conoZe.com » bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias

La extinción cultural

La diversidad cultural ha substituido a la excepción cultural, según la retórica europea, de inspiración francesa. Pero los dos términos abarcan en la práctica el mismo comportamiento: a saber, el proteccionismo cultural o la voluntad de establecerlo.

La idea de que una cultura preserva su originalidad atrincherándose contra las influencias extranjeras es una antigua ilusión falsa que siempre ha dado un resultado contrario al que se buscaba. No se puede ser diferente a solas. La libre circulación de las obras y los talentos es lo que permite a cada cultura perpetuarse al tiempo que se renueva. El aislamiento sólo engendra esterilidad. La demostración se remonta al antiguo paralelismo entre Esparta y Atenas. Esta última, ciudad abierta, fue el lugar prolífico de la creación en las letras y las artes, en la filosofía y las matemáticas, la ciencia política y la historia. Esparta, al defender celosamente su «excepción», realizó la hazaña de ser la única ciudad griega que no produjo un solo poeta, orador, pensador ni arquitecto. No dejó de conseguir su diversidad, pero fue la de la nada.

Volvemos a ver esa extinción cultural en los regímenes totalitarios modernos. El miedo a la contaminación ideológica movió a los nazis, soviéticos y maoístas a parapetarse en un arte ramplón y en una literatura pomposa, auténticas injurias al pasado de los tres pueblos a los que fueron infligidas. Cuando Jean—Marie Messier, declaró en diciembre de 2001, con lo que provocó clamores horrorizados: «La excepción cultural francesa ha muerto», no fue lo bastante lejos y habría podido añadir: en realidad, nunca había existido, por fortuna. De lo contrario, la que habría muerto habría sido la propia cultura francesa. Imaginemos que en el siglo xvi los reyes de Francia, en lugar de invitar a los pintores italianos a que acudieran a Francia, se hubiesen dicho: «Esa preponderancia de la pintura italiana es insoportable, la verdad, dejemos fuera a esos pintores y sus cuadros». El único fruto de esa actitud castradora habría sido el de agotar el venero de una renovación de la pintura francesa. Asimismo, entre 1880 y 1914, ¡había muchos más cuadros impresionistas franceses en los museos y las casas de los coleccionistas americanos que en los museos y las casas de los coleccionistas franceses! Pese —o gracias— a ello, el arte americano encontró más adelante su originalidad y pudo influir, a su vez, en el nuestro.

Esas fecundaciones mutuas se burlan de posibles antagonismos políticos. Durante la primera mitad del siglo xvii, cuando España y Francia se combatían con bastante frecuencia, la influencia creadora de la literatura española en la nuestra fue particularmente marcada. El siglo xviii, período de conflictos repetidos entre Francia e Inglaterra, fue también aquel en el que los intercambios intelectuales entre las dos civilizaciones llegaron a ser seguramente más activos y productivos. No se puede decir que entre 1870 y 1945 las relaciones diplomático—estratégicas entre Francia y Alemania fueran idílicas. Sin embargo, durante aquellos años los filósofos y los historiadores alemanes hicieron más escuela que nunca en Francia. ¿Y acaso no estaba Nietzsche impregnado de los moralistas franceses? Se podría alargar la lista de los ejemplos que ilustran esa verdad: la diversidad cultural nace de la multiplicidad de los intercambios. Es cierto incluso en el caso de la gastronomía: sólo los alucinados fóbicos de los McDonald's desconocen ese fenómeno, fácilmente verificable, de que nunca ha habido tantos restaurantes de cocinas extranjeras en casi todos los países como en nuestros días. La mundialización no uniformiza, sino que diversifica. La reclusión agota la inspiración.

En la práctica, excepción o diversidad culturales son en Europa y sobre todo en Francia nombres de códigos que designan las ayudas y las cuotas. Repetir machaconamente que «los bienes culturales no son simples mercancías» es revolcarse en la trivialidad. ¿Quién ha afirmado nunca que lo fueran? Pero tampoco son simples productos de la financiación del Estado o, si no, la pintura soviética habría sido la más hermosa del mundo. Los abogados del proteccionismo y del subvencionismo se contradicen. Arman todo ese jaleo, según dicen, contra el dinero y, al mismo tiempo, sostienen que la creación está condicionada por el dinero, a condición de que se trate de dinero público. Ahora bien, aunque el talento necesita ayuda a veces, la ayuda no hace el talento.

«Miren el cine italiano —nos explican—. Por falta de ideas, casi ha desaparecido». Pero, en los años de la posguerra, la causa de su esplendor no se llamaba subvención: se llamaba Rossellini y De Sica, Blasetti y Castellani, Visconti y Fellini. También a la imaginación de los creadores y no a los cheques de los ministros debe el cine español su desarrollo a partir del decenio de 1980. Y, si el cine francés reconquistó en 2001 la primera parte del mercado en sus fronteras y obtuvo éxitos fuera, no fue por haber sido subvencionado más que en el pasado, sino por haber producido un puñado de películas cuya calidad advierte el público y no sólo sus autores.

Por fortuna, el cine francés ha demostrado, así, una diversidad más auténtica que los monótonos machacones de la diversidad.

