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Capítulo VI.- Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti

Formación permanente de los sacerdotes

Razones teológicas de la formación permanente

70. «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1, 6).

Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden aplicar legítimamente a la formación permanente a la que están llamados todos los sacerdotes en razón del «don de Dios» que han recibido con la ordenación sagrada. Ellas nos ayudan a entender el contenido real y la originalidad inconfundible de la formación permanente de los presbíteros. También contribuye a ello otro texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así, te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1 Tim 4, 14-16).

El Apóstol pide a Timoteo que «reavive», o sea, que vuelva a encender el don divino, como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jamás aquella «novedad permanente» que es propia de todo don de Dios, —que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5)— y, consiguientemente, vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza originaria.

Pero este «reavivar» no es sólo el resultado de una tarea confiada a la responsabilidad personal de Timoteo ni es sólo el resultado de un esfuerzo de su memoria y de su voluntad. Es el efecto de un dinamismo de la gracia, intrínseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que reaviva su propio don, más aún, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de responsabilidad que en él se encierran.

Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Y así, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se le confía un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia, es también permanente. El sacramento del Orden confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace partícipe no sólo del «poder» y del «ministerio» salvífico de Jesús, sino también de su «amor»; al mismo tiempo, le asegura todas aquellas gracias actuales que le serán concedidas cada vez que le sean necesarias y útiles para el digno cumplimiento del ministerio recibido.

De esta manera, la formación permanente encuentra su propio fundamento y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden.

Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas que han de impulsar al sacerdote a la formación permanente. Ello es una exigencia de la realización personal progresiva, pues toda vida es un camino incesante hacia la madurez y ésta exige la formación continua. Es también una exigencia del ministerio sacerdotal, visto incluso bajo su naturaleza genérica y común a las demás profesiones, y por tanto como servicio hecho a los demás; porque no hay profesión, cargo o trabajo que no exija una continua actualización, si se quiere estar al día y ser eficaz. La necesidad de «mantener el paso» con la marcha de la historia es otra razón humana que justifica la formación permanente.

Pero estas y otras razones quedan asumidas y especificadas por las razones teológicas que se han recordado y que se pueden profundizar ulteriormente.

El sacramento del Orden, por su naturaleza de «signo», propia de todos los sacramentos, puede considerarse —como realmente es— Palabra de Dios. Palabra de Dios que llama y envía es la expresión más profunda de la vocación y de la misión del sacerdote. Mediante el sacramento del Orden Dios llama 'coram Ecclesia' al candidato al sacerdocio. El «ven y sígueme» de Jesús encuentra su proclamación plena y definitiva en la celebración del sacramento de su Iglesia: se manifiesta y se comunica mediante la voz de la Iglesia, que resuena en los labios del Obispo que ora e impone las manos. Y el sacerdote da respuesta, en la fe, a la llamada de Jesús: «vengo y te sigo». Desde este momento comienza aquella respuesta que, como opción fundamental, deberá renovarse y reafirmarse continuamente durante los años del sacerdocio en otras numerosísimas respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el «sí» del Orden sagrado.

En este sentido, se puede hablar de una vocación «en» el sacerdocio. En realidad, Dios sigue llamando y enviando, revelando su designio salvífico en el desarrollo histórico de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad. Y precisamente en esta perspectiva emerge el significado de la formación permanente; ésta es necesaria para discernir y seguir esta continua llamada o voluntad de Dios. Así, el apóstol Pedro es llamado a seguir a Jesús incluso después de que el Resucitado le ha confiado su grey: «Le dice Jesús: 'Apacienta mis ovejas'. 'En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras'. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: 'Sígueme'» (Jn 21, 17-19). Por tanto, hay un «sígueme» que acompaña toda la vida y misión del apóstol. Es un «sígueme» que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta la muerte (cf. Jn 21, 22), un «sígueme» que puede significar una«sequela Christi» con el don total de sí en el martirio.[214]

