conoZe.com » bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias

Exposición de motivos (y II)

Al desplegar ese antiamericanismo, inspirado o, mejor dicho, decuplicado en 1969 por la guerra de Vietnam, los europeos y sobre todo los franceses, de forma más notablemente injustificada, olvidaban o fingían olvidar que la guerra americana de Vietnam era el retoño directo de la expansión colonial europea en general y de la guerra francesa de Indochina en particular. Precisamente porque la Francia ciega había rechazado cualquier descolonización después de 1945, porque se había extraviado inconsideradamente en una guerra lejana e interminable durante la cual había implorado, por lo demás, en numerosas ocasiones y a veces había obtenido la ayuda americana, porque la Francia derrotada en Dien Bien Fu había tenido que firmar en 1954 los desastrosos acuerdos de Ginebra, que la obligaron a entregar la mitad septentrional de Vietnam a un régimen comunista, que al instante se apresuró a violarlos, y, por tanto y sin lugar a dudas, a consecuencia de una larga serie de errores políticos y de fracasos militares de Francia fue por lo que los Estados Unidos se vieron obligados a intervenir más adelante.

Así se desarrollaba un guión que vemos con frecuencia en la base de las relaciones geoestratégicas y psicológicas entre Europa y América. En un primer momento, los europeos o determinado país europeo suplican a una América reticente que vuele en su ayuda, que entre en acción y, en general, pase a ser comanditaria y operadora de una intervención destinada a sacarlos de un peligro que ellos mismos han creado. En un segundo momento, se transforma a los Estados Unidos en únicos instigadores de todo el asunto. Ahora bien, si éste sale bien, como en el caso de la guerra fría, no se les demuestra agradecimiento alguno. En cambio, si sale mal, como en el caso de la guerra de Vietnam, se centra en ellos todo el oprobio.

En Ni Marx ni Jesús,[5] ya había tenido yo ocasión de exponer numerosas muestras del carácter intrínsecamente contradictorio del antiamericanismo pasional. Voy a tener que alargar aquí esa lista, en vista de lo poco que han cambiado las mentalidades en treinta años. Esa falta de lógica consiste en reprochar a los Estados Unidos sucesiva o simultáneamente una cosa y su contraria. Se trata de una señal que demuestra que no nos encontramos ante un análisis, sino ante una obsesión. Las muestras que he mencionado, extraídas del período del decenio de 1960, pero respecto de las cuales podemos encontrar fácilmente antepasados muy anteriores y vástagos muy posteriores, revelan un hábito profundamente anclado. No se ha modificado lo más mínimo en la actualidad, como acabo de decir, pese a las enseñanzas que se desprenden de los acontecimientos del último tercio del siglo XX y que no han quitado la razón precisamente a los Estados Unidos. Antes de abordarlo más por extenso, quisiera servir como aperitivo una de las manifestaciones más flagrantes, porque ha sobrevenido en el momento en que escribo estas líneas (comienzos de septiembre de 2001). Hasta mayo de 2001, aproximadamente, y desde hacía varios años, la queja principal formulada contra América era la del «unilateralismo», propio de una «hiperpotencia» que se entrometía en todo y se consideraba el «gendarme del mundo». Después, durante 2001, resultó que el Gobierno de George W. Bush era menos propenso que los anteriores a imponerse como socorrista universal en las crisis del planeta, en particular en la crisis palestino—israelí en vías de alarmante agravación. Conque el reproche contra los Estados Unidos se convirtió de repente en el de «aislacionismo» de un gran país que no cumple con todos sus deberes y sólo se ocupa, a costa dé un monstruoso egocentrismo, de sus intereses nacionales exclusivamente... Con una falta de lógica admirable, la misma rabia inspiraba la primera y la segunda requisitoria, aunque fueran espectacularmente antitéticas. Esa falta de lógica me recordó la de un razonamiento del general De Gaulle, quien, para explicar en 1966 la retirada de Francia del mando integrado de la OTAN, arguyó que en dos ocasiones, en 1914 y en 1940, cuando Francia se encontraba desamparada, los Estados Unidos habían tardado varios años en acudir en su ayuda. Ahora bien, ¿acaso no servía precisamente, por su concepción misma, la Organización del Tratado del Atlántico Norte para desencadenar, en función de las experiencias pasadas, automática e inmediatamente la intervención militar americana (y la de los demás signatarios) en caso de agresión contra uno de los Estados miembros? La pasión puede cegar a un gran hombre hasta el punto de hacerlo proferir barbaridades. Así, Alain Peyrefitte consigna en C'était de Gaulle.[6] estas palabras del general: «En 1944, a los americanos les importaba tan poco liberar a Francia como a los rusos liberar a Polonia». Cuando sabemos la forma como trataron los rusos a Polonia, primero durante la última fase de las operaciones de la segunda guerra mundial (retrasando el avance del Ejército Rojo para dejar a los alemanes el tiempo de hacer una carnicería con los habitantes de Varsovia) y después, cuando convirtieron el país en su satélite, el lector no puede por menos de sentirse estupefacto ante la audacia de semejante paralelismo, establecido por semejante inteligencia o pese a ella.