Aun así, hemos de situar en el lugar que le corresponde esa relativa renovación. Como se atreve a escribir con razón Dominique Moïsi: «Contribuye a la ironía de este debate que el año pasado el símbolo de la resistencia lograda de Francia a la hegemonía de Hollywood fuera una comedia, agradable pero muy superficial, Le Fabuleux destin d'Amélie Poulain [El fabuloso destino de Amélie Poulain], película que no es ni más ni menos que una serie de clips «enrollados» de estilo publicitario, que lamentablemente carece de contenido social o intelectual. En comparación, las películas de Ken Loach, aunque no se benefician de ese clima de excepción cultural, reflejan la profundidad de una diversidad cultural, a la vez estimulante y refrescante».[100] Y Moïsi deplora que hayamos substituido el serio debate que merece la cuestión de la dosificación entre el libre arbitrio del público y el voluntarismo (o el favoritismo...) del Estado, por «una explosión de delirio verbal para defender la naturaleza universal de la excepción francesa».

No hace falta ser Aristóteles ni Leibniz para comprender que la excepción universal es, efectivamente, en el plano de la lógica más elemental, una contradicción en los términos. No es la única en ese altercado confuso, en el que, más que coordinar argumentos, se desatan pasiones. Así, Denis Olivennes, director de Canal +, cadena de televisión que desempeña un gran papel en la financiación del cine francés, alega que uno de los pilares de dicha financiación es una deducción aplicada a la recaudación de todas las entradas a las salas. Así, escribe,[101] «el cine americano, que representa la mitad de las entradas a salas, aproximadamente, contribuye a la mitad de la financiación de los fondos de ayuda». ¡Admirable deslizamiento de sentido! Pues del texto se desprende claramente que no es el cine americano el que contribuye al fondo de ayuda, sino más bien el espectador francés que va a ver las películas americanas. De forma más general, la oposición entre el Estado y el mercado en el arte, entre dinero público y dinero del público, es engañosa. El único dinero «público» que existe es el que el Estado deduce de lo pagado por el público, por uno u otro medio, directa o indirectamente. Pero siempre es el público el que paga. La única cuestión es saber cuál es la parte de su contribución que procede de su libre elección y cuál es la que emana de una deducción autoritaria, cuyo producto es utilizado después de forma discrecional por una minoría de dirigentes políticos y administrativos o de comisiones cuyos miembros son nombrados y no elegidos democráticamente.

Una cultura entra en decadencia cuando, al no consistir ya sino en alabanzas que se dirige a sí misma, se exalta denigrando a las otras culturas. Así, los profesionales franceses del sector audiovisual repiten todo el santo día y acaban incluso creyendo y haciendo creer al público que los telefilmes americanos, por obedecer al interés exclusivo por «hacer dinero», caen en la facilidad comercial y rehúyen todos los asuntos relativos a problemas sociales o políticos controvertidos. Las series francesas, al contrario —se dice y se repite ciegamente—, se inscriben en una tradición de televisión estatal, financiada con dinero público. Incluso nuestras cadenas privatizadas siguen los cánones estéticos de dicha tradición. Así escapan, supuestamente, a la «dictadura del beneficio» y, por tanto, pueden correr el riesgo de desagradar a una parte de los telespectadores mostrando con valor situaciones dolorosas o cargadas de polémica.

Ahora bien, lo contrario es lo que corresponde a la realidad. Michel Winkler lo ha ilustrado ampliamente, con ayuda de numerosos ejemplos, en su libro Les Miroirs de la vie [Los espejos de la vida], subtitulado Histoire des séries américaines [Historia de las series americanas] (Editions du Passage, 2002).

En una entrevista concedida a Le Monde télévision (9 de febrero de 2002), Winkler (por lo demás, médico y novelista, autor, en particular, de La Maladie de Sachs (La enfermedad de Sachs, Akal, Madrid, 1999), gran éxito del año literario 1998) declara: «Las series francesas no están hechas para hacer reflexionar. Las tres principales cadenas tienen una misma y única política en materia de creaciones (...) reafirmar el conformismo. El telespectador, víctima de sus fantasmas inducidos, queda asimilado a un bobo. A la inversa, en los Estados Unidos —añade—, la televisión ha substituido a la crítica social que hacía el cine en los decenios de 1930 a 1950». La producción francesa habitual mantiene al público tanto más cautivo cuanto que tan sólo el 15 por ciento de los franceses tienen cable o satélite, frente al 80 por ciento de los americanos.

Para llevar el agua a ese molino, he de recordar de nuevo el telefilme en varios episodios rodado y difundido en los Estados Unidos sobre el caso Watergate, en caliente, muy poco después de aquel caso y de la dimisión de Richard Nixon, a mediados del decenio de 1970. En él se veía a un actor que era casi un sosias del Presidente interpretar el papel de Nixon. Todos los demás personajes correspondían también a individuos reales y perfectamente identificables. Y no es el único escándalo nacional que haya proporcionado en América la trama de guiones destinados a la pantalla pequeña o a la grande, que se ciñen lo más posible a los acontecimientos y a las figuras históricas. En cambio, sigo esperando un telefilme francés sobre el tráfico de influencias habido con ocasión de la recompra de Triangle por Pechiney, y sobre sus propios autores, situados, al parecer, en el más alto nivel del Estado francés. O también sobre el escándalo del Crédit Lyonnais o el de Elf. Para compararse con los modelos americanos y con su valor, esos telefilmes franceses deberían ser la transposición fiel en la pantalla de esos episodios históricos poco halagadores para Francia, con intérpretes escrupulosamente calcados de los personajes originales. Puede que hayamos de esperar aún mucho tiempo.

Catherine Tasca, ministra francesa de Cultura, rumiando los restos del marxismo más enmohecido, confiaba al Figaro Magazine (9 de febrero 2002) lo siguiente: «Las leyes del mercado son los pabellones del poder americano». ¡No, señor! No son sus pabellones: son su explicación.