Los Padres sinodales han expuesto la razón que muestra la necesidad de la formación permanente y que, al mismo tiempo, descubre su naturaleza profunda, considerándola como «fidelidad» al ministerio sacerdotal y como «proceso de continua conversión».[215] Es el Espíritu Santo, infundido con el sacramento, el que sostiene al presbítero en esta fidelidad y el que lo acompaña y estimula en este camino de conversión constante. El don del Espíritu Santo no excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para que coopere responsablemente y asuma la formación permanente como un deber que se le confía. De esta manera, la formación permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es también un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio está puesto el sacerdote. Más aún, es un acto de justicia verdadera y propia: él es deudor para con el Pueblo de Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el «derecho» fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido original e irrenunciable del ministerio pastoral del sacerdote. La formación permanente es necesaria para que el sacerdote pueda responder debidamente a este derecho del Pueblo de Dios.

Alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la caridad pastoral: el Espíritu Santo, que infunde la caridad pastoral, inicia y acompaña al sacerdote a conocer cada vez más profundamente el misterio de Cristo, insondable en su riqueza (cf. Ef 3, 14 ss.) y, consiguientemente, a conocer el misterio del sacerdocio cristiano. La misma caridad pastoral empuja al sacerdote a conocer cada vez más las esperanzas, necesidades, problemas, sensibilidad de los destinatarios de su ministerio, los cuales han de ser contemplados en sus situaciones personales concretas, familiares y sociales.

A todo esto tiende la formación permanente, entendida como opción consciente y libre que impulse el dinamismo de la caridad pastoral y del Espíritu Santo, que es su fuente primera y su alimento continuo. En este sentido la formación permanente es una exigencia intrínseca del don y del ministerio sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo, pero hoy lo es particularmente urgente, no sólo por los rápidos cambios de las condiciones sociales y culturales de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio presbiteral, sino también por la «nueva evangelización», que es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del segundo milenio.

Los diversos aspectos de la formación permanente

71. La formación permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, es la continuación natural y absolutamente necesaria de aquel proceso de estructuración de la personalidad presbiteral iniciado y desarrollado en el Seminario o en la Casa religiosa, mediante el proceso formativo para la Ordenación.

Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca relación que hay entre la formación que precede a la Ordenación y la que le sigue. En efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una deformación entre estas dos fases formativas, se seguirían inmediatamente consecuencias graves para la actividad pastoral y para la comunión fraterna entre los presbíteros, particularmente entre los de diferente edad. La formación permanente no es una repetición de la recibida en el Seminario y que ahora es sometida a revisión o ampliada con nuevas sugerencias prácticas, sino que se desarrolla con contenidos y sobre todo a través de métodos relativamente nuevos, como un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo sus raíces en la formación del Seminario— requiere adaptaciones, actualizaciones y modificaciones, pero sin rupturas ni solución de continuidad.

Y viceversa, desde el Seminario mayor es preciso preparar la futura formación permanente y fomentar el ánimo y el deseo de los futuros presbíteros en relación con ella, demostrando su necesidad, ventajas y espíritu, y asegurando las condiciones de su realización.

Precisamente porque la formación permanente es una continuación de la del Seminario, su finalidad no puede ser una mera actitud, que podría decirse, «profesional», conseguida mediante el aprendizaje de algunas técnicas pastorales nuevas. Debe ser más bien el mantener vivo un proceso general e integral de continua maduración, mediante la profundización, tanto de los diversos aspectos de la formación —humana, espiritual, intelectual y pastoral—, como de su específica orientación vital e íntima, a partir de la caridad pastoral y en relación con ella.

72. Una primera profundización se refiere a la dimensión humana de la formación sacerdotal. En el trato con los hombres y en la vida de cada día, el sacerdote debe acrecentar y profundizar aquella sensibilidad humana que le permite comprender las necesidades y acoger los ruegos, intuir las preguntas no expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las alegrías y los trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar a todos y dialogar con todos. Sobre todo conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia, la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones, desde la indigencia a la enfermedad, desde la marginación a la ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica y transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre.