Pero un tercio de siglo después, hemos visto cosas peores. Después de la destrucción terrorista de la parte baja de Manhattan, en Nueva York, y de una parte del Pentágono, en Washington, el martes 11 de septiembre de 2001, pocos fueron los franceses que se negaron a participar en los tres minutos de silencio observados en todo el país como homenaje a la memoria de los millares de muertos. Entre los recalcitrantes figuraron los delegados y los militantes de la CGT, en la fiesta de L'Humanité, que se celebró durante el fin de semana de los días 15 y 16 de septiembre. Después, durante el fin de semana siguiente, les tocó el turno a los adeptos del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, en la fiesta tradicional de los de Azul-Blanco-Rojo. ¡Era la primera vez que la CGT desobedecía de forma tan pública al Partido Comunista! Así, pues, volvíamos a ver juntos bajo el estandarte del antiamericanismo, en el mismo bando, fueran cuales fuesen sus cantinelas ideológicas propias e incluso cuando eran en apariencia antagonistas, a todos los xenófobos, a todos los partidarios de los regímenes regresivos y represivos, sin olvidar a los antimundialistas y a nuestros seudoverdes.

En la esfera del antiamericanismo, el grado máximo de degradación intelectual —ni siquiera menciono la ignominia moral, que produce hastío, hablo sólo de la incoherencia de las ideas— se alcanzó en septiembre de 2001, después de los atentados contra las ciudades de Nueva York y Washington. Pasado el instante de la primera emoción y de las condolencias, en muchos puramente formalistas, se empezó a representar aquellos actos terroristas como una réplica al mal que, al parecer, causaban los Estados Unidos al mundo. Esa reacción fue, en primer lugar, la de los países musulmanes, pero también de dirigentes y periodistas de ciertos países del África subsahariana, todos los cuales no son de mayoría musulmana. Se trataba de la evasiva habitual de sociedades en quiebra crónica, que han fracasado completamente en su evolución hacia la democracia y el crecimiento y que, en lugar de buscar la causa de su fracaso en su propia incompetencia y su propia corrupción, acostumbran a imputarlo a Occidente de forma general y a los Estados Unidos en particular. Pero, aparte de esos casos clásicos de ceguera voluntaria aplicada a uno mismo, también en la prensa europea, sobre todo en la francesa, naturalmente, entre los intelectuales y algunos políticos, no sólo de izquierda, sino también de derecha afloró al cabo de unos días la teoría de la culpabilidad americana.

¿Acaso no había que preguntarse por las causas profundas, las «raíces», del mal que había movido a los terroristas a llevar a cabo su acción destructiva? ¿Acaso no tenían los Estados Unidos una parte de responsabilidad en su propia desgracia? ¿Acaso no había que tener en cuenta los sufrimientos de los países pobres y el contraste de su miseria con la opulencia americana?

Esa argumentación no fue formulada únicamente en los países cuya población, exaltada por la yihad, aclamó, ya en los primeros días, la catástrofe de Nueva York, a su juicio castigo bien merecido. Se abrió paso también en las democracias europeas, donde, muy pronto, se dio a entender aquí y allá que el deber de llorar a los muertos no debía ocultar el derecho a analizar los motivos.

En este caso reconocemos el rudimentario razonamiento marxista, repetido por los adversarios de la mundialización, según el cual los ricos se vuelven cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres y la riqueza de unos es la causa de la pobreza de los otros. Marx creyó poder predecir que en los países industrializados que estudiaba el capital se concentraría entre las manos de un grupo cada vez más limitado de propietarios cada vez más opulentos que afrontarían a hordas cada vez más numerosas de proletarios cada vez más miserables.

Ante la prueba de la Historia, esa teoría ha resultado tan falsa respecto de las relaciones entre las clases sociales dentro de la sociedades desarrolladas como de las relaciones entre las sociedades desarrolladas y las llamadas en vías de desarrollo. Pero la falsedad nunca ha impedido prosperar a una opinión, cuando va apoyada por la ideología y protegida por la ignorancia. El error, cuando satisface una necesidad, rehúye los hechos.

