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13.- La Muerte

Marta habitaba en dos ámbitos: el que nosotros llamamos este mundo y el que, a falta de otra expresión y por negación, llamamos el otro mundo, o mejor aun, el más allá.

Para mí, Marta era el testigo, «único en su género», que podía responder en este planeta refractario a mi suprema pregunta, la de todos los hombres: ¿Qué hay en el más allá? Este más allá estaba para ella aquí mismo. En parte ella habitaba ya ahí; sin embargo, no había traspasado todavía el oscuro umbral. Estaba en plenitud de espera, de esperanza y, más aun, me atrevería a decir, con una especie de curiosidad.

Yo me preguntaba: ¿cuánto tiempo vivirá?, ¿qué piensa sobre la fecha de su muerte? Yo tenía dos impresiones muy diferentes: la primera, que siendo inédica, podía persistir indefinidamente sobre la tierra; pero que, del mismo modo, bastaba una fruslería para que dejara de vivir. Ella decía que deseaba morir. Su vida no era vida. Tenía miedo de ver morir a su capellán antes que ella muriese. Me decía bromeando: «¿Dónde me llevarán si el padre no está ya aquí? ¿Tendréis un rincón para mí en vuestra choza?» Más que Teresa de Jesús habría podido decir que «moría porque no moría».

Una de sus esperanzas era obtener del padre el permiso para morir. Decía con su acento infantil sabio y algo irónico: «Me gustaría morir, pero el padre no me lo permite». Y desde la oscuridad, a su lado, el P. Finet replicaba: «Marta, tu tarea no está acabada».

¡Atráeme, sombra querida,

Aspírame hacia el otro mundo!

Que pueda dormir por fin

Y escuchar siempre al amor

Me inundan de la muerte

Las olas refrescantes.

Mi sangre es como un bálsamo

No es más que éter sutil.

Transcurren mis jornadas

Llenas de ánimo, llenas de fe;

Y muero durante mis noches

Abrasado por llamas sagradas.

(Novalis)

Pedí al P. Finet que me relatara cómo había transcurrido el último día de Marta.

«Era viernes. Yo llegué a su habitación por la tarde, a las 17 horas. Desde hacía unas semanas, Marta padecía más dolores que nunca. Pero nadie sospechaba que iba a morir. Ella me decía que él le hacía difícil la vida; que a veces la tiraba al suelo. Efectivamente, cuando entré en su habitación, la encontré tendida en el suelo, cosa que nunca había sucedido. Pedí a alguien, que estaba en la pieza contigua, que viniera a ayudarme a levantarla. Su brazo estaba ya frío y oí a Marta decirme: «Él me ha matado». ¿Oí yo tales palabras? La persona que estaba conmigo no lo oyó. La levantamos entre los dos y la colocamos sobre el lecho. El otro brazo estaba tan frío como el primero. Puse un espejo sobre sus labios y no recogí ningún aliento. Entonces se fue a avisar al médico. Llegó hacia las ocho de la tarde y dijo: «Está muerta». Se avisó a la hermana de Marta, que tiene noventa y dos años, y también a la familia. Llegaron a media noche. El obispo de Valence llegó hacia las 22 horas.

«Llegó por fin el sábado. Los niños de las escuelas querían ver a Marta. Se la vistió, como había deseado, con un vestido blanco. Era una túnica de comunión bastante larga para que pudieran ser cubiertos sus pies, siempre en forma de arco. Se le colocó un rosario entre sus manos juntas. La noticia de su muerte se conoció inmediatamente en la aldea, fue anunciada, sin nuestro consentimiento, por televisión el domingo por la mañana. Entonces comenzó un desfile ininterrumpido alrededor de su lecho».

También interrogué a uno de los últimos testigos, María Teresa, que era quien le leía el correo. La víspera de su muerte le había leído una veintena de cartas. Sin titubeos, como de costumbre, Marta le había dictado lo que debía contestar, situándose en el corazón de los problemas, no dando soluciones sino —lo que es mejor que las soluciones— dando luz, y esto siempre con delicadeza. Marta tenía gripe. Tosía. Hacia las cinco de la tarde, sospechando que María Teresa tendría hambre, Marta le dijo que fuera a la cocina para que «comiese cualquier cosa». Hacia las diez, una vez dictado el correo, María Teresa se retiró.

Recuerdo que Marta me había dicho: «Cuando haya dejado este mundo, estaré aún más activa, y quizás liada con más asuntos que lo que ahora estoy. No sé si podré recibir vuestros recados porque estaré muy ocupada. Tengo la intención de no descansar hasta el fin del mundo». Todo esto lo decía con gran encanto, bromeando, con un poco de ironía.

Le había yo relatado la agonía de mi esposa el 1974. Ella me comentó: «Yo sé lo que es eso. Cuando uno llega a tal estado es necesario echarse totalmente en manos de Dios. No se trata de actuar, sino de abandonarse. Y, de verdad, esto no es divertido. Me decís que vuestra esposa gritaba; también Cristo. Se trata de dejarse. Cuando María Luisa os dijo: «Ya no puedo rezar» ¡ay! ¡Cómo la comprendo! Está muy bien dicho. Entonces ya ni se puede rezar... pero ésa es la verdadera oración».

He vuelto a copiar este pensamiento de Leon Bloy: «pintar negra a la muerte es una idea de las funerarias. La muerte es blanca, luminosa, llena de esperanza pues no existe la nada futura. La muerte es una doncella rubia de mirada humilde, de pureza inescrutable, a quien los poetas más profanos han celebrado sin saberlo dándole el nombre extraño, romántico y hermoso del amor».

