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Introducción

1. Los Pastores de la grey son conscientes de que, en el cumplimiento de su ministerio de Obispos, cuentan con una gracia divina especial. En el Pontifical Romano, durante la solemne oración de ordenación, el Obispo ordenante principal, después de invocar la efusión del Espíritu que gobierna y guía, repite las palabras del antiguo texto de la Tradición Apostólica: " Padre Santo, tú que conoces los corazones, concede a este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor de tu santa grey ".[1] Sigue cumpliéndose así la voluntad del Señor Jesús, el Pastor eterno, que envió a los Apóstoles como Él fue enviado por el Padre (cf. Jn 20, 21), y ha querido que sus sucesores, es decir los Obispos, fueran los pastores de su Iglesia hasta el fin de los siglos.[2]

La imagen del Buen Pastor, tan apreciada ya por la iconografía cristiana primitiva, estuvo muy presente en los Obispos venidos de todo el mundo, los cuales se reunieron del 30 de septiembre al 27 de octubre de 2001 para la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Cerca de la tumba del apóstol Pedro, reflexionaron conmigo sobre la figura del Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo. Todos estuvieron de acuerdo en que la figura de Jesús, el Buen Pastor, es una imagen privilegiada en la cual hay que inspirarse continuamente. En efecto, nadie puede considerarse un pastor digno de este nombre " nisi per caritatem efficiatur unum cum Christo ".[3] Ésta es la razón fundamental por la que " la figura ideal del obispo con la que la Iglesia sigue contando es la del pastor que, configurado con Cristo en la santidad de vida, se entrega generosamente por la Iglesia que se le ha encomendado, llevando al mismo tiempo en el corazón la solicitud por todas las Iglesias del mundo (cf. 2 Co 11, 28) ".[4]

X Asamblea del Sínodo de los Obispos

2. Agradecemos, pues, al Señor que nos haya concedido la gracia de celebrar una vez más una Asamblea del Sínodo de los Obispos y tener en ella una profunda experiencia de ser Iglesia. A la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar cuando estaba aún vivo el clima del Gran Jubileo del año dos mil, al comienzo del tercer milenio cristiano, se llegó después de una larga serie de asambleas; unas especiales, con la perspectiva común de la evangelización en los diferentes continentes: África, América, Asia, Oceanía y Europa; y otras ordinarias, las más recientes, dedicadas a reflexionar sobre la gran riqueza que suponen para la Iglesia las diversas vocaciones suscitadas por el Espíritu en el Pueblo de Dios. En esta perspectiva, la atención prestada al ministerio propio de los Obispos ha completado el cuadro de esa eclesiología de comunión y misión que es necesario tener siempre presente.

A este respeto, los trabajos sinodales hicieron constantemente referencia a la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el episcopado y el ministerio de los Obispos, especialmente en el capítulo tercero de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los Obispos Christus Dominus. De esta preclara doctrina, que resume y desarrolla los elementos teológicos y jurídicos tradicionales, mi predecesor de venerada memoria Pablo VI pudo afirmar justamente: " Nos parece que la autoridad episcopal sale del Concilio reafirmada en su institución divina, confirmada en su función insustituible, revalorizada en su potestad pastoral de magisterio, santificación y gobierno, dignificada en su prolongación a la Iglesia universal mediante la comunión colegial, precisada en su propio lugar jerárquico, reconfortada por la corresponsabilidad fraterna con los otros Obispos respecto a las necesidades universales y particulares de la Iglesia, y más asociada, en espíritu de unión subordinada y colaboración solidaria, a la cabeza de la Iglesia, centro constitutivo del Colegio episcopal ".[5]

Al mismo tiempo, según lo establecido por el tema señalado, los Padres sinodales examinaron de nuevo el propio ministerio a la luz de la esperanza teologal. Este cometido se consideró en seguida especialmente apropiado para la misión del pastor, que en la Iglesia es ante todo portador del testimonio pascual y escatológico.

Una esperanza fundada en Cristo

3. En efecto, cada Obispo tiene el cometido de anunciar al mundo la esperanza, partiendo de la predicación del Evangelio de Jesucristo: la esperanza " no solamente en lo que se refiere a las realidades penúltimas sino también, y sobre todo, la esperanza escatológica, la que espera la riqueza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 18) que supera todo lo que jamás ha entrado en el corazón del hombre (cf. 1 Co 2, 9) y en modo alguno es comparable a los sufrimientos del tiempo presente (cf. Rm 8, 18) ".[6] La perspectiva de la esperanza teologal, junto con la de la fe y la caridad, ha de moldear por completo el ministerio pastoral del Obispo.

A él corresponde, en particular, la tarea de ser profeta, testigo y servidor de la esperanza.

