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Capítulo IX.- La liturgia entre antigüedad y novedad

Riquezas por salvar

Cardenal Ratzinger, ¿podemos hablar un poco de liturgia, de reforma litúrgica? Es éste, sin duda, uno de los problemas más discutidos y espinosos y uno de los caballos de batalla de la anacrónica reacción anticonciliar, del integrismo patético al estilo de Mons. Marcel Lefébvre, el obispo rebelde precisamente a causa de ciertas reformas litúrgicas en las que cree percibir un cierto olor a azufre, a herejía...

Me corta rápidamente para precisar: «Ante ciertos modos concretos de reforma litúrgica y, sobre todo, ante las posiciones de ciertos liturgistas, el área del descontento es más amplia que la que corresponde al integrismo. En otras palabras: no todos aquellos que expresan un tal descontento deben por ello ser necesariamente integristas».

¿Quiere acaso decir que la sospecha e incluso la protesta ante cierto liturgismo posconciliar serían legítimas también en un católico alejado de Mons. Lefébvre, es decir, en un católico que no se halla enfermo de nostalgia, sino dispuesto a aceptar íntegramente el Vaticano II?

«Detrás de las maneras diversas de concebir la liturgia —responde— hay, como de costumbre, maneras diversas de concebir a la Iglesia y, por consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con Él. El tema de la liturgia no es en modo alguno marginal: ha sido precisamente el Concilio el que nos ha recordado que tocamos aquí el corazón de la fe cristiana».

Las graves responsabilidades romanas impiden a Joseph Ratzinger (por escasez de tiempo y, también, por razones de oportunidad) continuar como quisiera la publicación de artículos científicos y de libros. Por ello, es una clara confirmación de la importancia que concede al tema de la liturgia el que una de las pocas obras que ha publicado en estos años lleve por título Das Fest des Glaubens(«La fiesta de la fe»). Se trata precisamente de un conjunto de breves ensayos sobre liturgia y sobre un cierto aggiornamento ante el que no puede menos de mostrarse perplejo a los diez años de la conclusión del Vaticano II.

Saco de mi cartera un recorte de 1975 y leo: «La apertura de la liturgia a las lenguas populares no carecía de fundamento ni de justificación: también el concilio de Trento la había tenido presente, al menos como posibilidad. Sería falso, por lo tanto, decir, con ciertos integristas, que la creación de nuevos cánones para la Misa contradice la Tradición de la Iglesia. Sin embargo, queda por ver hasta qué punto las distintas etapas de la reforma litúrgica después del Vaticano II han significado verdaderas mejoras o, más bien, trivializaciones; hasta qué punto han sido pastoralmente prudentes o, por el contrario, desconsideradas».

Continúo leyendo aquella intervención de Joseph Ratzinger, entonces profesor de teología y miembro prestigioso de la Pontificia Comisión Teológica Internacional: «Incluso con la simplificación y la formulación más comprensible de la liturgia, es claro que debe salvaguardarse el misterio de la acción de Dios en la Iglesia; de aquí proviene la fijación de la sustancia litúrgica intangible para los sacerdotes y la comunidad, así como su carácter plenamente eclesial» [5]. «Por lo tanto —exhortaba el profesor Ratzinger—, es preciso oponerse, más decididamente de lo que se ha hecho hasta el presente, a la vulgaridad racionalista, a los discursos aproximativos, al infantilismo pastoral, que degradan la liturgia católica a un rango de tertulia de café y la rebajan a un nivel de tebeo. También las reformas que ya han sido llevadas a la práctica, especialmente las que se refieren al ritual, deben ser examinadas de nuevo bajo estos puntos de vista» [6].

Mientras le leo estas palabras, el cardenal me escucha con su habitual atención y paciencia. Han pasado diez años desde entonces; el autor de semejante advertencia no es ya un simple estudioso, sino el custodio de la ortodoxia misma de la Iglesia. El Ratzinger de hoy, Prefecto de la fe, ¿se reconoce todavía en este fragmento?