Al hacer madurar su propia formación humana, el sacerdote recibe una ayuda particular de la gracia de Jesucristo; en efecto, la caridad del buen Pastor se manifestó no sólo con el don de la salvación a los hombres, sino también con la participación de su vida, de la que el Verbo, que se ha hecho «carne» (cf. Jn 1, 14), ha querido conocer la alegría y el sufrimiento, experimentar la fatiga, compartir las emociones, consolar las penas. Viviendo como hombre entre los hombres y con los hombres, Jesucristo ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad; lo vemos festejar las bodas de Caná, visitar a una familia amiga, conmoverse ante la multitud hambrienta que lo sigue, devolver a sus padres hijos que estaban enfermos o muertos, llorar la pérdida de Lázaro...

Del sacerdote, cada vez más maduro en su sensibilidad humana, ha de poder decir el Pueblo de Dios algo parecido a lo que de Jesús dice la Carta a los Hebreos: «No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15).

La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo, Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella «vida según el Espíritu» y para aquel «radicalismo evangélico» al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es necesaria también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual. «¿Ejerces la cura de almas?», preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100, 1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16, 14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás».[216]

En concreto, la vida de oración debe ser «renovada» constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu.

Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.

También la dimensión intelectual de la formación requiere que sea continuada y profundizada durante toda la vida del sacerdote, concretamente mediante el estudio y la actualización cultural seria y comprometida. El sacerdote, participando de la misión profética de Jesús e inserto en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo y, por ello, el verdadero rostro del hombre.[217] Pero esto exige que el mismo sacerdote busque este rostro y lo contemple con veneración y amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2); sólo así puede darlo a conocer a los demás. En particular, la perseverancia en el estudio teológico resulta también necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad el ministerio de la Palabra, anunciándola sin titubeos ni ambigüedades, distinguiéndola de las simples opiniones humanas, aunque sean famosas y difundidas. Así, podrá ponerse de verdad al servicio del Pueblo de Dios, ayudándolo a dar razón de la esperanza cristiana a cuantos se la pidan (cf. 1 Pe 3, 15). Además, «el sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio teológico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal, la genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión que lo compromete a responder a las dificultades de la auténtica doctrina católica y superar la inclinación, propia y de otros, al disenso y a la actitud negativa hacia el magisterio y hacia la tradición».[218]

El aspecto pastoral de la formación permanente queda bien expresado en las palabras del apóstol Pedro: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 Pe 4, 10). Para vivir cada día según la gracia recibida, es necesario que el sacerdote esté cada vez más abierto a acoger la caridad pastoral de Jesucristo, que le confirió su Espíritu Santo con el sacramento recibido. Así como toda la actividad del Señor ha sido fruto y signo de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser también para la actividad ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y un deber, una gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su dinamismo hasta las exigencias más radicales. Esta misma caridad pastoral, como se ha dicho, empuja y estimula al sacerdote a conocer cada vez mejor la situación real de los hombres a quienes ha sido enviado; a discernir la voz del Espíritu en las circunstancias históricas en las que se encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más útiles para ejercer hoy su ministerio. De este modo, la caridad pastoral animará y sostendrá los esfuerzos humanos del sacerdote para que su actividad pastoral sea actual, creíble y eficaz. Mas esto exige una formación pastoral permanente.

El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote continúe profundizando los diversos aspectos de su formación sino que exige también, y sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, ésta no sólo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que los concretiza como propios de la formación del sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús, buen Pastor.

La formación permanente ayuda al sacerdote a superar la tentación de llevar su ministerio a un activismo finalizado en sí mismo, a una prestación impersonal de servicios, sean espirituales o sagrados, a una especie de empleo en la organización eclesiástica. Sólo la formación permanente ayuda al «sacerdote» a custodiar con amor vigilante el «misterio» del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad.

Significado profundo de la formación permanente

73. Los aspectos diversos y complementarios de la formación permanente nos ayudan a captar su significado profundo que es el de ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el espíritu y según el estilo de Jesús buen Pastor.

¡La verdad hay que vivirla! El apóstol Santiago nos exhorta de esta manera: «Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Sant 1, 22). Los sacerdotes están llamados a «vivir la verdad» de su ser, o sea, a vivir «en la caridad» (cf. Ef 4, 15) su identidad y su ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; están llamados a tomar conciencia cada vez más viva del don de Dios y a recordarlo continuamente. He aquí la invitación de Pablo a Timoteo: «Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1, 14).