Tiene el deber de infundir confianza y proclamar ante todos las razones de la esperanza cristiana (cf. 1 P 3, 15). El Obispo es profeta, testigo y servidor de dicha esperanza sobre todo donde más fuerte es la presión de una cultura inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia. Donde falta la esperanza, la fe misma es cuestionada. Incluso el amor se debilita cuando la esperanza se apaga. Ésta, en efecto, es un valioso sustento para la fe y un incentivo eficaz para la caridad, especialmente en tiempos de creciente incredulidad e indiferencia. La esperanza toma su fuerza de la certeza de la voluntad salvadora universal de Dios (cf. 1 Tm 2, 3) y de la presencia constante del Señor Jesús, el Emmanuel, siempre con nosotros hasta al final del mundo (cf. Mt 28, 20).

Sólo con la luz y el consuelo que provienen del Evangelio consigue un Obispo mantener viva la propia esperanza (cf. Rm 15, 4) y alimentarla en quienes han sido confiados a sus cuidados de pastor. Por tanto, ha de imitar a la Virgen María, Mater spei, la cual creyó que las palabras del Señor se cumplirían (cf. Lc 1, 45). Basándose en la Palabra de Dios y aferrándose con fuerza a la esperanza, que es como ancla segura y firme que penetra en el cielo (cf. Hb 6, 18-20), el Obispo es en su Iglesia como centinela atento, profeta audaz, testigo creíble y fiel servidor de Cristo, " esperanza de la gloria " (cf. Col 1, 27), gracias al cual " no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas " (Ap 21, 4).

La Esperanza, cuando fracasan las esperanzas

4. Todos recordarán que las sesiones del Sínodo de los Obispos se desarrollaron durante días muy dramáticos. En los Padres sinodales estaba aún muy vivo el eco de los terribles acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que causaron innumerables víctimas inocentes e hicieron surgir en el mundo graves e inusitadas situaciones de incertidumbre y de temor por la civilización humana misma y la pacífica convivencia entre las naciones. Se perfilaban nuevos horizontes de guerra y muerte que, sumándose a las situaciones de conflicto ya existentes, manifestaban en toda su urgencia la necesidad de invocar al Príncipe de la Paz para que los corazones de los hombres volvieran a estar disponibles para la reconciliación, la solidaridad y la paz.[7]

Junto con la plegaria, la Asamblea sinodal hizo oír su voz para condenar toda forma de violencia e indicar en el pecado del hombre sus últimas raíces. Ante el fracaso de las esperanzas humanas que, basándose en ideologías materialistas, inmanentistas y economicistas, pretenden medir todo en términos de eficiencia y relaciones de fuerza o de mercado, los Padres sinodales reafirmaron la convicción de que sólo la luz del Resucitado y el impulso del Espíritu Santo ayudan al hombre a poner sus propias expectativas en la esperanza que no defrauda. Por eso proclamaron: " no podemos dejarnos intimidar por las diversas formas de negación del Dios vivo que, con mayor o menor autosuficiencia, buscan minar la esperanza cristiana, parodiarla o ridiculizarla. Lo confesamos en el gozo del Espíritu: Cristo ha resucitado verdaderamente. En su humanidad glorificada ha abierto el horizonte de la vida eterna para todos los hombres que aceptan convertirse ".[8]

La certeza de esta profesión de fe ha de ser capaz de hacer cada día más firme la esperanza de un Obispo, llevándole a confiar en que la bondad misericordiosa de Dios nunca dejará de abrir caminos de salvación y de ofrecerlos a la libertad de cada hombre. La esperanza le anima a discernir, en el contexto donde ejerce su ministerio, los signos de vida capaces de derrotar los gérmenes nocivos y mortales. La esperanza le anima también a transformar incluso los conflictos en ocasiones de crecimiento, proponiendo la perspectiva de la reconciliación. En fin, la esperanza en Jesús, el Buen Pastor, es la que llena su corazón de compasión impulsándolo a acercarse al dolor de cada hombre y mujer que sufre, para aliviar sus llagas, confiando siempre en que podrá encontrar la oveja extraviada. De este modo el Obispo será cada vez más claramente signo de Cristo, Pastor y Esposo de la Iglesia. Actuando como padre, hermano y amigo de todos, estará al lado de cada uno como imagen viva de Cristo, nuestra esperanza, en el que se realizan todas las promesas de Dios y se cumplen todas las esperanzas de la creación.[9]

Servidor del Evangelio para la esperanza del mundo

5. Así pues, al entregar esta Exhortación apostólica, en la cual tomo en consideración el acervo de reflexión madurado con ocasión de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, desde los primeros Lineamenta al Instrumentum Laboris; desde las intervenciones de los Padres sinodales en el Aula a las dos Relaciones que las han introducido y compendiado; desde el enriquecimiento de ideas y de experiencia pastoral, puesto de manifiesto en los circuli minores, a las Propositiones que me han presentado al final de los trabajos sinodales para que ofreciera a toda la Iglesia un documento sobre el tema sinodal: El Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo,[10] dirijo un saludo fraterno y envío un beso de paz a todos los Obispos que están en comunión con esta Cátedra, confiada primero a Pedro para que fuera garante de la unidad y, como es reconocidos por todos, presidiera en el amor.[11]

