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La roca

El papado, la Cátedra de Pedro en su larga historia de más de dos milenios, es una de las instituciones más antiguas del mundo. El solo hecho de su larga pervivencia debiera hacernos reflexionar sobre su singularidad. Hay otras instituciones que perduran en la historia, pero que van haciendo un esfuerzo de cambio y adaptación. Un ejemplo claro es la Monarquía en los países occidentales, que desde un sistema de absolutismo evoluciona a un modelo de Monarquía constitucional (o parlamentaria, como se le llama a la nuestra en la Constitución), en un intento de adaptar una antigua institución (la Corona) a una nueva situación (la Democracia). El caso del papado es más asombroso y yo diría que único en la historia humana: hay una pervivencia dos veces secular sin que haya ningún cambio esencial en su estructura. Han cambiado evidentemente las formas, los usos, las fórmulas, pero en lo fundamental hay identidad entre la estructura jerárquica que establece Cristo y la actual: el colegio de los apóstoles —los obispos— es el encargado de la integridad doctrinal y a su cabeza está Pedro, como primus inter pares, pero al mismo tiempo con una autoridad infalible que está por encima de los demás.

Por otro lado, estos veinte siglos de continuidad no han sido de tranquilidad, sino que ha habido inquietudes, crisis, interrupciones, inestabilidades. Si tantas veces se ha comparado a la Iglesia como una barca (la imagen repetida de la barca de Pedro), su travesía a lo largo de la historia ha conocido pocos momentos de bonanza, y sí muchas tempestades y casi naufragios. La historia del papado es una historia a veces dramática, en la que no faltan las simas y las sombras. Se han conocido distintas vicisitudes históricas. La forma de elección actual —el cónclave de cardenales— no quedó configurada hasta Nicolás II (1059-1061), que decide que al Papa lo nombren los cardenales y no, como hasta ahora, el clero y el pueblo de Roma. Es Gregorio XV (1622) quien establece por escrito las normas que han llegado prácticamente hasta hoy. El derecho de exclusividad, que permitía a los monarcas vetar la elección de un papa que no fuese de su gusto, funcionó hasta el siglo XIX. La piedra angular de la institución, la idea de infalibilidad, no queda doctrinalmente expuesta hasta el Concilio Vaticano I en fecha relativamente reciente (1869-70). Ha habido momentos de profunda crisis, donde parecía que, de verdad, la barca zozobraba. El cisma de Avignon, durante el que hubo «dos» papados en un momento de grave confusión; la ruptura protestante, con las consiguientes guerras de religión que ensangrentaron Europa durante casi un siglo; el conflicto de Pío IX con Italia por la «cuestión romana»; el dramático final del Concilio Vaticano I, con los cañones franceses a las puertas de Roma. En todo este tiempo, un solo caso de dimisión: la de Celestino V, modesto ermitaño, que no pudo soportar las complicaciones palaciegas de Roma y cedió la tiara a los cinco meses de su elección (1294).

Hay, sin embargo una especie de paradoja. Puede decirse, en términos puramente terrenos, que el poder del papado es absoluto, en la medida en que no está controlado o limitado por otros poderes (como el legislativo controla a ejecutivo, por ejemplo); no obstante, es un poder muy limitado, ya que su principal función es defender una doctrina que está ya dada en la Revelación, que está ahí y no puede cambiar: el catolicismo es una religión «dogmática»; los dogmas no son cambiables, ni siquiera adaptables a las distintas coyunturas históricas; esto es algo que exaspera a muchos contemporáneos nuestros y que es motivo de inquietud para más de un creyente. Ni siquiera la infalibilidad papal puede cambiar esto, por lo que se trata de un poder absoluto, pero al mismo tiempo limitado y —esto es un matiz importante— nunca arbitrario. Por otro lado, este poder tiene una impronta nueva, más que como capacidad ilimitada de actuar sobre los demás, se concibe como servicio: «Entre vosotros no ha de ser así, sino que el mayor entre vosotros será como el mas joven, y el que mande como el que sirve» (Lc. 22, 26). Además, es un poder que, por primera vez en la historia, hace distinción entre lo temporal y lo espiritual.

El primer Papa fue un mártir (el quiso que lo crucificaran cabeza abajo, para ser menos que el Maestro) y el penúltimo ha estado a punto de morir en un atentado. Estos dos hechos son representativos de lo que ha sido el papado: una cuerda muchas veces tensada pero nunca rota; una larga corriente que recorre interrumpida toda la Era Cristiana; una roca. La tradición evangélica pone en boca del mismo Cristo el nombre arameo de «Kefas» (roca) que con el tiempo eclipsará al de Simón (o Simeón), el hijo de Zebedeo. Esto ha sido el papado: una roca resistente a todos los vaivenes. Una roca inamovible en una historia de terremotos y arenas movedizas. «Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt., 16 18).

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