En la esfera de la cultura como en las demás, la polémica de la mundialización, que surgió y se enconó durante el último decenio del siglo xx, trasluce, en realidad, lo que quisiera ser una resistencia a la americanización. Y, en esa esfera cultural como en las demás, debemos distinguir lo que, en nuestra concepción de la americanización en cuanto amenaza o enfermedad, es imaginario o fantasmático y lo que está justificado. Y también debemos preguntarnos si no habrá en la cultura americana realizaciones positivas mediante las cuales no sea totalmente malo que las otras culturas resulten influidas, o incluso si aportarán algunas soluciones originales de las que las civilizaciones europeas, asiáticas o africanas se beneficiarían, si se inspiraran en ellas, sin por ello copiarlas, sino transponiéndolas.

El miedo a ver las «identidades» culturales ahogadas como en una uniformización planetaria, que hoy sería de coloración predominantemente americana, pero que en el pasado tuvo otras, no se basa ni en una experiencia histórica documentada ni en una buena observación del mundo contemporáneo. La compenetración de las culturas, con preponderancia ora de una ora de otra, ora en una de sus manifestaciones ora en otra, nunca ha propiciado —en la Antigüedad como en los períodos medieval, moderno y contemporáneo— la uniformidad, sino la diversidad. Eso es lo que ocurre hoy también y lo que muestra, entre muchos autores, el ensayista sueco John Norberg, prácticamente en los términos en que lo he hecho yo más atrás. «Muchas personas —escribe— temen una "mcdonalización" del mundo, una uniformización en la que todo el mundo acabaría llevando la misma ropa y viendo las mismas películas, pero no se trata de una descripción exacta del proceso de mundialización. Quien se pasee por Estocolmo actualmente no tendrá la menor dificultad para encontrar hamburguesas y Coca-Cola, pero con la misma facilidad encontrará en abundancia kebab, sushi, tex-mex, pato de Pekín, quesos franceses, sopa tailandesa.» Y el autor recuerda algo que se olvida con frecuencia: la cultura americana no es sólo las canciones de Madonna y las películas de Bruce Willis, es también el país en el que hay 1.700 orquestas sinfónicas, 7,5 millones de entradas por año en la ópera y 500 millones de entradas a los museos... con bastante frecuencia gratuitas.[102] Además, casi todos los museos americanos deben su existencia y sus créditos de funcionamiento —recordémoslo— a financiaciones privadas.

Resulta sorprendente que unos artistas tengan tan poca estima por su arte, que atribuyan su posible difusión internacional tan sólo al poder del dinero y de la publicidad. Así, Bertrand Tavernier, al que conocí, como fino conocedor del arte cinematográfico americano, antes de que llegara a ser, a su vez, director, explicó más adelante su éxito en estos términos: «Con la complicidad de ciertos políticos e incluso de los periódicos ( ...) apoyándose en un sistema de distribución a prueba de bombas,[103] los americanos nos imponen sus películas».[104] Y, sin embargo, Tavernier debería saber que nunca se impone por la fuerza ni siquiera mediante la publicidad una obra literaria o artística y menos aún una obra de simple diversión, a un público al que no seduzcan. Todo el poder de coerción de la Unión Soviética no logró nunca «imponer», en la medida en que lo habrían deseado las autoridades, la literatura oficial a los lectores, que preferían las obras clandestinas mimeografiadas y distribuidas bajo cuerda, los famosos samizdat (literalmente: autoedición). Cuando la policía atrapaba a los autores o a los difusores de dichos samizdat, los enviaba a la cárcel, a un campo de concentración o a un hospital psiquiátrico especial, con la acusación de «cosmopolitismo», otro nombre de la mundialización.

En enero de 2002, cuando Yves Saint Laurent anunció de forma inesperada su decisión de retirarse, con lo que ponía fin de pronto a su actividad de gran modista, causó una emoción enorme en el mundo entero, precisamente porque el talento de Saint Laurent había irradiado en el mundo entero y no sólo el suyo, por lo demás, sino también el de numerosos predecesores que desde hace más de un siglo instauraron y perpetuaron la preponderancia internacional de la alta costura francesa (lo que no quita el menor mérito a las demás escuelas, en particular la italiana).

En aquel momento no se pudo leer en la prensa extranjera que esa preeminencia tradicional de la alta costura francesa y la incandescencia de Saint Laurent eran debidas exclusivamente a «un sistema de distribución a prueba de bombas», que, con la obscura complicidad de «políticos y periódicos», lograba «imponer» a los demás los vestidos de los artistas parisinos. Los autores de semejantes artículos habrían hecho el ridículo.

Pero los franceses, por su parte, se guardan demasiado poco, por desgracia, de caer en esa clase de ridículo. Así, entre 1948 y 1962, en las Bienales de Venecia, la mayoría de los grandes premios fueron concedidos a artistas de la escuela de París, pero, cuando en 1964 el jurado concedió el gran premio de pintura a Robert Rauschenberg, el más reciente jefe de fila de una escuela de Nueva York cuya vitalidad llevaba veinte años afirmándose, los franceses se escandalizaron, hablaron de presiones del Gobierno americano[105] sobre el Gobierno italiano y otras elegancias que no mostraron a algunos de nuestros funcionarios en su faceta más noble.