«Enteramente —responde sin vacilar—. Más aún, desde que escribí estas líneas se han descuidado otros aspectos que hubieran debido ser celosamente conservados y se han dilapidado muchas de las riquezas que todavía subsistían. En aquel entonces, en 1975, muchos de mis colegas teólogos se mostraron escandalizados, o al menos sorprendidos, por mi denuncia. Ahora, incluso entre aquellos mismos teólogos, son numerosos los que me han dado la razón, al menos parcialmente».

Es decir, se habrían producido tales equívocos y tergiversaciones que justificarían todavía más las severas palabras de seis años después, en el reciente libro que acabamos de citar: «Cierta liturgia posconciliar se ha hecho de tal modo opaca y enojosa por su mal gusto y mediocridad, que produce escalofríos... »[7].

La lengua, por ejemplo...

Según él, es justamente en el campo litúrgico —tanto en los estudios de los especialistas como en ciertas aplicaciones concretas— donde nos sale al paso «uno de los más claros ejemplos de oposición entre lo que dice el texto auténtico del Vaticano II y la manera en que después se ha interpretado y aplicado».

Un ejemplo, incluso demasiado famoso (y que se halla expuesto al peligro de instrumentalizaciones), es el de la utilización del latín, punto este sobre el que el texto conciliar es explícito: «Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular» (SC n.36). Más adelante, los Padres recomiendan: «Procúrese, sin embargo, que los fieles sean capaces también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponden» (SC n.54). Y en otra parte del mismo documento: «De acuerdo con la tradición secular del rito latino, en el Oficio divino se ha de conservar para los clérigos la lengua latina» (SC n.101).

Como decíamos al principio, la finalidad del coloquio con el cardenal Ratzinger no era ciertamente poner de manifiesto nuestro punto de vista, sino expresar el de nuestro entrevistado.

Personalmente, no obstante —aunque nuestra opinión carece de importancia—, nos parece un poco grotesca la actitud de «viudos» y «huérfanos» de quienes deploran un pasado superado para siempre, y no sentimos nostalgia alguna de una liturgia en latín que sólo hemos conocido en su último y extenuado período de vida. Sin embargo, leyendo los documentos conciliares, se comprende lo que quiere decir el cardenal Ratzinger: es un hecho objetivo que, aun limitándonos al uso de la lengua litúrgica, salta a la vista el contraste entre los textos del Vaticano II y las sucesivas aplicaciones concretas.

No se trata de recriminación alguna, sino de saber, por una voz tan autorizada como la suya, cómo ha sido posible que se llegara a esta situación.

Le veo sacudir la cabeza: «Qué quiere usted; también éste es uno de los casos de desajuste —frecuente en estos años— entre las disposiciones del Concilio, la estructura auténtica de la Iglesia y de su culto, las verdaderas exigencias pastorales del momento y las respuestas concretas de ciertos sectores clericales. Y, sin embargo, la lengua litúrgica no era en modo alguno un aspecto secundario. En los orígenes de la ruptura entre el Occidente latino y el Oriente griego hay también un problema de incomprensión lingüística. Es probable que la desaparición de una lengua litúrgica común venga a reforzar las tendencias centrífugas entre las diferentes áreas católicas». Pero añade en seguida: «Para explicar el rápido e injustificado abandono de la antigua lengua litúrgica común es necesario no perder de vista la profunda mutación cultural de la instrucción pública que ha tenido lugar en Occidente. Como profesor, en los comienzos de los años sesenta, todavía podía permitirme leer un texto en latín a los jóvenes provenientes de las escuelas secundarias alemanas. Hoy esto ya no es posible».