Rápidamente se dio un paso suplementario hacia esa degradación intelectual que he señalado, cuando empezaron a cundir las declaraciones que instaban a los Estados Unidos a no desencadenar una guerra cuyas consecuencias sufriría todo el planeta. Así, pues, unos fanáticos suicidas, adoctrinados, entrenados y financiados por una potente y rica organización terrorista multinacional, asesinaban al menos a tres mal personas en un cuarto de hora en América, ¡y esa misma América resultaba ser la agresora! ¿Por qué? Porque se proponía defenderse y erradicar el terrorismo. Aquellos inconscientes, obnubilados por su odio y repantigados en su falta de lógica, olvidaban, además, que, al hacerlo, los Estados Unidos obraban no sólo en pro de su interés, sano también del nuestro, de nosotros, los europeos, y de muchos otros países amenazados o ya subvertidos y arruinados por el terror.

Así, pues, ahora como antes y antes como en el pasado, un labro sobre los Estados Unidos está condenado, en cierto modo, a ser un labro dedicado a la desinformación sobre los Estados Unidos, tarea temible e interminable, san cesar y en vano reanudada, ya que esa desinformación no es consecuencia de errores, siempre posibles, perdonables y rectificables, sano de una necesidad psicológica profunda de los desinformadores y de quienes los creen. El mecanismo de la «mentara desconcertante»[7] que afecta a América y del rechazo de todo lo que podría disiparlo recuerda a la mentara simétrica y generalizada que actuaba desde 1917 en sentado anverso, no en detrimento, sano a favor, de los países comunistas. También en aquel caso había como un espantamoscas mental que apartaba toda información exacta, al menos en aquellos, muy numerosos, que se alimentaban políticamente de la imagen falsificada e idealizada del «socialismo real».

Además de la colisión entre la rutinaria representación de los Estados Unidos en Europa y lo que era efectivamente el país que yo volvía a descubrir en 1969 —tanto más pasmosa cuanto que ese país estaba sacudido por una metamorfosis acelerada—, descubrí algo que se podía, a mi juicio, calificar de revolución.

Esta palabra puede prestarse a discusión. La mayoría de las veces se entiende por revolución, en sentado estricto y técnico, la substitución de un régimen político por otro, generalmente mediante un golpe de Estado violento secundado por insurrecciones y seguido de proscripciones, depuraciones, detenciones y, en su caso, ejecuciones. Pero eso es confundir el fondo con el guión. Muchas «revoluciones» acordes con ese esquema escolar han acabado, de hecho, en regresiones y dictaduras. En Ni Marx ni Jesús precisé en varias ocasiones que entendía por revolución americana menos un epifenómeno político sobre las camas visibles del poder que una serie de transformaciones habidas espontáneamente en las profundidades de la sociedad. Aquellas transformaciones radicales habían nacido, habían crecido, proseguían y proseguirían independientemente de las alternancias de mayoría que había habido o habría en el nivel federal. Se puede cambiar de régimen san cambiar de sociedad y se puede cambiar de sociedad san cambiar de régimen. El Free Movement americano brotó y perseveró con presidencias tanto demócratas como republicanas. Es que nunca o muy raras veces cayó, como sus réplicas europeas, en las ideologías atrasadas del siglo XIX y los yugos teóricos de las seudorrevoluciones marxistas del XX. Quien dice revolución, sostenía yo, dice, por definición, acontecimiento hasta entonces inusitado y que sobreviene por vías diferentes de los cauces históricos conocidos. Quien dice revolución habla de lo que no se puede pensar ni concebir siquiera mediante conceptos antiguos. Resultaba una evidencia para mí: la verdadera revolución no estaba en Cuba, sino en California. Dicha evidencia impresionó igualmente a Edgar Morin, en el mismo momento que a mí, y la narró en su Diario de California (1970), sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo lo más mínimo. No intercambiamos algunas ideas al respecto hasta después de la publicación de nuestras obras respectivas, tras haber comprobado la convergencia de nuestras impresiones.