Los Gobiernos y las minorías selectas, inspirándose en lo que Giancarlo Pajetta, importante dirigente comunista italiano, dijo en cierta ocasión: «Por fin he comprendido lo que es el pluralismo: cuando varias personas comparten mi opinión», están casi por doquier a favor de la mundialización cultural con la condición de que el inspirador y el modelo sea su país. Al presentar un «Proyecto cultural exterior de Francia», en 1984, el Gobierno francés decía en primer lugar, y con insigne modestia, que aquel manifiesto no tenía «probablemente ejemplo en ningún otro país». Se tiene genio o no se tiene. Todas las culturas valen igual, concedían los autores del texto gubernamental (lo que peca de simplismo «políticamente correcto»), pero la nuestra está predestinada: su papel debe ser el de mediador universal, pues es «compartida por hombres de todos los continentes». Optimismo conmovedor, del que se desprendía, naturalmente, la conclusión de que «el futuro de la lengua francesa en el mundo ha de ser solidario con el destino de los pueblos y promotor de desarrollo». La uniformización cultural del mundo, para los autores de aquel manifiesto gubernamental, sólo presentaba ventajas, dado que era francesa... al menos en sus falsas ilusiones.

Por lo demás, la uniformización cultural del mundo, en la que hoy se ve la mayoría de las veces su americanización, es americana, en la medida en que existe, tan sólo en lo relativo a una parte de la cultura y no la más profunda ni la más duradera. Transmite sobre todo la llamada cultura de masas, la diversión, ciertos espectáculos, ciertos usos vestimentarios o alimentarios caros a los jóvenes, ciertas músicas populares, pero no todos, ni mucho menos. Se trata de un empleo de la palabra cultura en sentido amplio —podríamos decir incluso relajado—, que ha prevalecido porque las profesiones del espectáculo son las que, por razones económicas, dirigen el coro de las lamentaciones contra el poder de los productores americanos. Ese poder plantea un problema, pero resulta abusivo reducir a él la totalidad de la vida cultural.

Mal que pese a la gente del cine, la cultura es también un poco la literatura, la ciencia, la arquitectura, la pintura. Ahora bien, observemos los hechos: el momento en el que la novela americana influyó más en la novela europea se sitúa entre las dos guerras mundiales, en una época en que los Estados Unidos no eran aún la primera potencia planetaria. En aquella época se atribuía ese papel más bien a Gran Bretaña. Después de la segunda guerra mundial, cuando los Estados Unidos pasaron a ser políticamente dominantes, fue la literatura latinoamericana la que obtuvo en Europa un éxito a la vez de crítica y de público muy superior al de la literatura norteamericana de entonces, aunque ésta contara con tantos talentos de primer orden durante aquel período como en el anterior. «Hace cincuenta años apenas —escribió Mario Vargas Llosa en octubre de 2000—, nosotros, los hispanófonos, éramos una comunidad encerrada en sí misma, que se exponía muy poco fuera de sus fronteras lingüísticas. En cambio, hoy la lengua española demuestra una vitalidad cada vez mayor y va consiguiendo cabezas de puente y posiciones a veces fuertes en los cinco continentes. El hecho de que los Estados Unidos cuenten hoy con de veinte a treinta millones de hispanófonos explica que los dos candidatos actuales a la presidencia americana, el gobernador Bush y el Vicepresidente Al Gore, utilicen también el español en sus discursos electorales».[106] Ese ejemplo muestra que la mundialización hace avanzar la diversidad cultural, incluidos los Estados Unidos.

Habría que hablar también del auditorio internacional de la literatura japonesa durante la segunda mitad del siglo xx o del lento, pero irresistible, acceso a la autoridad literaria mundial de un V.S. Naipaul, premio Nobel de literatura 2001, escritor cuyas raíces culturales son múltiples y complejas, a la vez antillanas, indias e inglesas, pero, en todo caso, no americanas. Desde 1950, los autores dramáticos franceses están mucho más presentes en las escenas de todos los continentes que los autores norteamericanos. Los poetas italianos, Ungaretti o Montale, son más famosos que sus cofrades americanos.

Podría seguir por mucho tiempo. Da vergüenza tener que enumerar esas trivialidades de manual, pero no queda más remedio, para intentar contrarrestar los estúpidos e hipócritas gritos de alarma sobre los peligros que supuestamente amenazan en nuestros días a la diversidad cultural, cuando ésta nunca había sido tan grande, ya que la mundialización en marcha desde 1945 ha permitido precisamente una circulación cada vez mayor de las obras intelectuales en todo el planeta y el cruce de un número cada vez mayor de formas estéticas. ¿Se me puede decir cuántos autores franceses había traducidos al japonés en el siglo xix y a la inversa? Hoy lo están casi todos.

Tampoco veo que los arquitectos italianos, escandinavos, sudamericanos, franceses, suizos o de otra nacionalidad reciban menos encargos que sus cofrades americanos. Todas esas nacionalidades y muchas otras han brindado —y siguen haciéndolo— nombres ilustres al arte arquitectónico. Sus genios creadores se han inspirado mutuamente sin perder sus originalidades respectivas y con ello ha ganado la diversidad. En cuanto a la pintura, si la aparición de la escuela de Nueva York hacia 1960 hizo rechinar los dientes, como ya he dicho más arriba, a los pintores y los críticos franceses, acostumbrados desde hacía dos siglos a su posición dominante, resulta difícil de negar que esa floración neoyorquina ha diversificado, más que uniformizar, el arte pictórico, como lo diversificaron el grupo Cobra en la Europa del Norte o la renovación italiana en el mismo momento.