Cuando conocí su muerte, poniendo casualmente la televisión, tuve un momento de estupor. Ninguna otra persona estaba más cerca de la muerte que ella, pues cada uno de los suspiros de esta no-viviente podía ser el último. Pero por la misma razón había terminado por parecerme no mortal, como si fuera una lámpara perpetua. Tenía ya mientras vivía, ese género de existencia de los difuntos: translúcida, frágil, presente y ausente, transformada en «ángel». Yo sabía que no tenía más que tomar en París el tren de mediodía y podía encontrarla por la tarde: igual, inmóvil, idéntica a sí misma. Ahora debía rendirme a la evidencia. Era el fin. Marta había muerto. Nada ya se podía añadir ni quitar. Había terminado, del todo y para siempre terminado, para ella y para nosotros. La rueda se había quebrado. De una amiga cuya muerte yo le comunicaba, me había dicho: «Bien, está consumada». La palabra consumación estaba bien elegida para traducir ese sentimiento solemne, grave, tranquilo y majestuoso que el fin trae a la vida. Desde ahora Marta está presente para todos aquellos que la visitaron, no por su rostro, su voz, sus rasgos, sus palabras, sino por su esencia. Esta esencia que he tratado de definir en este libro que también se acaba.

Tenía el proyecto de estar presente en sus funerales. La intensidad del tráfico hizo que yo no pudiera llegar a Châteauneuf-de-Galaure. Hube de resignarme a escuchar a los testigos de su triunfo. No me ha pesado, sabiendo que para mí, a quien distraen tanto las reuniones, hay más «verdad y poesía», como decía Goethe, en escuchar un relato donde el suceso está despojado de lo accidental. Virgilio lo sabía y hace contar a Eneas la caída de Troya.

Sumergirme en un combate, en una fiesta o en un duelo, me impide captar lo que permanece para siempre en la memoria eternizante. Cuando escuchaba el relato o cuando leía los periódicos recitaba para mí esta oración de Santa Gertrudis que es tan profunda: «Oh Vos, fuente de eterna luz, recogedme en vuestra divina Esencia de donde brotó el acto que me ha creado».

Como es sabido, Marta amaba apasionadamente las flores. Su féretro fue recubierto abundantemente.

Estas flores son oro, azul, esmeralda y ópalo.

En medio de las flores el ataúd se oculta;

Las flores aman la muerte: Dios las hace tocar

Con sus raíces los huesos, con su perfume las almas.

Víctor Hugo

Después, a las tres de la tarde, Marta dejó aquella casa donde había recibido a tantos amigos.

Había sido deseo de Marta reposar en el cementerio de Saint-Bonnet, parroquia en que había sido bautizada, al lado de su padre, su madre, hermano y hermana. Era el 10 de febrero. Cuarenta y cinco años antes, otro 10 de febrero, el P. Finet había subido a «la Plana» para traer el cuadro de María Mediadora. El intervalo había sido abolido; la promesa se había cumplido. Desde entonces los «hogares» se habían extendido por el mundo. Imaginaba estos «hogares» como una constelación de estrellas: en La Martinica, en Haití, en Canadá, en México, en Colombia, en Ecuador, en Chile, en Brasil, en Argentina, en Senegal, en Costa de Marfil, en Gabón, en Togo, en Camerún, en Uganda, en Reunión, en Isla Mauricio, en Burundi, en Japón, en Vietnam, en la India. Este otro 10 de febrero estas estrellas velaban sobre los despojos de Marta. Y, quizás en su nuevo reino contemplaba con estupor —ella que tanto amaba el incógnito— toda aquella multitud en torno a su ataúd: cinco obispos, doscientos cincuenta sacerdotes. La coral de tres colegios, que ella había fundado en Châteauneuf, cantaba:

¡Oh dicha sin fin!

Yo resucitaré

Y cara a cara

Yo te veré.

Hacía tiempo que Marta había escrito: «La gente se queda extrañada cuando les digo que yo vivo para morir; que la muerte es la idea y el sentido de mi vida. Pues la muerte no representa a mi vista la hora de la desaparición de una criatura, sino por el contrario, su auténtico desarrollo. Morir será para mí una ganancia, ya que el gran efecto de la muerte será disipar el velo de sombra que me oculta una maravilla».

¿Quién tenía más derecho que Marta para hablar así de la muerte?

El «servicio del orden», como suele decirse, era imponente, pero inútil, porque allí no era necesario hacer respetar el orden. No se oyó ni un grito. Nadie lloraba. No hubo incidente alguno. Se estaba triste, o más bien, no se podía estar triste. El tiempo era espléndido. Hacía un sol casi primaveral.

Los que venían por vez primera al país de Galaure me han dicho que aquel día el sol, todavía tibio por el invierno, tenía una luminosidad tierna, dorada, ya un tanto provenzal, que envolvía ese solemne circo comprendido entre los Cevennes y los Alpes y que tiene la forma de un cáliz de oro. Como la campiña romana, la tierra de Galaure parece absorber el sol, de modo que la luz del cielo y la luz de la tierra parecen corresponderse. Me han dicho también algunos que la tarde del 10 de febrero la puesta del sol había sido más resplandeciente que de ordinario. Había una gran paz en todas las cosas.

Me venían a la mente los versos de Novalis, el que canta el misterio de la sangre y su mutación en una luz eterna:

Ich fühle des Todes

Verjüngende Flut

Zu Balsam und Aether

Verwandelt mein Blut

In heileger Glut.

(Me inundan de la muerte

las olas renovadoras.

Mi sangre se transforma

en bálsamo y en éter).

Mons. Marchaud, obispo de Valence, se limitó a leer y comentar este versículo del Evangelio: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo; pero si muere da mucho fruto».

Ahora en...

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