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En el mundo

El cristiano no rechaza las llamadas realidades temporales. Está inmerso en el mundo, con las cosas; por supuesto, con los hombres. Nunca aislado ni metido en una probeta aséptica. Incluso cuando se aleja buscando el recogimiento, el silencio, lo hace para profundizar más adecuadamente en la realidad, para penetrar en su misterio inagotable, para entrar en entrañable comunicación con ella. Ninguna realidad le es ajena, ni siquiera indiferente. Poner cara de asco a algunas cosas es una actitud puritana, y ninguna religión menos puritana que la católica. Incluso santos de ascetismo tan radical como San Francisco de Asís, cantan la gloria de las cosas del mundo y las aceptan en toda su plenitud.

En el fondo de este rasgo de identidad hay un hecho que conviene recordar: el optimismo cristiano. Etienne Gilson dedica un capítulo de su libro «El espíritu de la filosofía medieval» a este tema apasionante. Ante el hecho evidente del mal, de la imperfección, del dolor presentes en el mundo, los primeros Padres, en especial San Agustín, elaboran una teoría que, aceptando el mal como realidad incuestionable, deja a salvo la bondad de todo lo creado, incluyendo las realidades morales. En síntesis (aquí, necesariamente simplificadora) viene a decir San Agustín, que todo lo creado es contingente y, como tal, cambiante. La bondad radical de lo creado puede cambiar de grado y, por tanto, convertirse en mal. Sólo Dios, ser necesario y trascendente, está libre de esta limitación. El mundo, a pesar de los males existentes y del más grave de todos, el mal moral que realiza la libre voluntad del hombre, contiene la belleza y el bien que reflejan la Belleza y el Bien supremos y que son una constatación del versículo del Éxodo: «Vio que todo era bueno».

Esto tiene como consecuencia que el cristiano es un hombre mundano en el recto sentido de la palabra. Está en el mundo, con las cosas. Se aprovecha de ellas y las sirve. Son la masa donde aplicar la levadura. No hay ninguna realidad impura donde no pueda meter sus manos y trabajar. El mundo es algo que vale la pena, sin perder nunca de vista su intrínseca limitación, su carácter pasajero, sin hacer de él un valor absoluto.

De este carácter se derivan algunas consecuencias. Una es el continuo inconformismo: nada está bien del todo, no hay cosa que no sea perfectible. Otro es la índole universal y abarcadora del Cristianismo. Puede hacer suya aquella máxima de Terencio: humano soy y nada de lo humano me es ajeno. Y una tercera consecuencia es la dimensión pública y social de la fe. No puede trazarse, como quiere el laicismo radical, una línea que divida lo público y lo privado y reduzca el fenómeno religioso a este segundo ámbito. La fe incardinada en el mundo, volcada a los demás se sitúa en su elemento natural. Cuanto más ahonda en sí misma (introspección) más se expande fuera (extraversión). Son dos movimientos inseparables. Como la sístole y la diástole de un corazón.

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