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Capítulo IV.- Venid y lo veréis

La vocación sacerdotal en la pastoral de la Iglesia

Buscar, seguir, permanecer

34. «Venid y lo veréis» (Jn 1, 39). De esta manera responde Jesús a los dos discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas palabras encontramos el significado de la vocación.

Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: «Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo: "¡Éste es el cordero de Dios!" Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué buscáis?" Ellos contestaron: "Rabbí, (que quiere decir Maestro) ¿dónde vives?" Él les respondió: "Venid y lo veréis". Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo)". Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)» (Jn 1, 35-42).

Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el «misterio» de la vocación; en nuestro caso, el misterio de la vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san Juan, que tiene también un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús, está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt 19, 21). Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con Él.

La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el acompañamiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque «la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia»,[92] la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la pastoral general de cada Iglesia particular,[93] de una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la lla mada "cura de almas" ordinaria,[94] de una dimensión connatural y esencial de la pastoral eclesial, o sea, de su vida y de su misión.[95]

La dimensión vocacional es esencial y connatural a la pastoral de la Iglesia. La razón se encuentra en el hecho de que la vocación define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía vocacional íntima, porque es verdaderamente «convocatoria», esto es, asamblea de los llamados: «Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y así ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica».[96]

Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su pastoral, puede nacer sólo de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis.

La Iglesia y el don de la vocación

35. Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de parte del Padre, «que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo» (Ef 1, 3-5).

Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente».[97]

La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvación, sino que ella misma se configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima Trinidad. En realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»,[98] lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni enviado por nadie (cf.Rom 11, 33-35), llama a todos para santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo.

La Iglesia, que por propia naturaleza es «vocación», es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de «sacramento», en cuanto «signo» e «instrumento» en el que resuena y se cumple la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad.

Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana: ésta no sólo deriva «de» la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple «en» la Iglesia, sino que —en el servicio fundamental de Dios— se configura necesariamente como servicio «a» la Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo.[99]

Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico en la vocación sacerdotal. Ésta es una llamada, a través del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuración con Jesucristo y que da también la autoridad para actuar en su nombre «et in persona» de quien es Cabeza y Pastor de la Iglesia.

En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales: «La vocación de cada uno de los presbíteros existe en la Iglesia y para la Iglesia, y se realiza para ella. De ahí se sigue que todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito, una gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente no sólo examinar la idoneidad y la vocación del candidato, sino también reconocerla. Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe recibir la vocación sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete».[100]

El diálogo vocacional: iniciativa de Dios y respuesta del hombre

36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocación de los doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a él» (3, 13). Por un lado está la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el «venir» de los doce, o sea, el «seguir» a Jesús.

Éste es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la de los profetas, apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona.

Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo, ésta es la experiencia del profeta Jeremías: «El Señor me habló así: "Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones» (Jr 1, 4-5). Y es la misma verdad presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda vocación en la elección eterna en Cristo, hecha «antes de la creación del mundo» y «conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1, 4. 5). La primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16).

Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de la gracia, la decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo alguno puede ser forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que «nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal».[101] De este modo, queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunción por parte de los llamados (cf. Heb 5, 4 ss) los cuales han de sentir profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama.

«Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3, 13). Este «venir», que se identifica con el «seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: «'Venid conmigo y os haré pescadores de hombres'. Y ellos al instante, dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4, 19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt 4, 21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él.

En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8, 34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede atentar contra la extrema seriedad con la que el hombre es desafiado en su libertad. Así, al «ven y sígueme» de Jesús, el joven rico contesta con el rechazo, signo —aunque sea negativo— de su libertad: «Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22).

Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se califica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama—, esto es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio».[102]

La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo —primero de los llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: "No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo ... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10, 5.7).

En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios.[103]

37. «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jesús, nos recuerda los obstáculos que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión.

Muchos tienen una idea de Dios tan genérica y confusa que deriva en formas de religiosidad sin Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse con total pasividad. Pero no es éste el rostro de Dios, que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre que, con amor eterno y precedente, llama al hombre y lo sitúa en un maravilloso y permanente diálogo con Él, invitándolo a compartir su misma vida divina como hijo. Es cierto que, con una visión equivocada de Dios, el hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre sí mismo, de tal forma que la vocación no puede ser ni percibida ni vivida en su valor auténtico; puede ser sentida solamente como un peso impuesto e insoportable.

También algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia con aparentes argumentos filosóficos o «científicos», inducen a veces al hombre a interpretar la propia existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos de orden educativo, psicológico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en términos de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable fuente de opciones personales y considerándola a toda costa como afirmación de sí mismo. Pero, de ese modo, se cierra el camino para entender y vivir la vocación como libre diálogo de amor, que nace de la comunicación de Dios al hombre y se concluye con el don sincero de sí, por parte del hombre.