«Pluralismo, pero para todos»

A propósito del latín: en los días en que tenía lugar nuestro coloquio no se había hecho pública todavía la decisión del Papa que (en carta de fecha 3 de octubre de 1984, que lleva al pie la firma del Pro-Prefecto de la Congregación para el Culto Divino) concedía el discutido «indulto a aquellos sacerdotes que quisieran celebrar la misa utilizando el misal romano de 1962, precisamente en lengua latina. Esto significa la posibilidad de un retorno (aunque dentro de límites muy bien definidos) a la Liturgia preconciliar, con la condición, se dice en la carta, de que «conste sin ambigüedad, incluso públicamente, que el sacerdote y los fieles no tienen nada en común con quienes dudan de la legitimidad y exactitud doctrinal del misal romano promulgado en 1970 por el papa Pablo VI»[8], y con tal de que la celebración según el rito tridentino tenga lugar «en las iglesias y capillas indicadas por el obispo diocesano, pero no en templos parroquiales, a no ser que el Ordinario del lugar lo permita en casos extraordinarios»[9].

A pesar de estas limitaciones y severas advertencias («esta concesión deberá aplicarse sin perjuicio para la fiel observancia de la reforma litúrgica»)[10], la decisión del Papa ha suscitado polémicas.

A decir verdad, también nosotros nos sentimos perplejos; pero debemos reseñar lo que el cardenal Ratzinger nos dijo en Bressanone: sin hacer referencia alguna a las medidas —que, evidentemente, ya habían sido tomadas y de la que sin duda estaba al corriente—, nos había insinuado una posibilidad parecida. Este «indulto», según él, no debería verse en una línea de «restauración» sino, muy al contrario, en el clima de aquel «legítimo pluralismo» sobre el que tanto han insistido el Vaticano II y sus exegetas.

En aquella ocasión, indicando que hablaba «a título personal», nos dijo el cardenal: «Antes de Trento, la Iglesia admitía en su seno diversidad de ritos y de liturgias. Los Padres tridentinos impusieron a toda la Iglesia la liturgia de la ciudad de Roma, respetando, entre las liturgias occidentales, únicamente aquellas que tenían más de dos siglos de vida. Es el caso, por ejemplo, del rito ambrosiano de la diócesis de Milán. Si ello sirviera para nutrir la religiosidad de algunos creyentes y para respetar la pietas de ciertos sectores católicos, yo sería personalmente favorable a un retorno a la situación de antes, es decir, a un cierto pluralismo litúrgico. Con la condición, naturalmente, de que se ratificara el carácter ordinario de los ritos reformados y se indicaran claramente el ámbito y el modo de algún caso extraordinario de concesión de la liturgia preconciliar». Esto era más que un simple deseo, teniendo en cuenta que debía realizarse al cabo de poco más de un mes.

Él mismo, por lo demás, en su Das Fest des Glaubens, recordaba que «tampoco en el campo litúrgico decir catolicidad significa decir uniformidad», denunciando que, «por el contrario, el pluralismo posconciliar se ha mostrado extrañamente uniformante, casi coercitivo, al no consentir niveles diversos de expresión de fe ni siquiera en el interior de un mismo marco ritual»[11].

Un espacio para lo sagrado

Volviendo al planteamiento general: ¿qué reproches tiene que hacer el Prefecto a cierta liturgia de hoy? (O, quizá, no exactamente de hoy, puesto que, como observa, «parece que se están atenuando ciertos abusos de los años posconciliares: me parece que está en vías de cristalizar una nueva toma de conciencia; algunos están cayendo en la cuenta de que han corrido demasiado y demasiado aprisa». «Pero —añade— este nuevo equilibrio es de élite, por el momento; se adopta en algunos círculos de especialistas, mientras que es ahora cuando llega a la base la onda expansiva que precisamente ellos pusieron en movimiento. Así, puede suceder que algún sacerdote o algún laico se entusiasmen tardíamente y juzguen actualísimo lo que los expertos sostenían ayer, mientras que hoy se adhieren a posiciones diversas, abiertamente más tradicionales»).

Como quiera que sea, lo que según Ratzinger tiene que encontrarse de nuevo plenamente es «el carácter predeterminado, no arbitrario, «imperturbable», «impasible» del culto litúrgico». «Ha habido años —recuerda— en que los fieles, al prepararse para asistir a un rito, a la misma Misa, se preguntaban de que modo se desencadenaría aquel día la «creatividad» del celebrante... » Lo cual, recuerda, estaba en abierta contradicción con la advertencia insólitamente severa y solemne del Concilio: «Que nadie (fuera de la Santa Sede y de la jerarquía episcopal), que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC n.22,§3).