Así, pues, la prueba en sentido contrario que había hecho yo, aquella brutal confrontación entre lo que se repetía por doquier sobre los Estados Unidos y lo que se veía en ese país cuando se accedía a contemplarlo in situ, en su vida real, me inspiró una requisitoria que, al parecer, tocó una cuerda sensible en numerosas personas de todo el mundo. Ni Marx ni Jesús fue un éxito de librería en Francia y, en su versión inglesa, en los Estados Unidos. Un éxito que despegó por sí solo de forma prodigiosa antes de que se publicara crítica alguna y después prosiguió, pese a las críticas, con frecuencia reservadas o incluso hostiles. Se tradujo a unos veinte idiomas. Aquella conmoción evidenciaba el divorcio entre el deseo de saber de las «mayorías silenciosas» y la voluntad de ignorar de las potencias intelectuales, de los amos de la información, no sólo en los países bajo influencia comunista declarada, como Francia, Italia o Grecia, sino también en países socialdemócratas incluso, opuestos en principio al totalitarismo y dispuestos a aceptar la verdad: por ejemplo, Suecia. Mi editor sueco, un sibarita gran aficionado a los cangrejos, me invitó para el lanzamiento del libro a Estocolmo. Pero no consiguió ni una sola aparición mía en televisión, cosa que, por lo demás, no perjudicó lo más mínimo a las ventas. En Finlandia, tuve que afrontar a dos delegaciones de apparatchiks intelectuales comunistas psicorrigidos, una procedente de Rumania y la otra de Polonia. El escritor alemán Hans-Magnus Enzensberger fue quien me prestó una voz compasiva para intentar mantener el debate en un nivel decente, aunque sus propios ensayos fueran críticas violentas del «imperialismo» americano. Mi editor griego llevó el masoquismo hasta el extremo de escribir él mismo (sin consultarme ni avisarme, por lo demás) un prefacio en el que pedía perdón a sus compatriotas por haber encargado la traducción y la publicación en su lengua de semejante sarta de errores e imbecilidades. Me calificó de sectario, cuando emití una tímida protesta contra esa clase de procedimiento. El Corriere della Sera, al tiempo que me honraba con una aprobación moderada, se refirió al escándalo indignado (scalpore) provocado en Francia y en Italia por mi tesis, tan ultrajantemente a contracorriente. Mi traductor italiano sembró su versión de notas en las que reprobaba mis ideas. Me divertí felicitándolo en un artículo titulado «II traduttore bollente». A juzgar por el éxito internacional de mi libro, es como para creer que a veces ciertos ataques están redactados de tal manera; que, lejos de ahuyentar al lector, tienen, al contrario, la virtud de picar su curiosidad. Se dice que, si el autor no hubiera acertado en el blanco al menos en algunos aspectos, no se habrían producido semejantes convulsiones y que el crítico se deja llevar más por el desvarío que por el razonamiento.

La izquierda lo veía perfectamente: en aquel libro se trataba menos de América y del americanismo que de la lucha del siglo entre socialismo y liberalismo. Temía que la victoria empezara a inclinarse a favor de este último. La función principal del antiamericanismo era —y lo es aún hoy— la de difamar al liberalismo en su encarnación suprema. Disfrazar a los Estados Unidos de sociedad represiva, injusta, racista, casi fascista, era una forma de clamar: ¡ya veis cuál es el resultado de la aplicación del liberalismo! Cuando precisamente yo describía en los Estados Unidos no sólo un sistema democrático clásico que funcionaba bastante mejor que en otros países, sino también una sociedad en plena mutación revolucionaria, que trastornaba sus valores tradicionales, perturbaba con brutalidad el sueño dogmático y la comodidad ideológica de la mayoría de las minorías selectas de todo el mundo, incluidos los propios Estados Unidos, pues el antiamericanismo era —y sigue siéndolo— fuerte, próspero entre sus minorías selectas universitarias, periodísticas y literarias. La consigna Blame America First («Lo primero culpar a América») a propósito de cualquier problema fue durante mucho tiempo y sigue siendo en gran medida la máxima de los amos de la cultura de ese país.

Cuando Richard Nixon fue reelegido Presidente, el 7 de noviembre de 1972, tras aplastar a George McGovern, su adversario demócrata «liberal» (la izquierda del Partido Demócrata, en el léxico de allende el Atlántico), fui blanco en Francia de diversas pullas. ¿Acaso no ridiculizaba mi tesis aquel triunfo de un republicano considerado de derecha? ¡Ah, bonita estaba mi revolución americana! Objetarme aquella lección era no comprender nada de lo que yo había entendido por revolución, en el caso de los Estados Unidos de aquel período. En el `núcleo de la realidad social y cultural, el Movement nunca cesó de avanzar hasta el final del siglo y más allá de él. Gertrude Himmelfarb, en su libro de 1999, One Nation, Two Cultures [Una nación, dos culturas], muestra perfectamente que la sociedad americana contemporánea constituye «una sola nación», pero «está compuesta de dos culturas». Según la autora, la contracultura revolucionaria de los decenios de 1960 y 1970 (en la que no ve sólo cualidades, como tampoco yo, y volveré a abordar ese asunto) ha llegado a ser actualmente la cultura dominante. Quienes profesan los valores morales tradicionales son los que representan, a su vez y a la inversa, la cultura minoritaria y disidente, que no ha cesado de hundirse en esa condición minoritaria, incluso durante la «revolución conservadora»[8] de Ronald Reagan, por la sencilla razón de que la revolución reaganiana no fue una revolución de las costumbres, sino una revolución de la economía, una revolución liberal, en el sentido europeo de ese adjetivo.

