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Los ministerios y los carismas, dones del Espíritu a la Iglesia

21. El Concilio Vaticano II presenta los ministerios y los carismas como dones del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo.[64] La Iglesia, en efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente distribuye diversos dones jerárquicos y carismáticos entre todos los bautizados, llamándolos a ser —cada uno a su modo— activos y corresponsables.

Consideremos ahora los ministerios y los carismas con directa referencia a los fieles laicos y a su participación en la vida de la Iglesia-Comunión.

Los ministerios, oficios y funciones

Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc 10, 45). Pablo es completamente claro al hablar de la constitución ministerial de las Iglesias apostólicas. En la Primera Carta a los Corintios escribe: «A algunos Dios los ha puesto en la Iglesia, en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros (...)» (1 Co 12, 28). En la Carta a los Efesios leemos: «A cada uno de nosotros nos ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él quien, por una parte, ha dado a los apóstoles, por otra, a los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer idóneos los hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, según la medida que corresponde a la plena madurez de Cristo» (Ef 4, 7.11-13; cf. Rm 12, 4-8). Como resulta de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son múltiples y diversos los ministerios, como también los dones y las tareas eclesiales.

Los ministerios que derivan del Orden

22. En la Iglesia encontramos, en primer lugar, los ministerios ordenados; es decir, los ministerios que derivan del sacramento del Orden. En efecto, el Señor Jesús escogió y constituyó los Apóstoles —germen del Pueblo de la nueva Alianza y origen de la sagrada Jerarquía[65]— con el mandato de convertir en discípulos todas las naciones (cf. Mt 28, 19), de formar y de regir el pueblo sacerdotal. La misión de los Apóstoles, que el Señor Jesús continúa confiando a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio, llamado significativamente «diakonia» en la Sagrada Escritura; esto es, servicio, ministerio. Los ministros —en la ininterrumpida sucesión apostólica— reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia «in persona Christi capitis» (personificando a Cristo Cabeza),[66] y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los Sacramentos.

Los ministerios ordenados —antes que para las personas que los reciben— son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, non sólo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bautismo y con la Confirmación a todos los fieles. Por otra parte, el sacerdocio ministerial, como ha recordado el Concilio Vaticano II, está esencialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y a éste ordenado.[67]

Por esto, para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. Hb 5, 1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia.[68]

Ministerios, oficios y funciones de los laicos

23. La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida.

Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, además en el Matrimonio.

Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores —según las normas establecidas por el derecho universal— pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden. El Código de Derecho Canónico escribe: «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho».[69] Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno.[70] La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica.[71]

La reciente Asamblea sinodal ha trazado un amplio y significativo panorama de la situación eclesial acerca de los ministerios, los oficios y las funciones de los bautizados. Los Padres han apreciado vivamente la aportación apostólica de los fieles laicos, hombres y mujeres, en favor de la evangelización, de la santificación y de la animación cristiana de las realidades temporales, como también su generosa disponibilidad a la suplencia en situaciones de emergencia y de necesidad crónica.[72]

Como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado ampliamente dispuestos a desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos.[73] Después, ha sido espontáneo el paso de una efectiva implicación de los fieles laicos en la acción litúrgica a aquélla en el anuncio de la Palabra de Dios y en la cura pastoral.[74]

En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término «ministerio», la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de «suplencia», la tendencia a la «clericalización» de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden.

Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han insistido en la necesidad de que se expresen con claridad —sirviéndose también de una terminología más precisa—,[75] tanto la unidad de misión de la Iglesia, en la que participan todos los bautizados, como la sustancial diversidad del ministerio de los pastores, que tiene su raíz en el sacramento del Orden, respecto de los otros ministerios, oficios y funciones eclesiales, que tienen su raíz en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.

Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al conferir a los fieles laicos los varios ministerios, oficios y funciones, pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz bautismal de estas tareas. Es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas «situaciones de emergencia» o de «necesaria suplencia», allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional.

Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros. En este sentido, la exhortación Evangelii nuntiandi, que tanta y tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la diversificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión evangelizadora de la Iglesia, recuerda que «el campo propio de su actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social, de la economía; así como también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos haya compenetrados con el espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente comprometidos en ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada, tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios —y por tanto de la salvación en Jesucristo—, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente humano, sino manifestando una dimensión trascendente a menudo desconocida».[76]

Durante los trabajos del Sínodo, los Padres han prestado no poca atención al Lectorado y al Acolitado. Mientras en el pasado existían en la Iglesia Latina sólo como etapas espirituales del itinerario hacia los ministerios ordenados, con el Motu proprio de Pablo VI Ministeria quaedam (15 Agosto 1972) han recibido una autonomía y estabilidad propias, como también una posible destinación a los mismos fieles laicos, si bien sólo a los varones. En el mismo sentido se ha expresado el nuevo Código de Derecho Canónico.[77] Los Padres sinodales han manifestado ahora el deseo de que «el Motu proprio "Ministeria quaedam" sea revisado, teniendo en cuenta el uso de las Iglesias locales e indicando, sobre todo, los criterios según los cuales han de ser elegidos los destinatarios de cada ministerio».[78]

A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para responder a este deseo manifestado por los Padres sinodales, sino también, y sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos problemas teológicos, litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento actual de los ministerios confiados a los fieles laicos.