Añade: «La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento. La liturgia no vive de sorpresas «simpáticas», de ocurrencias «cautivadoras», sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo Sagrado. Muchos han pensado y dicho que la liturgia debe ser «hecha» por toda la comunidad para que sea verdaderamente suya. Es ésta una visión que ha llevado a medir el «resultado» de la liturgia en términos de eficacia espectacular, de entretenimiento. De este modo se ha dispersado el proprium litúrgico, que no proviene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer. En la liturgia opera una fuerza, un poder que ni siquiera la Iglesia entera puede conferirse: lo que en ella se manifiesta es lo absolutamente Otro que, a través de la comunidad (la cual no es dueña, sino sierva, mero instrumento), llega hasta nosotros».

Continúa: «Para el católico, la liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad: también por esta razón debe estar «predeterminada» y ser «imperturbable», para que a través del rito se manifieste la Santidad de Dios. En lugar de esto, la rebelión contra la que se ha llamado «vieja rigidez rubricista», a la que se acusa de ahogar la «creatividad», ha sumergido la liturgia en la vorágine del «hazlo-como-quieras», y así poniéndola al nivel de nuestra mediocre estatura: no se ha hecho otra cosa que trivializarla».

Hay otro orden de problemas sobre el que Ratzinger quiere llamar también la atención: «El Concilio nos ha recordado con razón que liturgia significa también actio, acción, y ha pedido que se asegure a los fieles una actuosa participatio, una participación activa».

Me parece un verdadero acierto, digo.

«Sin duda —asiente—. Pero este concepto nobilísimo ha sufrido una restricción fatal en las interpretaciones posconciliares. Se ha llegado a creer que sólo se daba «participación activa» allí donde tenía lugar una actividad exterior, verificable: discursos, palabras, cánticos, homilías, lecturas, estrechamiento de manos... Pero se ha olvidado que el Concilio, por actuosa participatio, entiende también el silencio, que permite una participación verdaderamente profunda y personal, abriéndonos a la escucha interior de la Palabra del Señor. Ahora bien, en ciertos ritos no ha quedado ni rastro de este silencio».

Música y arte para el Eterno

De aquí toma pie el cardenal para hablar de la música sacra, la música tradicional del Occidente católico, a la que el Vaticano II no ha escatimado alabanzas, exhortando no sólo a salvarla, sino a incrementar «con la máxima diligencia» lo que llama «el tesoro de la Iglesia»; un tesoro que pertenece a la humanidad entera. ¿Y qué se ha hecho en realidad?

«Lo que en realidad han hecho muchos liturgistas es dejar a un lado este tesoro, declarándolo «accesible a pocos», y abandonarlo en nombre de la «comprensibilidad para todos y en todo momento de la liturgia posconciliar». Consecuencia: no más «música sacra» —que se deja, en el mejor de los casos, para ocasiones especiales, en las catedrales—, sino sólo «música al uso», cancioncillas, melodías fáciles, cosas corrientes».

No le resulta difícil al cardenal mostrar también aquí el abandono teórico y práctico de las orientaciones del Concilio, «según el cual la música sacra es en sí misma liturgia, no simple embellecimiento accesorio». Y, según él, sería también fácil hacer ver cómo «el abandono de la belleza» se ha revelado, a la luz de los hechos, motivo de «desconcierto pastoral».