Pero, al desreglamentar la economía, al substraerla lo más posible a la férula del Estado, al abrirla también más a todo el mundo, Reagan no contrarrestaba —y créase que no se trata de una paradoja— la contracultura de los decenios de 1960 y 1970: al contrario, la realizaba. En efecto, la tesis central de Ni Marx ni Jesús es la siguiente: la gran revolución del siglo xxi no habrá sido, a fin de cuentas, la socialista, cuyo fracaso por doquier resultaba ya patente en 1970, sino la liberal. Una serie de capítulos del libro levanta acta de ese fracaso del socialismo, tanto en los países del «socialismo real» (¡demasiado real, por desgracia!) como en aquellos países del Tercer Mundo (¡demasiado numerosos, por desgracia!) que habían creído encontrar en recetas dirigistas y socialistas la clave del desarrollo, y, por último, su fracaso en las democracias industriales, en las que la estatalización de la economía no iba a cesar de retroceder, bajo la presión de las realidades, hasta el final del siglo.

Aquella revolución liberal americana estaba volviéndose, además, el centro motor y propagador de lo que más adelante se llamaría mundialización (en francés, pues en la mayoría de las demás lenguas el término generalmente empleado para designar ese fenómeno es el de «globalización», menos exacto a mi juicio). En efecto, me permito recordar que el subtítulo de Ni Marx ni Jesús es: «De la segunda revolución americana a la segunda revolución mundial». Esa mundialización liberal, que triunfaría de forma clamorosa a partir de 1990, después de la desintegración de los comunismos, es lo que Francis Fukuyama denominaría, en el momento de aquel hundimiento, «el fin de la Historia», expresión que quienes se la reprochaban no habían entendido bien, pues mucha gente considera, por desgracia, que ha leído un libro cuando ha leído su título. Fukuyama no quiere decir que la Historia se haya detenido, cosa absurda, sino que la experiencia ha refutado la concepción hegeliana y marxista de la Historia, imaginada como un proceso dialéctico que debe necesariamente acabar en un modelo final hacia el cual tendía supuestamente la Humanidad, sin saberlo e independientemente de su acción, desde el origen de los tiempos.

Así, pues, Ni Marx ni Jesús yo era tanto un libro sobre los Estados Unidos como tales cuanto sobre América como laboratorio de la mundialización liberal. En efecto, en todas las épocas, al menos en todas las épocas de progreso, existe lo que podemos llamar una sociedad—laboratorio, en la que se inventan y prueban soluciones de civilización —no necesariamente buenas todas, pero que prevalecen irresistiblemente— que posteriormente otras naciones transpondrán de grado o por fuerza en sus ámbitos. Atenas, Roma, la Italia del Renacimiento, Inglaterra y Francia en el siglo XVIII fueron sucesivamente una de esas sociedades—laboratorio, no por obra de determinado «proceso», sino por la acción de los hombres. En el siglo XX, le tocó el turno a los Estados Unidos de llegar a serlo. Así, pues, no carece de motivo, aun cuando sea a costa de una manifiesta exageración, que, para miles de millones de seres humanos, al comienzo del siglo xxi, mundialización liberal sea sinónimo de americanización. Ésa es la evolución cuyo despegue intenté describir en Ni Marx ni Jesús. ¿En qué medida debemos atribuirla exclusivamente a América y a su «hiperpotencia»? ¿Han asumido los Estado Unidos voluntaria o involuntariamente esa función de laboratorio? ¿Se debe a su «imperialismo», a su «unilateralismo», o al vigor de su capacidad de innovación? ¿No es el modelo americano criatura al menos tanto como creador de una necesidad mundial? A esa pregunta es a la que intento responder en el presente libro.

Notas

[5] Véase el capitulo «El antiamericanismo y la revolución americana».

[6] Tomo II, De Fallois-Fayard éditions, 1997.

[7] Esta fórmula procede del título de un conocido libro de Anton Cilaga sobre la Unión Soviética de 1949.

[8] Título del libro de Guy Sorman, La revolución conservadora americana, Folio, Barcelona, 1985.

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