Para que la praxis eclesial de estos ministerios confiados a los fieles laicos resulte ordenada y fructuosa, en tanto la Comisión concluye su estudio, deberán ser fielmente respetados por todas las Iglesias particulares los principios teológicos arriba recordados, en particular la diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común y, por consiguiente, la diferencia entre los ministerios derivantes del Orden y los ministerios que derivan de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.

Los carismas

24. El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas» (1 Co 12, 7-10; cf. 1 Co 12, 4-6.28-31; Rm 12, 6-8; 1 P 4, 10-11).

Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.

Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas. Refiriéndose precisamente al apostolado de los laicos, el Concilio Vaticano II escribe: «Para el ejercicio de este apostolado el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles dones particulares (cf. 1 Co 12, 7), "distribuyendo a cada uno según quiere" (cf. 1 Co 12, 11), para que "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", contribuyan también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme gracia recibida de Dios" (1 P 4, 10), a la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4,16)».[79]

Los dones del Espíritu Santo exigen —según la lógica de la originaria donación de la que proceden— que cuantos los han recibido, los ejerzan para el crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el Concilio.[80]

Los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son, en efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que verdaderamente provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena conformidad con los auténticos impulsos del Espíritu. En este sentido siempre es necesario el discernimiento de los carismas. En realidad, como han dicho los Padres sinodales, «la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no siempre es fácil de reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cristianos y somos conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para los individuos como para toda la comunidad cristiana. Sin embargo, somos también conscientes de la potencia del pecado y de sus esfuerzos tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la comunidad».[81]

Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores de la Iglesia. El Concilio dice claramente: «El juicio sobre su autenticidad (de los carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a aquellos que presiden en la Iglesia, a quienes especialmente corresponde no extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5, 12.19-21)»,[82] con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común.[83]

Notas

[64] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 4.

[65] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 5.

[66] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

[67] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

[68] Cf. Juan Pablo II, Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo (9 Abril 1979), 3-4: Insegnamenti, II, 1 (1979) 844-847.

[69] C.I.C., can. 230 SS 3.

[70] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2 y 5.

[71] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 24.

[72] El Código de Derecho Canónico enumera una serie de funciones o tareas propias de los sagrados ministros, que, sin embargo -por especiales y graves circunstancias, y concretamente por falta de presbíteros o diáconos-, son momentáneamente ejercitadas por fieles laicos, previa facultad jurídica y mandato de la autoridad eclesiástica competente: cf. cann. 230 SS 3; 517 SS 2; 776; 861 SS 2; 910 SS 2; 943; 1112; etc.

[73] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 28; C.I.C., can. 230 SS 2, que dice así: "Por encargo temporal, los laicos pueden desempeñar la función de lector en las ceremonias litúrgicas; asimismo, todos los fieles laicos pueden desempeñar las funciones de comentador, cantor y otras, a tenor de la norma del derecho".

[74] El Código de Derecho Canónico presenta distintas funciones y tareas que los fieles laicos pueden desempeñar en las estructuras organizativas de la Iglesia: cf. cann. 228; 229 SS 3; 317 SS 3; 463 SS 1 n. 5, SS 2; 483; 494; 537; 759; 776; 784; 785; 1282; 1421 SS 2; 1424; 1428 SS 2; 1435; etc.

[75] Cf. Propositio 18.

[76] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 70: AAS 68 (1976) 60.

[77] Cf. C.I.C., can. 230 SS 1.

[78] Propositio 18.

[79] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 3.

[80] «Por haber recibido estos carismas, incluso los más sencillos, se origina en cada creyente el derecho y deber de ejercitarlos para el bien de los hombres y para la edificación de la Iglesia, tanto en la misma Iglesia como en el mundo, con la libertad del Espíritu Santo que "sopla donde quiere" (Jn. 3, 8), y al mismo tiempo, en la comunión con todos los hermanos en Cristo, especialmente con los propios Pastores» (Ibid.).

[81] Propositio 9.

[82] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 12.

[83] Cf. Ibid. 30.

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