En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relación del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad. Encontramos así otra amenaza, más profunda y a la vez más sutil, que hace imposible reconocer y aceptar con gozo la dimensión eclesial inscrita originariamente en toda vocación cristiana, y en particular en la vocación presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el sacerdocio ministerial adquiere su auténtico significado y realiza la plena verdad de sí mismo en el servir y hacer crecer la comunidad cristiana y el sacerdocio común de los fieles.[104]

El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no está ausente entre los mismos cristianos y especialmente entre los jóvenes, ayuda a comprender la difusión de la crisis de las mismas vocaciones sacerdotales, originadas y acompañadas por crisis de fe más radicales. Lo han declarado explícitamente los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los cristianos.[105]

De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente y de modo prioritario hacia la reconstrucción de la «mentalidad cristiana», tal como la crea y sostiene la fe. Más que nunca es necesaria una evangelización que no se canse de presentar el verdadero rostro de Dios —el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros— así como el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de sí mismo. Solamente de esta manera se podrán sentar las bases indispensables para que toda vocación, incluida la sacerdotal, pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con entrega total y con gozo profundo.

Contenidos y medios de la pastoral vocacional

38. Ciertamente la vocación es un misterio inescrutable que implica la relación que Dios establece con el hombre, como ser único e irrepetible, un misterio percibido y sentido como una llamada que espera una respuesta en lo profundo de la conciencia, esto es, en aquel «sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en la propia intimidad».[106] Pero esto no elimina la dimensión comunitaria y, más en concreto, eclesial de la vocación: la Iglesia está realmente presente y operante en la vocación de cada sacerdote.

En el servicio a la vocación sacerdotal y a su camino, o sea, al nacimiento, discernimiento y acompañamiento de la vocación, la Iglesia puede encontrar un modelo en Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a Jesús. Es el mismo Andrés el que va a contar a su hermano lo que le había sucedido: «Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir el Cristo)» (Jn 1, 41). Y la narración de este «descubrimiento» abre el camino al encuentro: «Y lo llevó a Jesús» (Jn 1, 42). No hay ninguna duda sobre la iniciativa absolutamente libre ni sobre la decisión soberana de Jesús: es Jesús el que llama a Simón y le da un nuevo nombre: «Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro)» (Jn 1, 42). Pero también Andrés ha tenido su iniciativa: ha favorecido el encuentro del hermano con Jesús.

«Y lo llevó a Jesús». Éste es el núcleo de toda la pastoral vocacional de la Iglesia, con la que cuida del nacimiento y crecimiento de las vocaciones, sirviéndose de los dones y responsabilidades, de los carismas y del ministerio recibidos de Cristo y de su Espíritu. La Iglesia, como pueblo sacerdotal, profético y real, está comprometida en promover y ayudar el nacimiento y la maduración de las vocaciones sacerdotales con la oración y la vida sacramental, con el anuncio de la Palabra y la educación en la fe, con la guía y el testimonio de la caridad.

En su dignidad y responsabilidad de pueblo sacerdotal, la Iglesia encuentra en la oración y en la celebración de la liturgia los momentos esenciales y primarios de la pastoral vocacional. En efecto, la oración cristiana, alimentándose de la Palabra de Dios, crea el espacio ideal para que cada uno pueda descubrir la verdad de su ser y la identidad del proyecto de vida, personal e irrepetible, que el Padre le confía. Por eso es necesario educar, especialmente a los muchachos y a los jóvenes, para que sean fieles a la oración y meditación de la Palabra de Dios. En el silencio y en la escucha podrán percibir la llamada del Señor al sacerdocio y seguirla con prontitud y generosidad.

La Iglesia debe acoger cada día la invitación persuasiva y exigente de Jesús, que nos pide que «roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Obedeciendo al mandato de Cristo, la Iglesia hace, antes que nada, una humilde profesión de fe, pues al rogar por las vocaciones —mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misión— reconoce que son un don de Dios y, como tal, hay que pedirlo con súplica incesante y confiada. Ahora bien, esta oración, centro de toda la pastoral vocacional, debe comprometer no sólo a cada persona sino también a todas las comunidades eclesiales. Nadie duda de la importancia de cada una de las iniciativas de oración y de los momentos especiales reservados a ésta —comenzando por la Jornada Mundial anual por las Vocaciones— así como el compromiso explícito de personas y grupos particularmente sensibles al problema de las vocaciones sacerdotales. Pero hoy, la espera suplicante de nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial. Así se podrá revivir la experiencia de los apóstoles, que en el Cenáculo, unidos con María, esperan en oración la venida del Espíritu (cf. Hch 1, 14), que no dejará de suscitar también hoy en el Pueblo de Dios «dignos ministros del altar, testigos valientes y humildes del Evangelio».[107]