En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar el profundo significado de la formación permanente del sacerdote en orden a su presencia y acción en la Iglesia «mysterium, communio et missio».

En la Iglesia «misterio» el sacerdote está llamado, mediante la formación permanente, a conservar y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser, pues él es «ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios» (cf. 1 Cor 4, 1). Pablo pide expresamente a los cristianos que lo consideren según esta identidad; pero él mismo es el primero en ser consciente del don sublime recibido del Señor. Así debe ser para todo sacerdote si quiere permanecer en la verdad de su ser. Pero esto es posible sólo en la fe, sólo con la mirada y los ojos de Cristo.

En este sentido, se puede decir que la formación permanente tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad completa. Debe custodiar esta verdad con amor agradecido y gozoso; debe renovar su fe cuando ejerce el ministerio sacerdotal: sentirse ministro de Jesucristo, sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador e instrumento vivo de la gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta misma verdad en sus hermanos sacerdotes. Este es el principio de la estima y del amor hacia ellos.

74. La formación permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia «comunión», a madurar la conciencia de que su ministerio está radicalmente ordenado a congregar a la familia de Dios como fraternidad animada por la caridad y a llevarla al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo.[219]

El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo vincula al Pueblo de Dios; él no está sólo «al frente de» la Iglesia, sino ante todo «en» la Iglesia. Es hermano entre hermanos. Revestido por el bautismo con la dignidad y libertad de los hijos de Dios en el Hijo unigénito, el sacerdote es miembro del mismo y único cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 16). La conciencia de esta comunión lleva a la necesidad de suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia. Es sobre todo en el cumplimiento del ministerio pastoral, ordenado por su propia naturaleza al bien del Pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y testimoniar su profunda comunión con todos, como escribía Pablo VI: «Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio».[220]

Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la conciencia de ser miembro de la Iglesia particular en la que está incardinado, o sea, incorporado con un vínculo a la vez jurídico, espiritual y pastoral. Esta conciencia supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. Ésta es, en realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad pastoral que debe acompañar la vida del sacerdote y que lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida de esta Iglesia particular en sus valores y debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento. Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos activamente en su edificación, prolongando cada sacerdote, y unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los hermanos que les han precedido. Una exigencia imprescindible de la caridad pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro ministerial es la solicitud del sacerdote por dejar a alguien que tome su puesto en el servicio sacerdotal.

El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comunión que existe entre las diversas Iglesias particulares, una comunión enraizada en su propio ser de Iglesias que viven en un lugar determinado la Iglesia única y universal de Cristo. Esta conciencia de comunión intereclesial favorecerá el «intercambio de dones», comenzando por los dones vivos y personales, como son los mismos sacerdotes. De aquí la disponibilidad, es más, el empeño generoso por llegar a una justa distribución del clero.[221] Entre estas Iglesias particulares hay que recordar a las que, «privadas de libertad, no pueden tener vocaciones propias», como también las «Iglesias recientemente salidas de la persecución y las Iglesias pobres a las que, ya desde hace tiempo, muchos, con espíritu generoso y fraterno, han enviado ayudas y continúan enviándolas».[222]

Dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo particular, mediante su formación permanente, a crecer en y con el propio presbiterio unido al Obispo. El presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural, porque tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el «lugar» de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, «los presbíteros, mediante el sacramento del Orden, están unidos con un vínculo personal e indisoluble a Cristo, único Sacerdote. El Orden se confiere a cada uno en singular, pero quedan insertos en la comunión del presbiterio unido con el Obispo (Lumen gentium, 28; Presbyterorum ordinis, 7 y 8)».[223]

Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio del ministerio presbiteral: del mysterium al ministerium. «La unidad de los presbíteros con el Obispo y entre sí no es algo añadido desde fuera a la naturaleza propia de su servicio, sino que expresa su esencia como solicitud de Cristo Sacerdote por su Pueblo congregado por la unidad de la Santísima Trinidad».[224] Esta unidad del presbiterio, vivida en el espíritu de la caridad pastoral, hace a los sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado al Padre «para que todos sean uno» (Jn 17, 21).

