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El «smog» ecologista

La temperatura aumenta. Los polos se deshielan. El nivel del mar sube. Lluvia intensa. Inundaciones. Olas de calor. Sequía prolongada. Desaparición de especies. Reaparición de una plétora miserable que nada tiene que envidiar a la que en su día anunciara Charles Fourier. Este es el futuro que nos aguarda según el movimiento ecologista, algunos científicos y el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC). Pero, ¿y si ello -como históricamente ha sucedido con otras predicciones- no fuera exactamente así? ¿Y si la catástrofe que se pronostica es el resultado de la lectura interesada de un IPCC que no afirma exactamente lo que dicen que dice? ¿Y si, de alguna u otra manera, estuviéramos sucumbiendo —sin por ello negar la existencia del cambio climático— al fundamentalismo ecologista que todo lo contamina?

Para empezar, conviene recordar los fracasos recientes de algunos científicos, economistas y ecologistas que se empeñaron en jugar el ingrato papel de profeta. Sin ir más lejos, a principios de los años setenta del pasado siglo, con la inestimable ayuda del Club de Roma, se puso de moda el género que podríamos calificar de «los límites del crecimiento». Por aquel entonces, científicos y economistas de renombre como Dennis Meadows y Paul Ehrlich —por no hablar de Manuel Sacristán o Wolfgang Harich, que nos prometían las delicias del comunismo ascético de Babeuf como remedio a la crisis ecológica— aseguraron que el crecimiento se detendría en un par de décadas. Pero, el crecimiento cero no llegó. Y seguimos creciendo.

De otra parte, si hablamos de ese fetiche del movimiento ecologista que la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, patrocinada por la ONU, definió en el llamado informe Brundtland de 1987 como aquel «que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades»; si hablamos, en suma, de desarrollo sostenible, veremos que todavía hoy no se ha dado cumplida respuesta a muchas preguntas como las siguientes: ¿quién define nuestras necesidades y en virtud de qué criterio y autoridad? ¿Cuáles de estas necesidades hemos o no de satisfacer? ¿Cuáles de estas necesidades hemos de garantizar o no a las generaciones futuras? ¿Por cuántas generaciones futuras hemos de sacrificar nuestras necesidades? ¿Quién conoce las necesidades de las generaciones futuras por las que nos hemos de sacrificar? ¿Se nos puede obligar a sacrificar una parte de nuestras necesidades presentes y de nuestro bienestar actual? Con razón decía John Rawls que «la simple ubicación temporal, o la distancia del presente, no son razones para preferir un momento a otro».

Volvamos al presente. Sobre los males que, según asegura el último informe del IPCC -o sus antecedentes entre los que cabe destacar el informe Stern, o el informe del IPCC de 2001 que ha sido en parte refutado por el de 2006-2007-, nos aquejarán en este siglo, la unanimidad no existe. Lean, al respecto, los trabajos de Bjorn Lomborg («El ecologista escéptico», Espasa), Wilfred Beckerman («Lo pequeño es estúpido», Debate) o Christopher Monckton («Climate chaos? Don´t believe it»?, versión resumida en el «Sunday Telegraph» del 5 de noviembre de 2006). En estos trabajos, se percibe que la cosa -lluvia ácida, desaparición de bosques y especies, destrucción de la capa de ozono e, incluso, calentamiento global y cambio climático- es un poco más compleja de lo que parece. Otro tanto asegura el informe del National Research Council de los Estados Unidos. Y, por supuesto, el tremendismo de Al Gore y su Una verdad incómoda se fundamenta en una burda manipulación de los datos.

Lo curioso del caso es que, como muestra el Fraser Institute de Canadá, al IPCC de 2006-2007 se le hace decir lo que no dice. ¿Qué dice el IPCC? El cambio climático existe —quizá estemos ante el final de la llamada pequeña glaciación medieval— pero es menor de lo que aseguran algunos, el papel del CO2 en el cambio climático es discutible —cosa que sostiene también el geógrafo español Antón Uriarte—, el nivel del mar subirá bastante menos de lo que afirman determinadas personas. Por lo demás, el perfeccionamiento de los modelos matemáticos utilizados para predecir el futuro podría hacer variar a la baja la previsión.

¿Qué ocurre aquí? Creo que la cuestión del cambio climático —por cierto, ¿es ese el mayor problema de nuestra época?— ha sido manipulada y politizada por el fundamentalismo ecologista con la inapreciable colaboración de la izquierda. Y del smog ecologista que se ha instalado en nuestra sociedad —no confundir la ecología, que es una ciencia, con el ecologismo, que es una ideología— conviene protegerse.

Protegerse del fundamentalismo ecologista. Protegerse de un movimiento que, atemorizado ante la evolución de las costumbres y el desarrollo económico —el típico miedo del milenio—, se atrinchera y retrae. Un movimiento que tiene su hilo ideológico conductor. En principio, como acostumbra a suceder en todo fundamentalismo, se encuentra la iluminación: «de continuar así, el planeta será destruido». ¿Alguien duda de la verdad revelada? Surge el maniqueísmo, surge el anatema: «eres un depredador, un biocida, un reaccionario, un acientífico». La absolutización ya ha tomado cuerpo: la protección de la biosfera deviene un valor absoluto al cual poco menos que por decreto hay que subordinar cualquier otro. Y si se intenta poner en entredicho el valor absoluto, surge la amenaza en forma de milenarismo apocalíptico: «estás contribuyendo, consciente o inconscientemente, a la extinción del planeta y la vida». ¿Quién legitima la revelación ecologista? Respuesta: se legitima a sí misma. A lo sumo, se legitima en función de un batiburrillo de ideas científicas y no científicas, un «pistoletazo», que diría Hegel, de intuiciones y fantasías que no admiten la refutación ni la verificación empírica. Y esta legitimación encuentra su última ratio en el moralismo y el redentorismo: moralismo, en la medida que el ecologista sabe dónde está el bien y el mal; redentorismo, en tanto el ecologista actúa de forma absolutamente altruista con la única finalidad de proteger el género humano. ¿Qué hacer? Al ecologista no le queda otro remedio que reaccionar ante la agresión exigiendo una política conservacionista de vocación y talante preindustriales.

Y como lo que está en juego es la existencia del planeta y la especie, el exclusivismo emerge en forma triunfante: el ecologismo se considera a sí mismo como el único sistema global de interpretación del mundo capaz de crear un contramodelo social que, afirmándose científico, querría organizar las relaciones entre sociedad, biología, economía, cultura y política. Si bien se mira, el ecologismo es una ideología substitutoria, una ideología prêt-à-porter que ha venido a ocupar la vacante dejada por las antiguamente llamadas ideologías emancipatorias —marxismo y socialismo— que quebraron hace unas décadas por la fuerza de los hechos.

En el fondo, el fundamentalismo ecologista toma cuerpo en una utopía negativa —mejor, un despotismo utópico que exige el sacrificio del presente y el desarrollo no admitiendo ni la indiferencia ni la desobediencia bajo amenaza de ser tildado de reaccionario, liberal o iletrado— y de un discurso del no —«no consumas», «no construyas infraestructuras», «nucleares no»— que es el heredero natural del simplismo ideológico progresista y de las admoniciones de los viejos inquisidores. El smog ecologista, decía antes.

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