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Los paradigmas de Alianza de Civilizaciones y Educación para la Ciudadanía

Se ha celebrado recientemente en Córdoba un Congreso por parte de una influyente organización islámica denominada Liderazgo Popular Islámico Mundial (WIPL). Esta organización se autoproclama moderada, pacifista, capaz de diálogo y de adaptar el Corán a la cultura dominante, así como de incorporar a mujeres a cargos de responsabilidad dentro del Islam. Algo así como el Estado del talante, vamos. Reclaman, fundamentalmente, la recuperación de la memoria histórica andalusí (Al Andalus); el reconocimiento de la nacionalidad española a los supuestos descendientes de mahometanos expulsados en 1492; el rezo compartido en la Mezquita de Córdoba; la regulación de la poligamia y el apoyo a la homosexualidad. Asimismo, reivindican una «concepción integrada del hombre en la naturaleza, una noción del equilibrio social y la búsqueda de la justicia» como valores esenciales del Islam que debe asimilar el Estado español. Este Congreso, apoyado por las fuerzas políticas de izquierda, ha contado con la participación del teólogo Juan José Tamayo, que reclamó una «Teología de la liberación islamocristiana»; del presidente de la Junta Islámica, Mansur Escudero, que abogó por el «euroislam», así como la activa participación de miembros de la famosa parroquia, cerrada al culto, de Entrevías.

Una primera mirada nos acercaría a no ver con buenos ojos la citada organización por sus orígenes violentos. ¿Quién puede acoger con bondad una organización que preside Gadafi, el dictador que admitió haber cometido actos terroristas y matado a docenas de Occidentales? Pero el trasfondo es bien distinto. La intención fundamental es propagar el Islam hasta encontrar un enclave perfecto en una determinada zona geográfica de la sociedad española.

Podríamos afirmar que ya está en marcha todo el entramado de la Alianza de Civilizaciones, y que comienza a plasmarse, pujante, en el ámbito de la Educación. El Consejo Escolar de España ha suprimido la Reforma de Humanidades aprobada en el año 2000. El resultado es bastante delicado: España no es una nación, sino un Estado plurinacional donde asume una entidad sustantiva entre los contenidos comunes el estudio del Islam y se proscribe de las enseñanzas mínimas de Humanidades en los colegios el estudio de Unamuno y Cervantes, el helenismo griego y la generación del 27, la Reconquista y el mapa de España.

La escalada del Ejecutivo hacia una España desmembrada resulta fulgurante. El Gobierno rechaza sin ningún pudor la herencia cristiana de España, trabaja infatigable por eliminar la Religión de la Enseñanza, por exiliar al hombre de lo mejor de sí mismo, de sus raíces cristianas, con el fin de que se extinga de una vez por todas el supuesto imperialismo moral ejercido por la Iglesia y la Religión Católica que, en opinión de muchos, todavía está vigente de un modo alarmante y dañino. Piensa la izquierda de nuestra Nación que, a pesar del artículo 16 de la Constitución, todavía no se ha realizado en la praxis la necesaria separación entre la religión y la política, perviviendo en muchos sectores el nacional-catolicismo, el código moral que hay que suprimir antes de que vuelva a renacer de sus celebradas y extintas cenizas.

El Ejecutivo ha emprendido lo que a su juicio sería la necesidad de un relevo de modelo en la construcción del hombre. Dicho relevo consistiría en la formulación, frente al paradigma de raíces cristianas, de un proyecto educativo ofensivamente laicista, sin precedentes en la historia de España, exigido por la sociedad democrática, pluralista y constitucional. Se trataría de una moral de Estado, enseñada de un modo totalitario en los colegios, un paradigma de educación pretenciosamente universal que, sin embargo, rechaza explícitamente cualquier fundamento religioso, y que no tiene otro principio que la «identidad personal», la autonomía radical del hombre, cerrado a la Trascendencia.

Con el diseño educativo del Gobierno sólo puede aspirarse a la incorporación del hombre a la cultura; pero la obediencia a su educación partidista no garantiza el mejoramiento de la persona, sino su fracaso, malograr su propio destino, al condenar a la misma persona a sucumbir a la vida pública. La tarea del hombre no consiste en quedar emplazado para una meta mundana, sino en responder a su más alto y auténtico destino. La Alianza de Civilizaciones y la Educación para la Ciudadanía se han convertido en los paradigmas de la deconstrucción moral de la persona.

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