La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia, cuyos vínculos no provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales. La fraternidad presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención especial a los presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por dificultades. También a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que los acompaña aún con mayor solicitud fraterna».[225]

También forman parte del único presbiterio, por razones diversas, los presbíteros religiosos residentes o que trabajan en una Iglesia particular. Su presencia supone un enriquecimiento para todos los sacerdotes y los diferentes carismas particulares que ellos viven, a la vez que son una invitación para que los presbíteros crezcan en la comprensión del mismo sacerdocio, contribuyen a estimular y acompañar la formación permanente de los sacerdotes.

El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando va acompañado de sincera estima y justo respeto de las particularidades de cada Instituto y de cada espiritualidad tradicional, amplía el horizonte del testimonio cristiano y contribuye de diversa manera a enriquecer la espiritualidad sacerdotal, sobre todo respecto a la correcta relación y recíproco influjo entre los valores de la Iglesia particular y los de la universalidad del Pueblo de Dios. Por su parte, los religiosos procuren garantizar un espíritu de verdadera comunión eclesial, una participación cordial en la marcha de la diócesis y en los proyectos pastorales del Obispo, poniendo a disposición el propio carisma para la edificación de todos en la caridad.[226]

Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En este sentido, «la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote».[227]

Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece también oportunidades positivas para la vida del sacerdote: «aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con Jesucristo, el Señor, la soledad puede ser una oportunidad para la oración y el estudio, como también una ayuda para la santificación y el crecimiento humano».[228] Se podría decir que una cierta forma de soledad es elemento necesario para la formación permanente. Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14, 23). La capacidad de mantener una soledad positiva es condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la formación permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el que no sabe vivir bien la propia soledad.

75. La formación permanente está destinada a hacer crecer en el sacerdote la conciencia de su participación en la misión salvífica de la Iglesia. En la Iglesia como misión, la formación permanente del sacerdote es no sólo condición necesaria, sino también medio indispensable para centrar constantemente el sentido de la misión y garantizar su realización fiel y generosa. Con esta formación se ayuda al sacerdote a descubrir toda la gravedad, pero al mismo tiempo toda la maravillosa gracia de una obligación que no puede dejarlo tranquilo —como decía Pablo: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 6, 16)— y es también, una exigencia, explícita o implícita, que surge fuertemente de los hombres, a los que Dios llama incansablemente a la salvación.

Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio, o sea, como dice el apóstol Pablo, la fidelidad: «Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Cor 4, 2). A pesar de las diversas dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel —incluso en las condiciones más adversas o de comprensible cansancio—, poniendo en ello todas las energías disponibles; fiel hasta el final de su vida. El testimonio de Pablo debe ser ejemplo y estímulo para todo sacerdote: «A nadie damos ocasión alguna de tropiezo —escribe a los cristianos de Corinto—, para que no se haga mofa del ministerio, antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes, cárceles, sediciones; en fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2 Cor 6, 3-10).

En cualquier edad y situación

76. La formación permanente, precisamente porque es «permanente», debe acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y situación de su vida, así como en los diversos cargos de responsabilidad eclesial que se les confíen; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente, las posibilidades y características propias de la edad, condiciones de vida y tareas encomendadas.

La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes jóvenes y ha de tener aquella frecuencia y programación de encuentros que, a la vez que prolongan la seriedad y solidez de la formación recibida en el Seminario, lleven progresivamente a los jóvenes presbíteros a comprender y vivir la singular riqueza del «don» de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar sus potencialidades y aptitudes ministeriales, también mediante una inserción cada vez más convencida y responsable en el presbiterio, y por tanto en la comunión y corresponsabilidad con todos los hermanos.

Si bien es comprensible una cierta sensación de «saciedad», que ante ulteriores momentos de estudio y de reuniones puede afectar al joven sacerdote apenas salido del Seminario, ha de rechazarse como absolutamente falsa y peligrosa la idea de que la formación presbiteral concluya con su estancia en el Seminario.

