conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Exhortaciones Apostólicas de Juan Pablo II » Christifideles Laici » Capítulo IV.- Los obreros de la viña del Señor

Los enfermos y los que sufren

53. El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento y de dolor. En su Mensaje final, los Padres sinodales se han dirigido con estas palabras a los hombres y mujeres afectados de las más diversas formas de sufrimiento y de dolor, con estas palabras: «Vosotros, los abandonados y marginados por nuestra sociedad consumista; vosotros, enfermos, minusválidos, pobres, hambrientos, emigrantes, prófugos, prisioneros, desocupados, ancianos, niños abandonados y personas solas; vosotros, víctimas de la guerra y de toda violencia que emana de nuestra sociedad permisiva: la Iglesia participa de vuestro sufrimiento que conduce al Señor, el cual os asocia a su Pasión redentora y os hace vivir a la luz de su Redención. Contamos con vosotros para enseñar al mundo entero qué es el amor. Haremos todo lo posible para que encontréis el lugar al que tenéis derecho en la sociedad y en la Iglesia».[198]

En el contexto de un mundo sin confines, como es el del sufrimiento humano, dirijamos ahora la atención a los aquejados por la enfermedad en sus más diversas formas. Los enfermos, en efecto, son la expresión más frecuente y más común del sufrir humano.

A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor: también los enfermos son enviados como obreros a su viña. El peso que oprime los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su misma situación: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Precisamente haciendo este descubrimiento, el apóstol arribó a la alegría: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros» (Col 1, 24). Del mismo modo, muchos enfermos pueden convertirse en portadores del «gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones» (1 Ts 1, 6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús. Como ha manifestado un minusválido en su intervención en el aula sinodal, «es de gran importancia aclarar el hecho de que los cristianos que viven en situaciones de enfermedad, de dolor y de vejez, no están invitados por Dios solamente a unir su dolor a la Pasión de Cristo, sino también a acoger ya ahora en sí mismos y a transmitir a los demás la fuerza de la renovación y la alegría de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4, 10-11; 1 P 4, 13; Rm 8, 18 ss.)».[199]

Por su parte —como se lee en la Carta Apostólica Salvifici doloris— «la Iglesia que nace del misterio de la redención en la Cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular, en el camino de su sufrimiento. En un encuentro de tal índole el hombre "constituye el camino de la Iglesia", y es éste uno de los caminos más importantes».[200] El hombre que sufre es camino de la Iglesia porque, antes que nada, es camino del mismo Cristo, el buen Samaritano que «no pasó de largo», sino que «tuvo compasión y acercándose, vendó sus heridas (...) y cuidó de él» (Lc 10, 32-34).

A lo largo de los siglos, la comunidad cristiana ha vuelto a copiar la parábola evangélica del buen Samaritano en la inmensa multitud de personas enfermas y que sufren, revelando y comunicando el amor de curación y consolación de Jesucristo. Esto ha tenidó lugar mediante el testimonio de la vida religiosa consagrada al servicio de los enfermos y mediante el infatigable esfuerzo de todo el personal sanitario. Además hoy, incluso en los mismos hospitales y nosocomios católicos, se hace cada vez más numerosa, y quizá también total y exclusiva, la presencia de fieles laicos, hombres y mujeres. Precisamente ellos, médicos, enfermeros, otros miembros del personal sanitario, voluntarios, están llamados a ser la imagen viva de Cristo y de su Iglesia en el amor a los enfermos y los que sufren.

Acción pastoral renovada

54. Es necesario que esta preciosísima herencia, que la Iglesia ha recibido de Jesucristo «médico de la carne y del espíritu»,[201] no sólo no disminuya jamás, sino que sea valorizada y enriquecida cada vez más mediante una recuperación y un decidido relanzamiento de la acción pastoral para y con los enfermos y los que sufren. Ha de ser una acción capaz de sostener y de promover atención, cercanía, presencia, escucha, diálogo, participación y ayuda concreta para con el hombre, en momentos en los que la enfermedad y el sufrimiento ponen a dura prueba, no sólo su confianza en la vida, sino también su misma fe en Dios y en su amor de Padre. Este relanzamiento pastoral tiene su expresión más significativa en la celebración sacramental con y para los enfermos, como fortaleza en el dolor y en la debilidad, como esperanza en la desesperación, como lugar de encuentro y de fiesta.

Uno de los objetivos fundamentales de esta renovada e intensificada acción pastoral —que no puede dejar de implicar coordinadamente a todos los componentes de la comunidad eclesial— es considerar al enfermo, al minusválido, al que sufre, no simplemente como término del amor y del servicio de la Iglesia, sino más bien como sujeto activo y responsable de la obra de evangelización y de salvación. Desde este punto de vista, la Iglesia tiene un buen mensaje que hacer resonar dentro de la sociedad y de las culturas que, habiendo perdido el sentido del sufrir humano, silencian cualquier forma de hablar sobre esta dura realidad de la vida. Y la buena nueva está en el anuncio de que el sufrir puede tener también un significado positivo para el hombre y para la misma sociedad, llamado como esta a convertirse en una forma de participación en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría de resucitado, y, por tanto, una fuerza de santificación y edificación de la Iglesia.

El anuncio de esta buena nueva resulta convincente cuando no resuena simplemente en los labios, sino que pasa a través del testimonio de vida, tanto de los que cuidan con amor a los enfermos, los minusválidos y los que sufren, como de estos mismos, hechos cada vez más conscientes y responsables de su lugar y tarea en la Iglesia y por la Iglesia.

Para que la «civilización del amor» pueda florecer y fructificar en el inmenso mundo del dolor humano, podrá ser de gran utilidad la frecuente meditación de la Carta Apostólica Salvifici doloris, de la que recordamos las líneas finales: «Es necesario, por tanto, que a los pies de la Cruz del Calvario acudan espiritualmente todos los que sufren y creen en Cristo y, en concreto, los que sufren a causa de su fe en el Crucificado y Resucitado, para que el ofrecimiento de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de la oración del mismo Salvador por la unidad de todos (cf. Jn 17, 11. 21-22). Acudan también allí los hombres de buena voluntad, porque en la Cruz está el "Redentor del hombre", el Varón de dolores, que ha asumido para sí los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todos sus interrogantes. Junto a María, Madre de Cristo, que estaba al pie de la Cruz (cf. Jn 19, 25), nos detenemos junto a todas las cruces del hombre de hoy (...). Y a todos vosotros, los que sufrís, os pedimos que nos sostengáis. Precisamente a vosotros que sois débiles, os pedimos que os convirtáis en fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. ¡En el terrible combate entre las fuerzas del bien y del mal, que nuestro mundo contemporáneo nos ofrece de espectáculo, venza vuestro sufrimiento en unión con la Cruz de Cristo!».[202]

Notas

[198] VII Asam. Gen. Ord. Sinodo de los Obispos (1987), Per Concili semitas ad Populum Dei Nuntius, 12.

[199] Propositio 53.

[200] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 3: AAS 76 (1984) 203.

[201] San Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, VII, 2: S. Ch. 10, 64.

[202] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 31: AAS 76 (1984) 249-250.

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