También la liturgia, culmen y fuente de la vida de la Iglesia[108] y, en particular, de toda oración cristiana, tiene un papel indispensable así como una incidencia privilegiada en la pastoral de las vocaciones. En efecto, la liturgia constituye una experiencia viva del don de Dios y una gran escuela de la respuesta a su llamada. Como tal, toda celebración litúrgica, y sobre todo la eucarística, nos descubre el verdadero rostro de Dios; nos pone en comunicación con el misterio de la Pascua, o sea, con la «hora» por la que Jesús vino al mundo y hacia la que se encaminó libre y voluntariamente en obediencia a la llamada del Padre (cf. Jn 13, 1); nos manifiesta el rostro de la Iglesia como pueblo de sacerdotes y comunidad bien compacta en la variedad y complementariedad de los carismas y vocaciones. El sacrificio redentor de Cristo, que la Iglesia celebra sacramentalmente, da un valor particularmente precioso al sufrimiento vivido en unión con el Señor Jesús. Los Padres sinodales nos han invitado a no olvidar nunca que «a través de la oblación de los sufrimientos, tan frecuentes en la vida de los hombres, el cristiano enfermo se ofrece a sí mismo como víctima a Dios, a imagen de Cristo, que se inmoló a sí mismo por todos nosotros (cf. Jn 17, 19)», y que «el ofrecimiento de los sufrimientos con esta intención es de gran provecho para la promoción de las vocaciones».[109]

39. En el ejercicio de su misión profética, la Iglesia siente como urgente e irrenunciable el deber de anunciar y testimoniar el sentido cristiano de la vocación: lo que podríamos llamar «el Evangelio de la vocación». También en este campo descubre la urgencia de las palabras del apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1 Cor 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la Iglesia. La predicación y la catequesis deben manifestar siempre su intrínseca dimensión vocacional: la Palabra de Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los acompaña para acoger en la fe el don de la vocación personal.

Pero todo esto, aun siendo importante y esencial, no basta. Es necesaria una predicación directa sobre el misterio de la vocación en la Iglesia, sobre el valor del sacerdocio ministerial, sobre su urgente necesidad para el Pueblo de Dios. [110] Una catequesis orgánica y difundida a todos los niveles en la Iglesia, además de disipar dudas y contrastar ideas unilaterales o desviadas sobre el ministerio sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la espera del don y crea condiciones favorables para el nacimiento de nuevas vocaciones. Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que tener ningún miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica. Por lo demás, la historia de la Iglesia y la de tantas vocaciones sacerdotales, surgidas incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la cercanía y de la palabra de un sacerdote; no sólo de la palabra sino también de la cercanía, o sea, de un testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas.

40. Como Pueblo real, la Iglesia se sabe enraizada y animada por la «ley del Espíritu que da la vida» (Rom 8, 2), que es esencialmente la ley regia de la caridad (cf. Sant 2, 8) o la ley perfecta de la libertad (cf. Sant 1, 25). Por eso cumple su misión cuando orienta a cada uno de los fieles a descubrir y vivir la propia vocación en la libertad y a realizarla en la caridad.

En su misión educativa, la Iglesia procura con especial atención suscitar en los niños, adolescentes y jóvenes el deseo y la voluntad de un seguimiento integral y atrayente de Jesucristo. La tarea educativa, que corresponde también a la comunidad cristiana como tal, debe dirigirse a cada persona. En efecto, Dios con su llamada toca el corazón de cada hombre, y el Espíritu, que habita en lo íntimo de cada discípulo (cf. 1 Jn 3, 24), es infundido a cada cristiano con carismas diversos y con manifestaciones particulares. Por tanto, cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado a él en particular, como persona única e irrepetible, y para escuchar las palabras que el Espíritu de Dios le dirige.

En esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio se debe concretar también en una propuesta decidida y convincente de dirección espiritual. Es necesario redescubrir la gran tradición del acompañamiento espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos frutos en la vida de la Iglesia. En determinados casos y bajo precisas condiciones, este acompañamiento podrá verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas de análisis o de ayuda psicológica.[111] Invítese a los niños, los adolescentes y los jóvenes a descubrir y apreciar el don de la dirección espiritual, a buscarlo y experimentarlo, a solicitarlo con insistencia confiada a sus educadores en la fe. Por su parte, los sacerdotes sean los primeros en dedicar tiempo y energías a esta labor de educación y de ayuda espiritual personal. No se arrepentirán jamás de haber descuidado o relegado a segundo plano otras muchas actividades también buenas y útiles, si esto lo exigía la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Espíritu en la orientación y guía de los llamados.

