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Vísperas de Ucrania

Mientras se preparan las maletas en los palacios apostólicos, cunde la perplejidad entre no pocos vaticanólogos. Las dificultades de la visita a Ucrania estaban a la vista desde un principio, pero se esperaba, con el paso de los meses, un ablandamiento de la oposición del Patriarcado de Moscú. A este fin debiera haber contribuido el éxito de la reciente visita del Papa a Grecia, tras la cual el Arzobispo Cristódulos reconoció que se abría una nueva era para las relaciones entre la Ortodoxia y Roma. Por cierto, que el Arzobispo de Atenas viajó inmediatamente a Moscú para informar personalmente al Patriarca Alexis sobre el resultado de la visita.

Semanas atrás, el jefe de la Iglesia Ortodoxa Rusa había recibido también a un viejo amigo de sus años de estudio, el Cardenal Roger Etchegaray, que portaba una misiva personal de Juan Pablo II. Aunque el contenido de esta carta no ha sido desvelado, es seguro que incluía una detallada explicación de los motivos que han movido al Obispo de Roma a realizar este viaje, junto con la garantía de que tras esta iniciativa no se esconde ningún ánimo de reconquista católica en los territorios de la Rus de Kiev, origen y corazón de la ortodoxia rusa, ni tampoco interferencia alguna en la delicada situación de cisma que viven los ortodoxos en Ucrania. Pero ni los gestos de buena voluntad prodigados en Grecia, ni las amistosas gestiones de Etchegaray, ni las explicaciones personales del Pontífice, han servido para suavizar la férrea oposición ortodoxa. De hecho, ningún representante del Patriarcado de Moscú cruzará siquiera un saludo con el Papa durante la visita.

A pesar de todo, el Papa ha ratificado su decisión de viajar a Ucrania, y no faltan quienes se interrogan por los motivos que le han llevado a dar tan arriesgado paso, que podría comprometer seriamente el ya de por sí difícil y áspero diálogo con la Ortodoxia. Creo que, para Juan Pablo II, se trata en primer lugar de una cuestión de paternidad y de justicia hacia los católicos de rito bizantino, que por mantener la unidad con la Sede de Pedro (restaurada mediante la Unión de Brest en 1596) han padecido incontables vejaciones y desprecios a lo largo de los siglos. Durante el régimen comunista, se produjo una durísima represión, que incluyó el desmantelamiento de las instituciones de la Iglesia greco-católica ucraniana, el envío de sus obispos al gulag, y el traspaso forzoso de sus fieles a la Iglesia Ortodoxa. Tras recobrar la libertad, esta Iglesia ha experimentado un auténtico florecimiento, acompañado de la recuperación de los templos y otras propiedades que habían sido confiscadas por el régimen soviético. Desde luego, no todo ha sido pacífico y fraternal a la hora de esta recuperación, por lo que a la secular antipatía hacia estos hermanos unidos a Roma, los ortodoxos añaden ahora la acusación de prepotencia. Los propios obispos greco-católicos han reconocido la necesidad de corregir posibles abusos, y superar incluso la estricta justicia, para compartir los templos allí donde sea necesario. Y en una memorable carta, el fallecido cardenal Lubachivsky señalaba todo un programa para el futuro: ?ofrecemos perdón y pedimos perdón?.

Es natural que el Papa quiera mostrar su especial solicitud y amparo a los hijos que más han sufrido, más aún cuando la única razón de esos sufrimientos ha sido precisamente su indomable voluntad de permanecer unidos a Pedro, conservando íntegro el patrimonio de su tradición oriental. Por otra parte, a estas alturas nadie puede dudar que la unidad entre Oriente y Occidente es uno de los anhelos más profundos del primer Papa eslavo de la historia, y que desea ardientemente intercambiar el abrazo de la paz con el Patriarca Alexis. Ambas cosas parecen hoy por hoy difícilmente compatibles, y Juan Pablo II no ha querido quedar prisionero de una ecuación envenenada: renunciar a su responsabilidad de padre con los greco-católicos, para no enfadar a los hermanos ortodoxos.

Desconocemos el contenido de los discursos que pronunciará el Papa así como los gestos que pueda realizar, pero sí sabemos que desde su llegada a Kiev, se moverá en un campo minado. Una vez más, sus únicas armas serán su libertad y autenticidad cristianas: quizás ellas sean más poderosas de cuanto a los analistas pueden a priori calcular.

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