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La vida interior

El clima de la sociedad actual hace cada vez más difícil la vida interior, es decir, la capacidad de recogimiento, de silencio, y para el creyente, la capacidad de oración. Lo que distingue al hombre de la máquina es que las expresiones de su existencia se manifiestan de dos formas distintas: las expresiones externas, que son los gestos, las palabras, etc. y las expresiones internas, que son las emociones, las sensaciones, las pasiones. Las internas son subjetivas y no verificables. Baste un ejemplo para demostrarlo: cuando una persona siente un dolor, se llama al médico que constata todas las expresiones externas, como la inflamación, el funcionamiento de los órganos, etc., pero la expresión interna del dolor es sólo de uno, sin que nadie lo pueda experimentar en lugar nuestro. La máquina funciona con pleno rendimiento o se descompone sin sentir nada. El activista hace todo exteriormente, sin que sus facultades creadoras acompañen a su dinamismo interno.

Otro ejemplo: ¿qué es lo que da valor a un viaje? ¿el paso de un lugar a otro? No; eso lo hace el tren o el avión; lo que da valor a un viaje es el descubrimiento, la admiración, y esto es un acontecimiento interior. La reflexión o la meditación de los hechos, de las cosas, es lo que nos llama y nos da la felicidad.

La vida interior tiene sus peligros en la pereza, en el enfermizo replegarse sobre uno mismo, en el intelectualismo descarnado. Esto es tan cierto, que en los monasterios contemplativos, la oración y la meditación van acompañadas de actividades exteriores, como la agricultura, la artesanía y la enseñanza. Quien tiene todas sus razones de vivir sólo en la actividad profesional, o en las distracciones, corre el riesgo de caer por los reveses de la vida, en un estado de inanición espiritual que hace intolerable su existencia. También es un hecho que el hombre devorado por la acción no tiene reservas para gozar del resultado de sus esfuerzos. El exceso del «tener» lleva a la anemia de ser. Los campeones del dinamismo y de la eficacia tienen una ineptitud para la felicidad.

He escuchado a muchos familiares decir de sus seres queridos: «¡Está colmado, nada le falta, todo lo ha alcanzado, pero no es feliz!». Nunca hay que llegar a este agotamiento interior en el que, desposeídos de lo que somos, nos convertimos en esclavos de lo que hacemos.

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