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Probando la verdad

El problema de ciertas teologías de la liberación no es su compromiso con los pobres, sino que ese compromiso surge más de un Cristo entendido como liberador político que como Hijo de Dios, redentor y liberador de todos los hombres. Afirmada la naturaleza divina de Cristo y su misión, hay que proclamar muy alto que Él es el redentor, y por tanto el liberador, sobre todo de los más pobres y necesitados: es decir, de los que viven en la miseria material o en la miseria espiritual (en una y en otra, en una o en otra), pero están dispuestos a acoger el don de la vida divina, con Su riqueza y Su libertad. Ese don lleva a vivir desprendido de uno mismo, de la propia imagen, de la propia comodidad, para servir a los demás.

Es posible que muchos tengamos que hacer más esfuerzo para participar en la misión, que la Iglesia tiene, de llevar el Evangelio a todos los hombres, «preferencialmente» a los más necesitados: interesarnos más por los pobres, sintonizar con su lenguaje y sus problemas reales. Que debamos caminar hacia una participación mayor en la edificación de la Iglesia, a todos los niveles, según la condición de cada uno en la Iglesia y en el mundo. Que tengamos que aprender a estar «más sencillamente entre la gente sencilla», apreciar mejor la cultura popular, poner más corazón en el trato con los más débiles, tener más compasión, más misericordia. Que, por usar palabras de san Pablo, tengamos que hacernos más «todo para todos». Jesús no separaba el hambre de pan y el hambre espiritual. Las «obras de misericordia» son corporales y espirituales, y deben ir unidas a un esfuerzo por contribuir a superar realmente, no sólo criticar, las estructuras injustas. La cadena de la injusticia se acaba rompiendo cuando se vive el mandamiento más «escandaloso» de Jesús: «Amad a vuestros enemigos». Es lo que constituye, en palabras de Benedicto XVI, el núcleo de la «revolución cristiana».

Pero todo eso es un don de Dios. Por tanto no es posible sin una vida de relación con Dios, sin un radical rechazo del mal (comenzando por el más radical de los males: el pecado), dentro y fuera de uno mismo; con el respeto por la libertad de los demás, pero sabiendo decir que no a lo que es incompatible con el amor y la justicia.

No es el compromiso con los pobres lo que caracteriza sin más a los cristianos, puesto que ese compromiso debería brillar en toda persona. Es el compromiso cristiano con los pobres. El cristiano comprometido con los pobres es el que se empeña por mejorar la lacra de la pobreza material y por anunciar la Vida que procede de Cristo. El amor del cristiano por el hombre y por el Hombre descubre que eso sólo puede realizarse coronando la entrega del pan con la donación del Pan vivo, la Eucaristía. Pues el acontecimiento de Cristo es el único e insospechado acontecimiento que da pleno sentido a la vida humana. Este compromiso con los pobres y necesitados debería caracterizar a un país o una ciudad, una empresa, familia o grupo donde haya una mayoría de cristianos.

Este ideal cristiano es incompatible con el aburguesamiento material o espiritual. Dicho positivamente: exige el sacrificio, palabra que significa «hacer sagrado»; no principalmente a base de dolor, sino de amor. Sólo el amor, que supone el «olvido» de uno mismo, nos hace parecidos a Dios, seguidores de Cristo.

Ahora bien, como observaba Dorothy Day parafraseando a Dostoievski, el amor aparece con frecuencia en los sueños de un modo ideal y romántico; pero en la realidad puede llegar a ser tremendo. Puede llegar a costarte la vida. Está escrito: «No es el discípulo mayor que su maestro».

El amor es la prueba de la verdad, ha dicho el Papa en Brasil. Precisamente por ser esencial y por ser signo de la verdad, el amor cristiano ha de manifestarse según la «lógica cristiana»: desde un hondo compromiso en la oración y en los sacramentos, desde una vida gastada como ofrenda a Dios y servicio a todas las personas. Y eso implica el compromiso en la promoción humana. Sin este amor, claramente mostrado hacia los más pobres y abandonados, sería lógico que nadie nos creyera o nos siguiera. Si se apagara este amor..., como decía la pequeña Teresa, los cristianos dejarían de ser apóstoles y testigos. Dejarían de ser cristianos.

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