Finalidad de la educación del cristiano es llegar, bajo el influjo del Espíritu, a la «plena madurez de Cristo» (Ef 4, 13). Esto se verifica cuando, imitando y compartiendo su caridad, se hace de toda la vida propia un servicio de amor (cf. Jn 13, 14-15), ofreciendo un culto espiritual agradable a Dios (cf. Rom 12, 1) y entregándose a los hermanos. El servicio de amor es el sentido fundamental de toda vocación, que encuentra una realización específica en la vocación del sacerdote. En efecto, él es llamado a revivir, en la forma más radical posible, la caridad pastoral de Jesús, o sea, el amor del buen Pastor, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11).

Por eso una pastoral vocacional auténtica no se cansará jamás de educar a los niños, adolescentes y jóvenes al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a la donación incondicionada de sí mismos. En este sentido, se manifiesta particularmente útil la experiencia del voluntariado, hacia el cual está creciendo la sensibilidad de tantos jóvenes. En efecto, se trata de un voluntariado motivado evangélicamente, capaz de educar al discernimiento de las necesidades, vivido con entrega y fidelidad cada día, abierto a la posibilidad de un compromiso definitivo en la vida consagrada, alimentado por la oración; dicho voluntariado podrá ayudar a sostener una vida de entrega desinteresada y gratuita y, al que lo practica, le hará más sensible a la voz de Dios que lo puede llamar al sacerdocio. A diferencia del joven rico, el voluntario podría aceptar la invitación, llena de amor, que Jesús le dirige (cf. Mc 10, 21); y la podría aceptar porque sus únicos bienes consisten ya en darse a los otros y «perder» su vida.

Todos somos responsables de las vocaciones sacerdotales

41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es también un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y misión. Por eso la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde ésta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios.

Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana».[112] Solamente sobre la base de esta convicción, la pastoral vocacional podrá manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acción coordinada, sirviéndose también de organismos específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de corresponsabilidad.

La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo,[113] que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. Él se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales.[114]

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación».[115] «Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios».[116] La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional.[117]

Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la Iglesia, maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, «la familia cristiana, que es verdaderamente "como iglesia doméstica" (Lumen gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen "como un primer seminario" (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la Iglesia».[118] En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de «comunidad educativa» incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, según las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela católica), puede infundir «en el alma de los muchachos y de los jóvenes el deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada uno, sin excluir nunca la vocación al ministerio sacerdotal».[119]

También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el sentido de su propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor y el carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal.

En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen su ayuda de oración y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como su apoyo moral y material.

También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad.[120] Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional.

Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional harán tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen a la comunidad eclesial como tal —empezando por la parroquia-— para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser encomendado en exclusiva a unos «encargados» (los sacerdotes en general, los sacerdotes del Seminario en particular), pues, por tratarse de «un problema vital que está en el corazón mismo de la Iglesia»,[121] debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.

Notas

[92] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 5: l.c.

[93] Cf. Proposición 6.

[94] Cf. Proposición 13.

[95] Cf. Proposición 4.

[96] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 9.

[97] Ibid.

[98] S. Cipriano, De dominica Oratione, 23: CCL 3/A, 105.

[99] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 3.

[100] Proposición 5.

[101] Angelus (3 diciembre 1989), 2: Insegnamenti, XII/2 (1989), 1417;L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de dicembre de 1989, pág. 4

[102] Mensaje para la V Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (19 abril 1968): Insegnamenti, VI (1968), 134-135.

[103] Cf. Proposición 5.

[104] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.

[105] Cf. Proposición, 13.

[106] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 16.

[107] Misal Romano, Colecta de la Misa por las vocaciones a las Órdenes sagradas.

[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosantum concilium, 10.

[109] Proposición 15.

[110] Ibid.

[111] Cf. C.I.C can. 220: «A nadie es lícito (...) violar el derecho de cada persona a proteger su propia intimidad»; cf. can. 642.

[112] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2.

[113] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus, 15.

[114] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius 2.

[115] Decreto sobre el ministerio vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.

[116] Ibid., 11.

[117] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2.

[118] Proposición 14.

[119] Proposición 15.

[120] Cf. Proposición 16.

[121] Mensaje para la XXII Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (13 abril 1985) 1: AAS 77 (1985) 982.

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