Dice: «Se ha hecho cada vez más evidente el pavoroso empobrecimiento que se manifiesta allí donde se desprecia la belleza y el hombre se somete sólo a lo útil. La experiencia ha demostrado que el atenerse únicamente a la categoría de lo «comprensible para todos» no ha conseguido que la liturgia fuera verdaderamente más comprensible, más abierta, sino más pobre. Liturgia «simple» no significa liturgia mísera o barata; hay una simplicidad que viene de lo vulgar y otra que proviene de la riqueza espiritual, cultural e histórica». «También aquí —continúa— se ha rechazado la incomparable música de la Iglesia en nombre de la «participación activa»; pero ¿no puede esta «participación» significar también un percibir con el espíritu, con los sentidos? ¿No hay «actividad» alguna en el escuchar, en el intuir, en el conmoverse? ¿No supone esto empequeñecer al hombre, reducirlo a la expresión oral, precisamente cuando sabemos que lo que en nosotros hay de racionalmente consciente, lo que emerge a la superficie, es tan sólo la punta de un iceberg respecto a la totalidad de nuestro ser? Plantearse estas preguntas no significa ciertamente oponerse al esfuerzo para hacer que todo el pueblo cante; no significa oponerse a la «música al uso»; significa oponerse a un exclusivismo (sólo esta música) que no encuentra justificación ni en el Concilio ni en las exigencias pastorales».

El tema de la música sacra —entendida como símbolo de presencia en la Iglesia de la belleza «gratuita»— apasiona particularmente a Joseph Ratzinger, que le ha dedicado páginas vibrantes: «Una Iglesia que sólo hace música «corriente» cae en la ineptitud y se hace ella misma inepta. La Iglesia tiene el deber de ser también «ciudad de gloria», ámbito en que se recogen y se elevan a Dios las voces más profundas de la humanidad. La Iglesia no puede contentarse sólo con lo ordinario, con lo acostumbrado, debe despertar las voces del cosmos, glorificando al Creador y descubriendo al mismo cosmos su magnificencia, haciéndolo hermoso, habitable y humano» [12].

También aquí, como a propósito del latín, me habla de una «mutación cultural», más aún, casi de una «mutación antropológica», sobre todo en los jóvenes, «Cuya sensibilidad acústica se ha atrofiado a partir de los años sesenta por la influencia de la música rock y de otros productos afines». Hasta tal punto que (se remite a sus experiencias pastorales en Alemania) hoy sería «difícil hacer que muchos jóvenes escucharan, y menos aún que interpretaran, las antiguas corales de la tradición alemana».

El reconocimiento de las dificultades objetivas no le impide una apasionada defensa, no sólo de la música, sino del arte cristiano en general y de su función como ámbito revelador de la verdad: «La única apología verdadera del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia ha elevado a los altares y el arteque ha surgido en su seno. El Señor se hace creíble por la grandeza sublime de la santidad y por la magnificencia del arte desplegadas en el interior de la comunidad creyente, más que por los astutos subterfugios que la apologética ha elaborado para justificar las numerosas sombras que oscurecen la trayectoria humana de la Iglesia. Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y, por lo tanto, humanizando el mundo, ¿cómo puede renunciar en su liturgia a la belleza que se encuentra íntimamente unida al amor y al esplendor de la Resurrección? No, los cristianos no deben contentarse fácilmente; deben hacer de su Iglesia hogar de la belleza —y, por lo tanto, de la verdad—, sin la cual el mundo no sería otra cosa que antesala del infierno».

Me habla de un teólogo famoso, uno de los líderes del pensamiento posconciliar, que le confesaba, sin empacho alguno, que se sentía un «bárbaro». Comenta: «Un teólogo que no ama el arte, la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta ceguera y sordera para lo bello no es cosa secundaria; se refleja necesariamente también en su teología».

Solemnidad, no triunfalismo

Insistiendo en esta línea, Ratzinger no está ciertamente convencido de la validez de ciertas acusaciones de «triunfalismo», en cuyo nombre se ha abandonado con excesiva facilidad gran parte de la antigua solemnidad litúrgica: «No es ciertamente triunfalismo la solemnidad del culto con el que la Iglesia expresa la belleza de Dios, la alegría de la fe, la victoria de la verdad y de la luz sobre el error y las tinieblas. La riqueza litúrgica no es propiedad de una casta sacerdotal es riqueza de todos, también de los pobres, que la desean de veras y a quienes no escandaliza en absoluto. Toda la historia de la piedad popular revela que incluso los más pobres están siempre dispuestos, de manera instintiva y espontánea, a privarse hasta de lo necesario para honrar a su Señor y Dios con la belleza, sin cicaterías de ninguna clase».