Al contrario de lo que dijo Jacques Chirac,[107] la mundialización no es la «laminadora de las culturas». Es y ha sido siempre su principal fecundadora. Piénsese, por ejemplo, en el factor de renovación que fue el descubrimiento —o, más bien, un conocimiento más amplio— de la pintura japonesa, al final del siglo xix, para la creación artística francesa, o la llegada a Francia del arte africano, diez o veinte años después. Pululan casos semejantes. A menos de estar descerebrado por los chillones de Seattle o de Porto Alegre, no se puede borrar la lección multimilenaria de la historia de las civilizaciones: la compartimentación es lo que lamina y esteriliza las culturas, mientras que la compenetración las enriquece e inspira.

La ciencia merece un capítulo aparte. La investigación depende mucho más de los medios financieros puestos a su disposición que otras actividades intelectuales. Eso explica en parte la reciente preponderancia americana, pero sólo en parte. Se debe también al funcionamiento de las universidades americanas, que combinan mucho más íntimamente que sus hermanas europeas, exceptuadas las universidades británicas y alemanas, la enseñanza y la investigación. Ésa es una de las razones por las que las universidades americanas atraen a tantos profesores y estudiantes extranjeros. En su informe sobre el año 2002, el Tribunal de Cuentas francés criticó —¡una vez más!— la esclerosis del Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), el envejecimiento de sus investigadores, la ausencia de evaluación. Ese diagnóstico pesimista es una cantinela que reaparece periódicamente desde hace decenios, pero que, como es habitual en Francia en todas las esferas, nunca ha acarreado la menor reforma. Pese a sus deficiencias, en decenios recientes algunos premios Nobel han correspondido a investigadores franceses, así como a otros investigadores de países distintos de los Estados Unidos, aunque éstos han obtenido el mayor número de ellos. Pero no por ello deja de persistir la diversidad geográfica de la investigación, aunque el concepto de diversidad en la ciencia no tiene demasiada importancia, ya que el conocimiento científico —a diferencia de la escultura o la música— no puede ser diferente en Tokio, Roma o Bombay de lo que es en Massachusetts o California. De ello se sigue aún más que la mundialización del conocimiento científico es también necesaria para su progreso y el de todas las civilizaciones. Si Descartes no hubiera rechazado la física de Galileo por dogmatismo filosófico, tal vez habría sido un francés quien hubiese hecho el descubrimiento que más adelante haría Newton en una Inglaterra en la que el pensamiento científico estaba mucho más exento de prejuicios metafisicos que en Francia. Y, si el Islam no hubiera rechazado la ciencia moderna, los países islámicos tal vez no sufriesen de esa «excepción cultural» más bien negativa que es la suya desde hace tres siglos.

Pues la consolidación y la erradicación de una cultura descansan sobre un fundamento esencial: la amplitud y la calidad de la enseñanza en el país o en la zona geográfica de su implantación y su adaptación a las evoluciones del conocimiento. La degradación de las enseñanzas elemental y secundaria en Francia desde 1970, aproximadamente, es una catástrofe reconocida y tan abundantemente documentada como comentada. Pero se habla menos de las insuficiencias de la enseñanza superior francesa. Ahora bien, en una época en que una parte cada vez mayor de la población puede acceder a ella, de la calidad de dicha enseñanza depende el vigor de una cultura y el atractivo que puede presentar para quienes la observan desde fuera.

¿Por qué están las universidades americanas y no las nuestras atestadas de estudiantes, profesores e investigadores procedentes de todos los países del mundo? En un estudio de la mayor importancia, L'Université française du xix au xx siècle [La Universidad francesa del siglo xix al xx] (en la obra colectiva La France du nouveau siècle [La Francia del nuevo siglo], bajo la dirección de Thierry de Montbrial, PUF, 2002), Jean-Claude Casanova expone con precisión inexorable las causas de la paralización de la enseñanza francesa, en comparación con la de los Estados Unidos. Una primera categoría de causas se debe a la simple insuficiencia de medios. Así, el capital de la Universidad de Harvard, es decir, de una sola universidad americana, que no es la mayor, es —recuerda Casanova— veinte mil millones de dólares: es decir, más del doble del gasto anual de Francia en todo su sistema universitario. Una segunda categoría de causas de nuestra debilidad se debe a una concepción errónea que desde el comienzo del siglo xix ha hecho prevalecer la centralización administrativa. Durante mucho tiempo se habló de la Universidad francesa y no de las universidades francesas. Ya al fin del siglo xix, en Les origines de la France contemporaine [Los orígenes de la Francia contemporánea], Hyppolyte Taine había descrito de forma convincente, sin que sirviera de nada, naturalmente, el artritismo cultural engendrado por ese autoritarismo educativo.

A esa ausencia de autonomía de las universidades, que, sin embargo, habían prosperado en la Edad Media, se sumó la falta consistente en separar la enseñanza de la investigación. Hace cincuenta años que grandes investigadores franceses, sobre todo los que tienen experiencia con universidades alemanas, inglesas o americanas, denuncian periódicamente sus nefastas consecuencias. Pero, en eso como en otros asuntos, la incapacidad francesa para tener en cuenta los análisis menos refutables y reformar (salvo en sentido demagógico) ha perpetuado ese absurdo divorcio. Por último, tercer aspecto de nuestra inferioridad, según Casanova, «la universidad francesa organiza con considerable retraso la formación de masas, al contrario que las universidades americanas, que se aplicaron a ella, las primeras del mundo, a partir de mediados del siglo xx».