Participando en los encuentros de la formación permanente, los jóvenes sacerdotes podrán ofrecerse una ayuda mutua, mediante el intercambio de experiencias y reflexiones sobre la aplicación concreta del ideal presbiteral y ministerial que han asimilado en los años del Seminario. Al mismo tiempo, su participación activa en los encuentros formativos del presbiterio podrá servir de ejemplo y estímulo a los otros sacerdotes que les aventajan en años, testimoniando así el propio amor a todo el presbiterio y su afecto por la Iglesia particular necesitada de sacerdotes bien preparados.

Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta primera delicada fase de su vida y ministerio, es más que nunca oportuno —e incluso necesario hoy— crear una adecuada estructura de apoyo, con guías y maestros apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de manera orgánica y continua, las ayudas necesarias para comenzar bien su ministerio sacerdotal. Con ocasión de encuentros periódicos, suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible en ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán buenos momentos de descanso, oración, reflexión e intercambio fraterno. Así será más fácil para ellos dar, desde el principio, una orientación evangélicamente equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares no pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes jóvenes, sería oportuno que colaboraran entre sí las Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados.

77. La formación permanente constituye también un deber para lospresbíteros de media edad. En realidad, son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en razón de la edad, como por ejemplo un activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. Así, el sacerdote puede verse tentado de presumir de sí mismo como si la propia experiencia personal, ya demostrada, no tuviese que ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el sacerdote sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de dificultades y fracasos. La respuesta a esta situación la ofrece la formación permanente, una continua y equilibrada revisión de sí mismo y de la propia actividad, una búsqueda constante de motivaciones y medios para la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como «hombrede Dios».

La formación permanente debe interesar también a los presbíteros que, por la edad avanzada, podemos denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la parte más numerosa del presbiterio; éste deberá mostrarles gratitud por el fiel servicio que han prestado a Cristo y a la Iglesia, y una solidaridad particular dada su situación. Para estos presbíteros la formación permanente no significará tanto un compromiso de estudio, actualización o diálogo cultural, cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión que todavía están llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no sólo porque continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras diversas, sino también por la posibilidad que tienen, gracias a su experiencia de vida y apostolado, de ser valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes.

También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se encuentran en una condicíón de debilidad física o de cansancio moral, pueden ser ayudados con una formación permanente que los estimule a continuar, de manera serena y decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la comunidad ni del presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse a aquellos actos de relación pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las motivaciones y la alegría de su sacerdocio. La formación permanente les ayudará, en particular, a mantener vivo el convencimiento que ellos mismos han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de seguir siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia, especialmente en virtud de su unión con Jesucristo doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan en la Pasión del Señor, reviviendo la experiencia espiritual de Pablo que decía: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24).[229]

Los responsables de la formación permanente

78. Las condiciones en las que, con frecuencia y en muchos lugares, se desarrolla actualmente el ministerio de los presbíteros no hacen fácil un compromiso serio de formación: el multiplicarse de tareas y servicios; la complejidad de la vida humana en general y de las comunidades cristianas en particular; el activismo y el ajetreo típico de tantos sectores de nuestra sociedad, privan con frecuencia a los sacerdotes del tiempo y energías indispensables para «velar por sí mismos» (cf. 1 Tim 4, 16).

Esto ha de hacer crecer en todos la responsabilidad para que se superen las dificultades e incluso que éstas sean un reto para programar y llevar a cabo un plan de formación permanente, que responda de modo adecuado a la grandeza del don de Dios y a la gravedad de las expectativas y exigencias de nuestro tiempo.

Por ello, los responsables de la formación permanente de los sacerdotes hay que individuarlos en la Iglesia «comunión». En este sentido, es toda la Iglesia particular la que, bajo la guía del Obispo, tiene la responsabilidad de estimular y cuidar de diversos modos la formación permanente de los sacerdotes. Éstos no viven para sí mismos, sino para el Pueblo de Dios; por eso, la formación permanente, a la vez que asegura la madurez humana, espiritual, intelectual y pastoral de los sacerdotes, representa un bien cuyo destinatario es el mismo Pueblo de Dios. Además, el mismo ejercicio del ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio recíproco entre la vida de fe de los presbíteros y la de los fieles. Precisamente la participación de vida entre el presbítero y la comunidad, si se ordena y lleva a cabo con sabiduría, supone una aportación fundamental a la formación permanente, que no se puede reducir a un episodio o iniciativa aislada, sino que comprende todo el ministerio y vida del presbítero.

