conoZe.com » Baúl de autor » Eleuterio Fernández Guzmán » Eleuterio - 2007

Una luz que se pretende ocultar

Estamos a punto, faltan ya pocas semanas, para que, un año más, finalice lo que se da en llamar el año lectivo. Desde septiembre (más o menos) hasta junio, millones de seres humanos dejan gran parte de sus vidas entre las cuatro paredes de un aula; millones de seres humanos están, como se dice, amueblando su cerebro con conocimientos dados que, en la mayoría de los casos, serán los que constituyan su forma de ser y hacer en el resto de sus vidas.

La Constitución Española de 1978 dice (art. 278.) que «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».

La Disposición Adicional 2ª de la Ley Orgánica de Educación (LOE) dice que «la enseñanza de la religión católica se ajustará a lo establecido en el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales entre la Santa Sede y el Estado Español...»

El Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede dice (Artículo 2º) que «los planes educativos...incluirán la enseñanza de la religión católica en todos los centros de educación, en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales»

Por otra parte,

la Declaración Conciliar Gravisimus Educationis dice que «la Iglesia aplaude cordialmente a las autoridades y sociedades civiles que, teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad moderna y favoreciendo la debida libertad religiosa, ayudan a las familias para que pueda darse a sus hijos en todas las escuelas una educación conforme a los principios morales y religiosos de las familias»

La Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (Juan Pablo II Magno) dice que «se hace pues necesario recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, que son los valores de la persona humana en cuanto tal»

Por otra parte, para acabar, en la Carta a las Familias (1994) el anterior Pontífice polaco, dice que «a la luz de la tradición y del magisterio conciliar, se puede afirmar que no se trata sólo de confiar a la Iglesia la educación religioso-moral de la persona, sino de promover todo el proceso educativo de la persona «junto con» la Iglesia». Por lo tanto, no es posible entender que una cosa, la educación religiosa y la otra, la Iglesia, puedan ir, en este caso, separadas, divergentes sus caminos.

Vemos, por lo tanto, que no se trata de un tema que haya sido, o sea, tratado de forma parca sino, al contrario, de forma profusa, extensa, dilatada en el tiempo.

Es por eso que habrá que prestar atención a las verdaderas razones, al fondo, que hace posible que el empecinamiento en conseguir que desaparezca la asignatura de religión católica, siga su curso, que todo sean dificultades, obstáculos, palos en las ruedas, como suele decirse, en ese vehículo moral y ético que lleva a nuestros hijos por los caminos de la vida; que, al fin y al cabo, la pretensión inadmisible de que aquella materia escolar pase a ser una especie en vías de extinción, como los principios y valores que representa.

Y entonces ¿qué es lo que se transmite de bueno en esa clase de religión católica? y, por tanto, ¿qué es lo que se intenta acallar bajo la presión indocta de otra materia de cuyo nombre no quiero acordarme? pues esto es, al fin y al cabo, el quid de la cuestión, el meollo a desentrañar, la madre del cordero (y en este caso, nunca mejor dicho)

Resulta de todo punto necesario hacer referencia, insoslayable, a todo aquello que, desde la asignatura de religión católica, se trata de imbuir en los corazones de esas jóvenes personas ya que, de otra forma, no se entendería las verdaderas razones de la animadversión que se le tiene desde sectores gubernamentales o desde sectores muy cercanos, iguales, a tal ejecutivo español.

Por ejemplo podríamos decir que el profesor de religión promueve, con su actuación en el aula, un desarrollo de la personalidad del alumno tendente a contemplar la vida como camino por el cual conducirse con una conciencia crítica, descubriendo la dignidad que lo conforma por el hecho mismo de ser persona así como lo que el serlo tiene para la sociedad. Además, le hace descubrir, o afianza a quien ya lo supiera, que la Verdad le hace libre, que es alegre vivir, que, incluso, con los sinsabores de la existencia (por los que todos pasamos) le debemos aquella a Dios, que nos creó y espera, de nosotros, con nuestra colaboración activa, la salvación (como ya dijo san Agustín)

Pero, claro, como esto pudiera parecer poco quizá mencionar algunos valores cristianos que se transmiten en esas cuatro paredes a las que hemos hecho referencia antes, debería ser suficiente como para tener claro la causa, primera y esencial, de la oposición a su difusión. Así, y sin ánimo de ser exhaustivo, diríamos que tener un sentido exacto de la justicia, de la responsabilidad, de la paciencia, de la convivencia, del agradecimiento, de la confianza, del desprendimiento, del servicio a los demás por encima de nuestros egoístas intereses, de la fortaleza ante los reveses de la vida, del valor del trabajo, del valor de la generosidad, del valor de la humildad, del valor de la amistad, de la alegría puramente cristiana frente a todo y a todos (El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?, como muy bien dice el Salmo 26), el valor del perdón (tan necesario hoy día ante las afrentas que se sufren por el hecho mismo de considerarse católico), del valor de la fidelidad, debería ser suficiente como para justificar la amplia difusión de estos valores en el ámbito educativo.

Cada uno de estos valores podría ser desarrollado casi ad infinítum. Sin embargo, sólo situarlos uno detrás del otro da una idea de lo que supone el contenido, general, de lo que nuestros hijos pueden depositar, al menos como semilla, dentro de su corazón y si es posible, hacer efectiva, ¡ya!, desde el momento mismo de recibirla. De todas formas germinará cuando llegue el momento. Por otra parte, si esta semilla no se siembra, nada crecerá dentro de sus vidas que serán dominadas por todos los contravalores existentes en la actualidad y que se difunden por todos los medios posibles (ya sabemos que el maligno es hábil como bien recogen las Cartas del Diablo a su Sobrino, obra ésta de C.S. Lewis)

Todo esto, que no es sino una mera fijación por escrito de un nexo de unión entre las personas de todos los continentes conocidos que se sienten parte de un mismo Cuerpo (el de Cristo) y que, por eso, no pueden, sino, manifestar esa creencia asistiendo, por ejemplo, a esa clase de religión católica, esa luz que se pretende ocultar; todo esto, decimos, no es sino la cara de una moneda cuyo envés supone un ataque, sin esconderlo, a todo lo que supone de perfecto y humano para el comportamiento, de todo aquello que, sucintamente, se ha nombrado antes, de todo aquello que, en puridad, nos define perfectamente como hijos de Dios y, por eso, como herederos de su Reino.

Por eso es cierto lo que el cartel elaborado por el Secretariado de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis para la campaña del curso que viene pero para el que se ha de ir pensando, ya, qué se va a hacer. Dice que la clase de religión católica es «un derecho, un deber, un don de Dios». Y es en esto, precisamente, en estas tres manifestaciones de la gracia de Dios (los derechos pero, también, los deberes y los dones) donde se encuentra, donde reside, donde mora, el gran mal que entienden es el contenido mismo de la católica asignatura porque, como sabemos, ésta es la que forma parte de un plan académico de estudios y el suyo, el de los opositores a la misma no es, precisamente, en este aspecto, ningún don, sí un deber, no un derecho de respeto ajeno.

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