Se refiere, como ejemplo, a lo que ha vivido en uno de sus últimos viajes a Norteamérica: «Las autoridades de a Iglesia anglicana de Nueva York habían decidido suspender las obras de la nueva catedral. Les parecía demasiado fastuosa, casi un insulto al pueblo, y decidieron devolver a la gente las sumas ya recogidas. Pero fueron los mismos pobres quienes rechazaron aquel dinero y exigieron la continuación de las obras; no les entraba en la cabeza la extraña idea de tasar el culto a Dios, de renunciar a la solemnidad y a la belleza cuando se está en su presencia».

La acusación del cardenal, si he comprendido bien, apunta a ciertos intelectuales cristianos, dados a una especie de esquematismo aristocrático, elitista y separado de lo que el «pueblo de Dios» cree y desea verdaderamente: «Para un cierto neoclericalismo moderno el problema de la gente consistiría en sentirse oprimida por los «tabúes sacrales». Pero esto, en todo caso, es problema de clérigos en crisis. El drama de nuestros contemporáneos es, por el contrario, tener que vivir en un mundo que se sumerge cada vez más en una profanidad sin esperanza. La exigencia que hoy se respira no es la de una liturgia secularizada, sino, muy al contrario, la de un nuevo encuentro con lo Sagrado a través de un culto que permita reconocer la presencia del Eterno».

Pero es preciso denunciar también lo que él define como «el arqueologismo romántico de ciertos profesores de liturgia, según los cuales todo lo que se ha hecho después de San Gregorio Magno debería eliminarse como incrustación y signo de decadencia. Como criterio de renovación litúrgica, no se plantean la pregunta: «¿Cómo debe hacerse hoy?», sino esta otra: «¿Cómo se hacía entonces?» Olvidar que la nuestra es una Iglesia viva, que su liturgia no puede anquilosarse en lo que se hacía en la ciudad de Roma antes del medievo. En realidad, la Iglesia medieval (o también la Iglesia barroca, en ciertos casos) ha llevado a cabo un desarrollo litúrgico que es preciso cribar con atención antes de eliminarlo. Debemos respetar también aquí la ley católica de un conocimiento cada vez más profundo y lúcido del patrimonio que nos ha sido confiado. Para nada sirve el arcaísmo, así como tampoco sirve para nada la pura modernización».

Según Ratzinger, además, la vida cultual del católico no puede reducirse únicamente al aspecto «comunitario»; debe haber un lugar también para la devoción privada, orientada, por supuesto, a la plegaria «en común», es decir, a la liturgia.

Eucaristía: en el corazón de la fe

Añade: «La liturgia, para algunos, parece reducirse a la eucaristía vista únicamente bajo el aspecto de «banquete fraterno». Pero la Misa no es solamente una comida entre amigos que se reúnen para conmemorar la última Cena del Señor mediante la participación de un mismo pan. La Misa es el sacrificio común de la Iglesia, en el cual el Señor ora con nosotros y para nosotros y a nosotros se entrega. Es la renovación sacramental del sacrificio de Cristo; por consiguiente, su eficacia salvífica se extiende a todos los hombres, presentes y ausentes, vivos y muertos. Debemos hacernos de nuevo conscientes de que la eucaristía no pierde su valor por el hecho de no comerla: desde esta toma de conciencia, problemas dramáticamente urgentes, como la admisión al sacramento de los divorciados que se han vuelto a casar, perderían mucho de su peso agobiante».

Quisiera comprenderlo mejor, digo.

«Si la eucaristía —explica— se vive sólo como el banquete de una comunidad de amigos, quien se halla excluido de aquel pan y de aquel vino se encuentra realmente separado de la unión fraterna.