En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas y humildes, los impulsos espirituales de las personas enamoradas de Dios, la valiente aplicación de la fe a la vida por parte de los cristianos comprometidos en las diversas responsabilidades sociales y civiles, son acogidas por el presbítero y, a la vez que las ilumina con su servicio sacerdotal, encuentra en ellas un precioso alimento espiritual. Incluso las dudas, crisis y demoras ante las más variadas situaciones personales y sociales; las tentaciones de rechazo o desesperación en momentos de dolor, enfermedad o muerte; en fin, todas las circunstancias difíciles que los hombres encuentran en el camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas sinceramente en el corazón del presbítero que, buscando respuestas para los demás, se siente estimulado continuamente a encontrarlas primero para sí mismo.

De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y deben ofrecer una valiosa ayuda a la formación permanente de sus sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los sacerdotes espacios de tiempo para el estudio y la oración; pedirles aquello para lo que han sido enviados por Cristo y no otras cosas; ofrecerles colaboración en los diversos ámbitos de la misión pastoral, especialmente en lo que atañe a la promoción humana y al servicio de la caridad; establecer relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes a ser conscientes de que no son «dueños de la fe», sino «colaboradores del gozo» de todos los fieles (cf. 2 Cor 1, 24).

La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relación con los sacerdotes se concretiza y especifica en relación con los diversos miembros que la componen, comenzando por el sacerdote mismo.

79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en la Iglesia de la formación permanente, pues sobre cada uno recae el deber —derivado del sacramento del Orden— de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión diaria que nace del mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesiástica al respecto, como también el mismo ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la formación permanente si el individuo no está personalmente convencido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas. La formación permanente mantiene la juventud del espíritu, que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. Sólo el que conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta «juventud».

Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con él, la delpresbiterio. La del Obispo se basa en el hecho de que los presbíteros reciben su sacerdocio a través de él y comparten con él la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios. El Obispo es el responsable de la formación permanente, destinada a hacer que todos sus presbíteros sean generosamente fieles al don y al ministerio recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el «derecho» de tenerlos. Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas. El Obispo vivirá su responsabilidad no sólo asegurando a su presbiterio lugares y momentos de formación permanente, sino haciéndose personalmente presente y participando en ellos convencido y de modo cordial. Con frecuencia será oportuno, o incluso necesario, que los Obispos de varias Diócesis vecinas o de una Región eclesiástica se pongan de acuerdo entre sí y unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y verdaderamente atrayentes para la formación permanente, como son cursos de actualización bíblica, teológica y pastoral, semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de reflexión y revisión del programa pastoral del presbiterio y de la comunidad eclesial.

El Obispo cumplirá con su responsabilidad pidiendo también la ayuda que puedan dar las facultades y los institutos teológicos y pastorales, los Seminarios, los organismos o federaciones que agrupan a las personas —sacerdotes, religiosos y fieles laicos— comprometidas en la formación presbiteral.

En el ámbito de la Iglesia particular corresponde a las familias un papel significativo; ellas, como «Iglesias domésticas», tienen una relación concreta con la vida de las comunidades eclesiales animadas y guiadas por los sacerdotes. En particular, hay que citar el papel de la familia de origen, pues ella, en unión y comunión de esfuerzos, puede ofrecer a la misión del hijo una ayuda específica importante. Llevando a cabo el plan providencial que la ha hecho ser cuna de la semilla vocacional, e indispensable ayuda para su crecimiento y desarrollo, la familia del sacerdote, en el más absoluto respeto de este hijo que ha decidido darse a Dios y a sus hermanos, debe seguir siendo siempre testigo fiel y alentador de su misión, sosteniéndola y compartiéndola con entrega y respeto.

Momentos, formas y medios de la formación permanente

80. Si todo momento puede ser un «tiempo favorable» (cf. 2 Cor 6, 2) en el que el Espíritu Santo lleva al sacerdote a un crecimiento directo en la oración, el estudio y la conciencia de las propias responsabilidades pastorales, hay sin embargo momentos «privilegiados», aunque sean más comunes y establecidos previamente.