Venerados y queridos Hermanos, os repito la invitación que he dirigido a toda la Iglesia al principio del nuevo milenio: Duc in altum! Más aún, es Cristo mismo quien la repite a los Sucesores de aquellos Apóstoles que la escucharon de sus propios labios y, confiando en Él, emprendieron la misión por los caminos del mundo: Duc in altum (Lc 5, 4). A la luz de esta insistente invitación del Señor " podemos releer el triplemunus que se nos ha confiado en la Iglesia: munus docendi, sanctificandi et regendi. Duc in docendo. 'Proclama la palabra -diremos con el Apóstol-, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina' (2 Tm 4, 2). Duc in sanctificando. Las redes que estamos llamados a echar entre los hombres son ante todo los sacramentos, de los cuales somos los principales dispensadores, reguladores, custodios y promotores. Forman una especie de red salvífica que libera del mal y conduce a la plenitud de la vida. Duc in regendo. Como pastores y verdaderos padres, con la ayuda de los sacerdotes y de otros colaboradores, tenemos el deber de reunir la familia de los fieles y fomentar en ella la caridad y la comunión fraterna... Aunque se trate de una misión ardua y difícil, nadie debe desalentarse. Con san Pedro y con los primeros discípulos, también nosotros renovemos confiados nuestra sincera profesión de fe: 'Señor, ¡en tu nombre, echaré las redes!' (Lc 5, 5). ¡En tu nombre, oh Cristo, queremos servir a tu Evangelio para la esperanza del mundo! ".[12]

De este modo, viviendo como hombres de esperanza y reflejando en el propio ministerio la eclesiología de comunión y misión, los Obispos deben ser verdaderamente motivo de esperanza para su grey. Sabemos que el mundo necesita de la " esperanza que no defrauda " (Rm 5, 5). Sabemos que esta esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos la esperanza que brota de la Cruz.

Ave Crux spes unica! Que este saludo pronunciado en el Aula sinodal en el momento central de los trabajos de la X Asamblea General del Sínodo de los Obispos, resuene siempre en nuestros labios, porque la Cruz es misterio de muerte y de vida. La Cruz se ha convertido para la Iglesia en " árbol de la vida ". Por eso anunciamos que la vida ha vencido la muerte.

En este anuncio pascual nos ha precedido una muchedumbre de santos Pastores que in medio Ecclesiae han sido signos elocuentes del Buen Pastor. Por ello, nosotros alabamos y damos gracias sin cesar a Dios omnipotente y eterno porque, como cantamos en la liturgia, nos fortalecen con su ejemplo, nos instruyen con su palabra y nos protegen con su intercesión.[13] El rostro de cada uno de estos santos Obispos, desde los comienzos de la vida de la Iglesia hasta nuestros días, como dije al final de los trabajos sinodales, es como una tesela que, colocada en una especie de mosaico místico, compone el rostro de Cristo Buen Pastor. En Él, pues, ponemos nuestra mirada, siendo también modelos de santidad para la grey que el Pastor de los Pastores nos ha confiado, para ser cada vez con mayor empeño ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.

Contemplando el rostro de nuestro Maestro y Señor en el momento en que " amó a los suyos hasta el extremo ", todos nosotros, como el apóstol Pedro, nos dejamos lavar los pies para tener parte con Él (cf. Jn 13, 1-9). Y, con la fuerza que en la Santa Iglesia proviene de Él, repetimos en voz alta ante nuestros presbíteros y diáconos, las personas consagradas y todos los queridos fieles laicos: " vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos siervos; pero si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad ".[14]Ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.

Notas

[1] Ordenación episcopal: Oración consecratoria.

[2] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 18.

[3] S. Tomás de Aquino, Super Ev. Joh., X, 3.

[4] Homilía durante la Misa de clausura de la X Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos (27 octubre 2001), 3: AAS 94 (2002), 114.

[5] Discurso a los Cardenales, Arzobispos y Obispos de Italia (6 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 68.

[6] Propositio 3.

[7] Cf. Oración al final de la audiencia general (11 septiembre 2001): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14 septiembre 2001), p. 12.

[8] Sínodo de los Obispos, X Asamblea General Ordinaria, Mensaje (25 octubre 2001), 8: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 noviembre 2001), p. 9; cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 41: AAS 63 (1971), 429-430.

[9] Cf. Propositio 6.

[10] Cf. Propositio 1.

[11] Cf. Optato de Milevi, Contra Parmenianum donat. 2,2:PL 11, 947; S. Ignacio de Antioquía, A los Romanos, 1, 1: PG 5, 685.

[12] Homilía en la Misa de apertura de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 septiembre 2001), 6: AAS 94 (2002), 111-112.

[13] Cf. Misal Romano, Prefacio de los santos pastores.

[14] S. Agustín, Sermo 340/A,9: PLS 2, 644.

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