Pero si a la visión completa de la Misa (comida fraterna y, al tiempo, sacrificio del Señor que tiene fuerza y eficacia en sí mismo para quien se une a él en la fe), entonces también el que no come de aquel pan participa igualmente, a su medida, de los dones ofrecidos a todos los demás».

El cardenal Ratzinger ha dedicado uno de los primeros documentos oficiales de la Congregación para la Doctrina de la Fe a la eucaristía y al problema de su «ministro» (que sólo puede serlo quien haya sido ordenado en aquel «sacerdocio ministerial o jerárquico», que, como dice el Concilio, «difiere esencialmente y no sólo en grado» del «sacerdocio común de los fieles», Lumen gentium n.10). En el «propósito de despojar a la eucaristía de su necesaria vinculación con el sacerdocio jerárquico», descubre el cardenal otro de los aspectos de cierta «trivialización» del misterio del Sacramento.

Es el mismo peligro que señala en el abandono de la adoración ante el sagrario: «Se ha olvidado —dice— que la adoración viene a profundizar la comunión. No se trata de una devoción «individualista», sino de la continuación, o de la preparación del momento comunitario. Es necesario también continuar la práctica de la procesión del Corpus Christi, tan querida del pueblo (en Munich, cuando yo la organizaba, participaban en ella decenas de millares de personas). También de esta práctica se ríen ahora los «arqueólogos» de la liturgia; recuerdan que aquella procesión no existía en la Iglesia romana de los primeros siglos. Pero, a este propósito, repito lo que ya he dicho: debe reconocerse al sensus fidei del pueblo católico la posibilidad de profundizar, de iluminar, siglo tras siglo, todas las consecuencias del patrimonio que se le ha confiado».

«No sólo la Misa»

Añade: «La eucaristía es el núcleo central de nuestra vida cultual, pero para que pueda ser ese centro necesita un conjunto completo en el que vivir. Todas las encuestas sobre los efectos de la reforma litúrgica muestran que aquellas orientaciones pastorales que insisten únicamente sobre la Misa acaban por despojarla de su valor, porque la presentan como suspendida en el vacío, al no estar preparada ni seguida por otros actos litúrgicos. La eucaristía presupone los otros sacramentos a ellos remite. Pero la eucaristía presupone también la oración personal, la oración en familia y la oración comunitaria extralitúrgica».

¿En qué piensa en particular?

«Pienso —dice— en dos de las más ricas y fecundas plegarias del cristianismo, que conducen siempre a la gran corriente eucarística: el Vía Crucis y el Rosario. Si hoy nos encontramos expuestos de un modo tan insidioso a la seducción de prácticas religiosas asiáticas, ello se debe en gran parte al hecho de haber abandonado estas plegarias». No hay duda, observa, que, «Si se reza como quiere la tradición, el Rosario nos sumerge en el ritmo de la tranquilidad que nos hace dóciles y serenos y que otorga un nombre a la paz: Jesús, el fruto bendito de María. María, que guardó escondida en la paz recogida de su corazón la Palabra viviente y que pudo así llegar a ser la madre de la Palabra encarnada. María es, pues, el ideal de la auténtica vida litúrgica. Es también Madre de la Iglesia porque nos señala el objetivo y la más elevada meta de nuestro culto: la gloria de Dios, de quien viene la salvación de los hombres».

Notas

[5] Transmission de la foi et sources de la foi: La Documentation Catholique (6 de marzo de 1983) p.261.

[6] Ibid.: Transmission de la foi et sources de la foi: La Documentation Catholique (6 de marzo de 1983) p.261..

[7] Das Fest des Glaubens p. 88.

[8] Documento de la Congregación para el Culto Divino (3 de octubre de 1984)

[9] Ibid.: Documento de la Congregación para el Culto Divino (3 de octubre de 1984)

[10] Ibid. : Documento de la Congregación para el Culto Divino (3 de octubre de 1984)

[11] Das Fest des Glaubens p. 108

[12] Das fest des Glaubens p. 109

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