La verdadera cultura trasciende siempre las fronteras nacionales. Sin embargo, resulta extraño que, entre las contradicciones del antiamericanismo, se encuentre la condena del internacionalismo cultural, incluso en los casos en que es la cultura americana la que se inspira en la cultura europea, asiática o de otro continente. E incluso cuando esa influencia se ejerce sobre la cultura de masas.

Así, una periodista quebequesa echa pestes contra «el fast-food cultural del momento... The Phantom of the Opera [El fantasma de la ópera], producto cultural estrechamente emparentado con el sandwich más solicitado de la cadena McDonald's, el Big Mac».[108]Aparte de que en ese caso el espectáculo de que habla la señora Vaillancourt no es de concepción americana, sino británica, ningún periodista ignora —o no debería ignorar— que está sacado de una célebre novela francesa, publicada en 1910, Le Fantóme de l'Opéra [El fantasma de la ópera], obra de Gaston Leroux, padre, además, de Rouletabille y de Chéri Bibi. Así, pues, desde nuestro punto de vista, deberíamos alegrarnos de que, gracias a la producción americana, la literatura popular francesa se encuentre transpuesta en las pantallas mundiales, pero, según el justo comentario de Mario Roy, «en ningún momento se ha planteado el deber de tener en cuenta los hechos, claro está».

Así, el odio a los americanos llega a veces hasta el punto en que se transforma en odio a nosotros mismos. Es lo que ocurrió con motivo de la instalación de un Disneylandia cerca de París, en 1992. Aquel acontecimiento fue denunciado por nuestros intelectuales como un «Chernóbil cultural». Ahora bien, nótese, sin que sea necesario dar pruebas de una erudición excepcional, que gran parte de los temas inspiradores de Walt Disney, en particular en sus largometrajes, proceden de fuentes europeas. Blanca Nieves y los siete enanitos, La bella durmiente del bosque, el Pinocho de Carlo Collodi, las partituras musicales de Fantasía o la reconstrucción del barco de los piratas de La isla del tesoro de R.L. Stevenson representan préstamos —y homenajes— de América al genio europeo, como también rinde homenajes a otras obras maestras tradicionales pertenecientes a otras cultura: por ejemplo, Las mil y una noches.

¿Acaso no es un ejemplo del avance y del cruce imprevisibles de las culturas que esos cuentos populares, fruto, a lo largo de los siglos, de la imaginación de tantos pueblos diversos y durante mucho tiempo transmitidos de generación en generación por vía oral y después fijados en forma escrita por los diversos autores que los recopilaban, se materialicen por fin en la pantalla gracias a la invención del cine y al talento de un artista californiano? Su dinámica mundializadora toma prestados los instrumentos de transmisión más diversos, antiguos y modernos, y se burla de las pudibundeces patrioteras de los proteccionistas de cortos alcances[109].

Éstos objetarán, seguro, que la explotación de esas leyendas occidentales u orientales por la industria americana del espectáculo ha de traicionar por fuerza su originalidad, deformarla, mercantilizarla. Hollywood, como todo el mundo sabe o debería saber, nunca ha sido otra cosa que la capital del mal gusto, la vulgaridad, la trivialidad. La producción americana de espectáculos destruye la cultura de los demás, en lugar de valorizarla. En ese punto hemos abandonado la esfera racional para encerrarnos en la del delirio contradictorio.

Y tanto más contradictorio cuanto que esa diatriba trivial va acompañada a menudo, en los países en que resuena cotidianamente, de una propensión suicida a destruir su propio patrimonio cultural.

En su Histoire du vandalisme, Les monuments détruits de l'art français[110][Historia del vandalismo, Los monumentos destruidos del arte francés] Louis Réau, que dedicó toda su carrera de historiador a dicho arte francés, confecciona la espantosa contabilidad de las obras maestras de nuestra arquitectura que fueron demolidas, quemadas o desfiguradas, en todas las épocas pero sobre todo durante la Revolución Francesa y después de ella, es decir, en virtud de una incomprensible incoherencia, durante el período en que con mayor virulencia se desarrolló el nacionalismo cultural. Al poner al día la obra de Réau, los señores Fleury y Leproux presentan el panorama, no menos consternador, de nuestro vandalismo desde 1958 o, dicho de otro modo, durante la V República, régimen en el que la pretensión intensificada de afirmar una «política cultural de Francia» fue acompañada, con el pretexto de la modernización, de un afeamiento metódico de París, a costa de la destrucción o del abandono del mantenimiento de obras preciosas del patrimonio arquitectónico.[111] Además, la ley de descentralización, que aumentaba los poderes de las administraciones locales, decuplicó ipso facto también las capacidades provinciales de vandalismo. Resultan ya innumerables los edificios destinados a albergar los consejos municipales, departamentales o regionales que se han elevado sobre las ruinas de un monumento histórico, a menos que no se haya «acondicionado» dicho monumento para mutilarlo por siempre jamás. En 1990, por ejemplo, el consejo municipal de Nîmes votó la demolición de una casa medieval adornada con frescos de la época. Como uno de los consejeros municipales, un maníaco anclado en el pasado y aislado, protestaba contra ese sacrilegio, oyó esta respuesta del primer teniente de alcalde de Cultura: «Ese edificio particular no databa de la Edad Media, sino del siglo xiv».[112] Para ignorar hasta ese punto los diversos períodos de la historia de Francia y de Europa, esos dos vándalos debían de ser seguramente americanos.

