conoZe.com » bibel » Otros » Jean Guitton » Retrato de Marta Robin » 8.- La experiencia mística en la evolución

Görres

El libro de J. J. Von Görres sobre La Mística Cristiana, aparecido entre 1836 y 1845, me ayudó a completar los puntos de vista de Bergson. La hostilidad de este autor al espíritu francés explica que esta obra capital sea poco conocida entre nosotros. El pensador alemán abre nuevos caminos.

Leyendo a Bergson y James nos podría parecer que la experiencia de los místicos es en realidad un fenómeno anormal que se superpone a la vida psíquica normal y que no concierne más que a escasos privilegiados. Si la vida mística no está ligada con el psiquismo tenderemos a tenerla por un producto de la imaginación y, a la postre por una «alienación" en el sentido de Marx y de Feuerbach. Freud veía en ella una transposición del instinto. Así, sobre todo, se realiza la "crítica". Pero luego llega el momento en el que, a su vez, la "crítica" se realiza sobre sí misma y critica a la crítica.

Para Görres, que está en la tradición de Plotino, la vida mística no es una vida superpuesta a la vida sensible: es la sublimación, la plenitud de esta vida. Nuestros sentidos pueden adentrarse en los dominios del espíritu sin dejar de ser sentidos. Dicho de otra manera: Görres tiene la opinión de que podemos usar de los sentidos en dos direcciones posibles. Por la primera los sentidos nos ponen en relación con un objeto exterior. Por la segunda, los sentidos nos pueden poner en relación con un objeto de una calidad superior a lo que llamamos "materia" o "vida". Hay así dos maneras de usar de la vista: una primera que es corporal, utilitaria, ordinaria; otra que es la de "vidente" por la que quien ve, o cree ver, capta una realidad escondida a los demás e invisible. Este doble uso es, sin duda, posible para los demás sentidos, aun para aquellos que son más interiores. Lo difícil es distinguirlo de las alucinaciones. El médico, el psiquiatra, el psicoanalista tenderá, casi necesariamente, a clasificar a los "visionarios" de enfermos. Pero ¿qué es la salud? Si la salud se define, no por la opinión que se tiene de ella, sino por su irradiación, por sus efectos, por la adaptación inmediata a la realidad, por la eficacia, por una cierta alegría triunfante siempre aún en los fracasos —llamémosla genio— entonces se deberá crear para estos anormales un término específico. Será necesario reconocer clínica y psiquiátricamente que existe una anormalidad sobrenormal que es lo contrario de la enfermedad.

Admitamos que para ciertos privilegiados existe una segunda función de los sentidos. Estos no harían sino despertar una facultad, virtual en cada hombre y susceptible de aflorar un día, de suerte que todos seríamos místicos que se ignoran. Si pudiéramos provocar en nosotros esta segunda percepción, de un modo imperfecto, en algunos momentos muy escasos —como en el último de la vida— entonces, la conciencia del universo se modificaría. Tendríamos la impresión de salir de la realidad y entrar en el sueño. Este es el caso de los místicos: cuando vuelven a la vida después del éxtasis creen estar soñando; los seres les parecen irreales, lejanos, fantasmagóricos; pues han entrado en esa mezcla de sombra y de luz que la Escritura llama "una nube".

Un contemporáneo, Andrés Frossard, ha expresado bien el estado de su espíritu después de una especie de éxtasis que transformó su vida y que jamás se le borró de la memoria:

"Los escombros de mis construcciones interiores cubrían el suelo. Yo miraba a los viandantes que marchaban sin ver, y pensaba qué sorpresa sería la suya cuando tuvieran a su vez el encuentro que yo acababa de tener. Seguro de que la misma aventura les sucedería pronto o tarde, me divertía por adelantado de la sorpresa de los incrédulos y de los que dudaban sin dudar de sí mismos"[2].

Para intentar, pues, comprender de modo intelectual el fenómeno de Marta, proyectaba sobre ella mis esquemas y moldes. Pero era mucho más indicado consultarla a ella misma y procuraba interrogarla sobre los estados de su conciencia de acuerdo con las distinciones que usa la teología mística donde todos los estados han recibido un nombre y han sido clasificados según su jerarquía. Y encontraba siempre alguna diferencia entre su experiencia propia y la designación clásica. O mejor, siempre la oía decir: "He conocido eso que me dice y lo he superado".

Yo me veía atado a los conceptos, a las abstracciones, a los sistemas de los filósofos, a las distinciones de los términos, a los discursos vacíos, a las palabras frívolas o mundanas, a las formas corteses. Como los prisioneros de la caverna de quien habla Platón en su mito, veía yo desfilar las imágenes de las cosas sin poder escapar y contemplar fuera de la caverna, bajo el sol, a las cosas mismas. Pero, he aquí que, escuchando a Marta, tenía la impresión (difícil de definir) de encontrarme simplemente en presencia de... de eso... de ese no sé qué, para lo que no tenemos palabras, excepto si se usa la más ordinaria, la palabra ser. ¡Cuántos ilustres pensadores contemporáneos, retomando las investigaciones de los primeros griegos después de Heráclito o Parménides, intentan reencontrar el SER, y nos obligan a reflexionar sobre el ser y el no ser, si queremos tener algún contacto, a colocarnos, como Husserl, ante "la cosa misma"! ¡Es tan cierto que entre nuestra cultura, nuestro silencio y "lo que es" se interponen opacos velos! Y qué deseable sería —pienso yo— encontrarse de modo totalmente simple ante un ser sencillo, que me dijera sobre cada acontecimiento, sobre cada destino, lo que es. Este tipo de genio se encuentra más potente entre las mujeres, más ligadas inmediatamente a la naturaleza y a la vida. Se puede decir que Marta era mujer hasta el sumo grado. Las pantallas, los velos, las mentiras desaparecían. Ella estaba allí, totalmente sencilla, totalmente familiar. Y, sin embargo, era una fuera de serie y tan extraña a las ciencias que había sido abandonada por los médicos, los psiquiatras, los psicoanalistas, quienes habían renunciado a examinarla, menos por escepticismo que por impotencia. Sólo faltaba detenerla por el delito, no inscrito en las leyes, de no comer, de no vivir como todo el mundo.

Antes de haberla conocido dudaba de lo que se me contaba de ella. Después de visitarla no era capaz de concebir que lo que había visto en su cámara fuera verdad. Tan extraordinaria, Marta, y tan ordinaria. Más que nadie fuera del mundo y más que nadie y más sencillamente como todo el mundo.

Notas

[2] "Dieu existe, je l'ai rencontré", Fayard 1969, p. 170

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