con la presencia del Papa.

El primero de estos libros, «El martirio cristiano, testimonio y profecía», aborda en el plano doctrinal sus pilares teológicos, su radicalidad evangélica y su fuerza misionera; el segundo, «Hablar hoy de martirio y santidad», recoge las lecciones magistrales, el repertorio de experiencias y los debates en mesas redondas, de sendos cursos monográficos, en los años 2005 y 2006, promovidos por la Oficina de la Conferencia Episcopal para las Causas de los Santos, con destino a 90 responsables de las mismas en las diócesis y congregaciones religiosas.

Al frente de esa Oficina labora con acierto y tesón la doctora Encarnación González, a cuya iniciativa se debe el ordenamiento argumental de estos dos libros, como labor de equipo, en los que se vertebran las aportaciones de una treintena de expertos, ocho de los cuales son obispos. En cuanto al tercer título del lote, «¿Quiénes son y de donde vienen los 498 Mártires del siglo XX en España?», cabe decir que constituye un completo y riguroso fichero de los nuevos beatos, cada cual con su nombre, reseña biográfica, fotografía personal y pertenencia eclesiástica. Su elaboración es obra del acreditado carmelita, investigador y postulador en Roma, Padre Ildefonso Moriones.

La relevancia del acontecimiento viene avalada por los obispos españoles en su vibrante mensaje a los fieles católicos del país sobre «Los mártires españoles del siglo XX», donde ponderan la grandeza y belleza del martirio cristiano y convocan para el evento de octubre una magna peregrinación de todas las diócesis españolas.

Es de notar, sin embargo, que el tema de esas beatificaciones, en el marco sangriento de nuestra Guerra Civil, no ha sido, ni sigue siendo, un asunto tan beatífico y conciliador como sería de desear. Fuerza es reconocer las discrepancias y darles con honradez una respuesta convincente.

No es una respuesta

Empiezo aclarando una obviedad de Perogrullo: las beatificaciones no pueden ser respuesta a la Memoria Histórica establecida por el Gobierno para el LXX aniversario de la contienda, siendo así que las primeras celebraciones de esta índole se han efectuado desde 1982, y que sus expedientes se desarrollan por decenios.

Pero, más allá de la anécdota, estamos ante dos reacciones radicalmente diferentes. En el Jubileo universal del año 2000, Juan Pablo II pidió, en nombre de la Iglesia, perdón a la Humanidad por los pecados y ofensas de los católicos en guerras religiosas, cruzadas e inquisiciones durante el último milenio; en suma, por haber impuesto en ocasiones la fe cristiana por la fuerza o impedido la libertad religiosa a creyentes de otros credos. A esta humilde y pública confesión general la llamó Juan Pablo II «Purificación de la memoria», para entrar con transparencia en un nuevo milenio de libertad, tolerancia, perdón y paz.

Salta a la vista que, en sus respectivos planteamientos, la purificación de la memoria se dirige a los culpables del propio campo y pide perdón a sus victimas; en tanto que la recuperación de la memoria histórica puede degenerar unilateralmente en un recurso de agravios contra los agresores del bando contrario, reavivando heridas y rencores. La memoria histórica no es mala por sí misma y nos conviene razonablemente a todos, si bien teniendo en cuenta la advertencia evangélica de Jesús: «Por sus frutos la conoceréis».

Hablemos de las víctimas. Según una comprobada experiencia universal, en las guerras suelen morir los mejores, ya sea en los frentes de combate, ya en infames paredones de retaguardia. La muerte hermana a los caídos de los dos bandos, y más cuando murieron perdonando a sus verdugos. Me agrada, por eso, comprobar que en los últimos años nuestra sociedad ha ido adquiriendo una conciencia creciente sobre la inocencia, la dignidad y la tragedia de las víctimas del terrorismo; que lo son, tanto o más que los muertos, sus seres queridos, y ya desprotegidos, a los que sería tan cruel como indecente abandonar a su suerte.

Esas víctimas constituyen el patrimonio moral de un régimen democrático y una cultura cristiana, que guardan en su memoria estremecida el holocausto nazi y el Gulag soviético, los bombardeos de Dresde o de Guernica, las Torres gemelas y, retornando a nuestro asunto, la guerra incivil de los años treinta. Se entiende así que la Iglesia haya honrado y venerado al máximo a los mártires de la fe, desde el amanecer del cristianismo, empezando, cómo no, por su divino Fundador, muerto en el Gólgota por todos los hombres. Pisando sus huellas abrieron brecha en el martirologio cristiano el joven diácono Esteban, y el apóstol Santiago el Mayor, decapitado por Herodes Agripa.

Mártires de ayer y de hoy

Dejamos atrás veinte siglos del Martirologio cristiano, que llenan bastantes bibliotecas, y fijamos los ojos con Juan Pablo II en el atormentado siglo XX, como un auténtico siglo de mártires. Él constituyó, durante el Jubileo, una Comisión para los nuevos mártires, que ha localizado un fichero de más de 5.000 seguidores de Cristo que murieron por serlo en toda la redondez del planeta, y abren las puertas a un nuevo e impresionante Santoral.

Así lo justifican la persecución religiosa de Méjico, el aplastamiento de la Iglesia en los imperios soviético y chino, las dictaduras de Centro y Sudamérica y las del mundo afroasiático, junto a los fundamentalismos islámicos. Y, en suma, los 30 países reseñados por Encarna González en el libro de referencia, donde prolifera una hostilidad solapada o abierta hacia el mundo cristiano.

El martirio es la prueba suprema de la identificación del discípulo con su Maestro. Cristo está en los mártires, dijo Tertuliano. Desear y acoger el martirio es un extraordinario don de Dios a los más suyos. Estar dispuesto a padecerlo con su gracia es un signo fehaciente del firme compromiso con Cristo y la Iglesia. Ésta, al declararlos bienaventurados, los propone como modelos a imitar, como patronos a celebrar y como intercesores para orar.

La utopía martirial y su idealismo sostenido es el mejor antídoto contra la mediocridad, el sinsentido, el pensamiento débil y el hastío consumista, que contaminan hoy las fuentes de la alegría y minan en sus raíces la sociedad del bienestar.

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