A partir del año 2000, ese furor por saquear los monumentos históricos se apoderó también del organismo administrativo encargado precisamente de preservarlos, gestionarlos, valorizarlos y abrirlos al público: el Centro de Monumentos Nacionales. Esos funcionarios, presa de un trance seudomodernista, decidieron que, como el patrimonio, tal cual es, no ofrecía ya probablemente, a su juicio, interés alguno por sí mismo, debía servir en adelante para la «animación cultural», expresión que sirve para designar el charlatanismo vacío y conformista. Se iba a «abrir» el patrimonio «a la creación contemporánea». Es muy encomiable querer alentar la creación contemporánea, pero no se entiende por qué la condición de ese aliento debe ser la aniquilación de la creación del pasado.

¿Por qué, por ejemplo, haber desfigurado el palacete de Sully, una de las perlas del Marais, una de las pocas moradas del siglo xvii que se conservan intactas, con sus tapices de época dibujados por Simon Vouet y la galería de retratos de la familia Sully, para volver a pintar la gran sala de amarillo y rosa chillones y mancillarla con una decoración y arañas «de moda» que recuerdan menos a Enrique IV o a Luis XIII que al vestíbulo de un palacio para nuevos ricos en una estación balnearia indonesia? ¿Con qué derecho unos funcionarios, encargados de velar por el mantenimiento de los monumentos que el público va a visitar precisamente para conocer su pasado, adoptan semejantes iniciativas? Cierto es que el nivel de su cultura personal parece haber disminuido trágicamente desde hace una o dos generaciones. ¿Acaso no respondió una subdirectora de la Action Culturelle [Acción cultural] al conservador del castillo de Chambord que proponía «animar» el castillo haciendo en él una representación de Le Bourgeois gentilhomme [El burgués gentilhombre]: «Aparte de Fedra (sic), Molière es muy pesado»?[113]

A partir de esta breve ojeada, podemos concluir que el vandalismo autodestructivo del patrimonio cultural francés es más temible y ha causado ya muchos más estragos que la supuesta mundialización «laminadora». Y, desde luego, Francia no es el único país en el que se da esa furia, de origen ideológico muy general o falsamente innovador. Causó también, por ejemplo, pérdidas artísticas irreparables en la China de Mao, como se atrevió a decir Simon Leys en pleno reino universal de la maolatría.[114]

La obsesión por ver borrada la diversidad de culturas en pro de la cultura americana exclusivamente resulta reforzada por otra causa, muy real ésa: la difusión internacional de la lengua inglesa. Es la lengua materna de unos trescientos ochenta millones de seres humanos. Otros tantos, aproximadamente, la utilizan como segunda lengua, sin contar el número aún superior de quienes sólo tienen nociones de ella, el mínimo indispensable para arreglárselas en la vida práctica en el extranjero, fuera incluso de los países anglófonos. Si bien esa internacionalización del inglés es resultado, en gran medida, de la superpotencia de los Estados Unidos —no sólo política y estratégica, sino también económica, científica y tecnológica—, ¿quiere eso decir que entraña una americanización cultural del planeta? En modo alguno. Observemos, en primer lugar, que dominar un inglés elemental, para las necesidades de la vida corriente, de los intercambios comerciales, de las negociaciones financieras o incluso políticas y diplomáticas no supone que se tenga un conocimiento profundo ni superficial siquiera de la cultura y del pensamiento angloamericanos y que se abandonen los propios a favor de ellos. El empleo utilitario del inglés por centenares de millones de nuestros contemporáneos es totalmente compatible con una ignorancia abismal de los grandes escritores y pensadores, como también de los acontecimientos históricos, políticos, religiosos, que han dado forma a las civilizaciones británica y americana. Y, a la inversa, alguien que no sepa una palabra de ruso puede estar impregnado de sensibilidad rusa gracias a una lectura asidua de los clásicos, en las traducciones, con frecuencia admirables, que de ellos se han hecho en tantas lenguas.

Además, la mundialización es factor de diversificación también en el aprendizaje de las lenguas distintas del inglés. Como dice también Vargas Llosa, en el texto antes citado: « ¿Cuántos millones de jóvenes de los dos sexos, han decidido, en todo el mundo, gracias a la mundialización, aprender japonés, alemán, chino mandarín, cantonés, árabe, ruso, francés? Seguro que se trata de una cifra elevada y de una evolución propia de nuestra época, que, por fortuna, no dejará de intensificarse en los años venideros». En efecto, no lo olvidemos: la mundialización es también la facilitación de los viajes. Los destinos más lejanos, antes accesibles sólo a los ricos, están ahora al alcance de una innumerable muchedumbre cosmopolita, mediante sumas relativamente modestas. Ésa es otra fuente de diversidad, no de uniformidad.