Hay que recordar, ante todo, los encuentros del Obispo con su presbiterio, tanto litúrgicos (en particular la concelebración de la Misa Crismal el Jueves Santo), como pastorales y culturales, dedicados a la revisión de la actividad pastoral o al estudio sobre determinados problemas teológicos.

Están asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal, como los Ejercicios espirituales, los días de retiro o de espiritualidad. Son ocasión para un crecimiento espiritual y pastoral; para una oración más prolongada y tranquila; para una vuelta a las raíces de la identidad sacerdotal; para encontrar nuevas motivaciones para la fidelidad y la acción pastoral.

Son también importantes los encuentros de estudio y de reflexión común, que impiden el empobrecimiento cultural y el aferrarse a posiciones cómodas incluso en el campo pastoral, fruto de pereza mental; aseguran una síntesis más madura entre los diversos elementos de la vida espiritual, cultural y apostólica; abren la mente y el corazón a los nuevos retos de la historia y a las nuevas llamadas que el Espíritu dirige a la Iglesia.

81. Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para que la formación permanente sea cada vez más una valiosa experiencia vital para los sacerdotes. Entre éstos hay que recordar las diversas formas de vida común entre los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la Iglesia, aunque con modalidades y compromisos diferentes: «Hoy no se puede dejar de recomendarlas vivamente, sobre todo entre aquellos que viven o están comprometidos pastoralmente en el mismo lugar. Además de favorecer la vida y la acción apostólica, esta vida común del clero ofrece a todos, presbíteros y laicos, un ejemplo luminoso de caridad y de unidad».[230]

También pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales, en particular los institutos seculares sacerdotales, que tienen como nota específica la diocesaneidad, en virtud de la cual los sacerdotes se unen más estrechamente al Obispo y forman «un estado de consagración en el que los sacerdotes, mediante votos u otros vínculos sagrados, se consagran a encarnar en la vida los consejos evangélicos».[231] Todas las formas de «fraternidad sacerdotal» aprobadas por la Iglesia son útiles no sólo para la vida espiritual, sino también para la vida apostólica y pastoral.

Igualmente, la práctica de la dirección espiritual contribuye no poco a favorecer la formación permanente de los sacerdotes. Se trata de un medio clásico, que no ha perdido nada de su valor, no sólo para asegurar la formación espiritual, sino también para promover y mantener una continua fidelidad y generosidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Como decía el Cardenal Montini, futuro Pablo VI, «la dirección espiritual tiene una función hermosísima y, podría decirse indispensable, para la educación moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir con absoluta lealtad la vocación, sea cual fuese, de la propia vida; ésta conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo piadoso y prudente, se busca la revisión de la propia rectitud y el aliento para el cumplimiento generoso de los propios deberes. Es medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de grave responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe».[232]

Notas

[214] Cf. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus. 123, 5: l.c., 678-680.

[215] Cf. Proposición 31.

[216] S. Carlos Borromeo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1559, 1178.

[217] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.

[218] Sínodo de los Obispos Asam. Gen. Ord., La formación de los presbíteros en las circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 55.

[219] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 6.

[220] Carta Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964) III: AAS 56 (1964), 647.

[221] Cf. Congregación para el Cero, Notas directivas para la promoción de la cooperación mutua entre las Iglesias particulares y especialmente para la distribución más adecuada del clero Postquam apostoli (25 marzo 1980): AAS 72 (1980), 343-364.

[222] Proposición 39.

[223] Proposición 34.

[224] Ibid.

[225] Ibid.

[226] Cf. Proposición 38; Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 1; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 1; Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y Congregación para los Obispos, Notas directivas para las relaciones mutuas entre los Obispos y los religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978) 2; 10: l.c., 475; 479-480.

[227] Proposición 35.

[228] Ibid.

[229] Cf. Proposición 36.

[230] Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, «Instrumentum laboris», 60; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos en la Iglesia Christus Dominus, 30; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 8; C.I.C., can. 550, 2.

[231] Proposición 37.

[232] J. B. Montini, Carta pastoral Sobre el sentido moral, 1961.

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