Se puede objetar con razón —cierto es— que la omnipresencia del inglés altera con frecuencia las otras lenguas, no tanto por los préstamos que de él toman —fenómeno lingüístico normal y universal— cuanto por las deformaciones en los giros y el vocabulario que les imprime. En Francia, Etiemble confeccionó, ya en 1964, un inventario de esas contaminaciones, en su famoso Parlez-vous franglais? [¿Habla usted franglés?] Si bien los anglicismos abusivos y, por lo demás superfluos en general tienen tendencia a invadir numerosas lenguas, hay que subrayar que la degradación de ciertas lenguas de alta cultura tiene sobre todo causas autónomas. Hay dos principales: el descenso del nivel de los estudios en un país en el que la enseñanza era en tiempos excelente y un modernismo de pacotilla, que consiste en imputar cualquier deseo de preservar y desarrollar las virtudes propias de una lengua a un purismo trasnochado y académico. La mayoría de las confusiones de sentido, impropiedades, o incoherencias sintácticas que salpican hoy, por ejemplo, el francés de los medios de comunicación, son de origen santamente autóctono. Nada deben a la influencia del inglés. Lo que es cierto, en cambio, es que el empobrecimiento y el mal funcionamiento de una lengua la debilitan y la vuelven, por tanto, cada vez más permeable a la invasión de términos y giros bastardos calcados de otra lengua: en nuestros días, de un mal inglés, en la mayoría de los casos. Cierto es que todas las lenguas evolucionan, conviene recordarlo. Pero tampoco conviene olvidar que toda evolución sigue necesariamente una orientación apropiada o no, la del progreso o de la decadencia. El bombardeo de una catedral es indudablemente una forma de evolución de la arquitectura. Pero, ¿es la más deseable?

Ahora bien, también en la esfera de las lenguas la mundialización resulta ser un venero de diversidad y no de uniformidad. Por una parte, la difusión del inglés facilita —¡claro que sí!— la comunicación entre las culturas y su fecundación recíproca. No es indiferente que, gracias a esa lingua franca, japoneses, alemanes, filipinos, italianos, rusos, franceses, brasileños, etcétera, puedan participar en un mismo coloquio e intercambiar en él ideas e informaciones. Por otra parte, mucha más gente que en el pasado habla o comprende, además de su lengua materna, una o dos lenguas extranjeras, distintas del inglés.

Lo que constituye el auténtico peligro de muerte para la cultura europea es el rechazo, por fobia antiamericana y antimundialista, del progreso. Guy Sorman ha mostrado a qué retrocesos científicos y técnicos conduciría ese obscurantismo, en su libro Le Progrès et ses ennemis [El progreso y sus enemigos].[115] No se trata de una tesis «de derecha» opuesta a una visión «de izquierda», sino de la tesis de la razón. La defiende tanto el liberal Sorman como el socialista Claude Allègre. Éste se alza contra la idea de que Europa debería abandonar la energía nuclear, los OGM y la investigación que utiliza las células embrionarias. Si los grupos de presión que intentan influir en ese sentido se salieran con la suya, «los Estados de Europa —escribe Allègre—, retrocederían, en veinte años, al nivel de los países subdesarrollados, en un mundo que estaría dominado entonces por el dúo Estados Unidos—China».[116] Los fanáticos del antiamericanismo habrían logrado, así, volver a Europa aún más dependiente de los Estados Unidos que en la actualidad.

Notas

[100] Les Échos, 14 de enero de 2002. «Les deux Frances» [Las dos Francias]. Observemos, no obstante, que los dos principales éxitos del cine francés en 2001- 2002, Le Fabuleux destin d'Amélie Poulain [El fabuloso destino de Amelie Poulain] y Astérix et Obélix: mission Cléopátre [Astérix y Obélix: misión Cleopatral, fueron filmados en estudios alemanes e ingleses. ¿Por qué? Porque el Estado francés desvalija a los productores que triunfan para subvencionar a los pesados.

[101] Le Monde, 12 de enero de 2002. El señor Olivennes dimitió en abril de 2002.

[102] Johan Norberg, In defense of global capitalism [En defensa del capitalismo mundial], Timbro, 2001. Original sueco: Till Kürldskapitalismens förvar, traducido al inglés por Roger Tanner.

[103] Sic. ¿Hemos de suponer, entonces, que el nuestro ha sido bombardeado?

[104] Declaración a la AFP, 5 de noviembre de 1992. Citado por Mario Roy, Pour en finir avec l'antiaméricanisme [Para acabar de una vez con el antiamericanismo], Editions du Boréal, Québec, 1993.

[105] Cosa tanto más estúpida cuanto que el jurado de la Bienal es internacional.

[106] «Cultures locales et mondialisation» [Culturas locales y mundialización], Commentaire, otoño de 2000, n° 91.

[107] Citado por Le Journal du dimanche del 3 de febrero de 2002.

[108] Julie Vaillancourt en Le Devoir, 22 de diciembre de 1992. Citado por Mario Roy en Pour en finir avec l'antiaméricanisme [Para acabar de una vez con el antiamericanismo], op. cit.

[109] s Me permito remitir a la exposición más amplia de este tema que figura en mi artículo «Le péril supreme: Disneyland» [El peligro máximo: Disneylandia], publicado en Le Point del 21 de marzo de 1992 y reproducido en mi recopilación Fin du siècle des ombres, op. cit., pág. 389.

[110] 1958. Nueva edición aumentada por Michel Fleury y Guy-Michel Leproux, Robert Laffont, col. «Bouquins», 1994.

[111] Véase en particular a ese respecto: André Fermigier, La Bataille de Paris. Des Halles á la Pyramide [La batalla de París. De Les Halles a la Pirámide 1. Edición y presentación por François Loyer, Gallimard, col. «Le Débat», 1990.

[112] Sesión del 24 de julio de 1990.

[113] Lo cuenta Le Figaro de los días 2-3 de febrero de 2002, en el que Anne-Marie Romero dedica un largo artículo muy preciso al escándalo del palacete de Sully y a otros.

[114] Véase Images brisées [Imágenes rotas[ (Laffont, 1976) y Ombres chinoises [Sombras chinas] (ibídem, 1978).

[115] Fayard, 2001.

[116] L' Express, 7 de febrero de 2002.

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