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Eutanasia cristiana

Es preciso recristianizar el diccionario, pues nos enfrentamos a términos francamente barbarizados

El cristianismo siempre ha sabido asumir aquellas palabras y circunstancias que no alteran el mensaje evangélico. No ha tenido miedo de ello. Y menos todavía en estos momentos de relativismo lingüístico en los que contemplamos cómo se tergiversan los vocablos en nombre de una pretendida modernidad que vulgariza al ser humano. Así sucede con expresiones como campo de concentración, interrupción voluntaria del embarazo, proceso de paz y un largo etcétera.

El hombre se ha hecho tan dueño de las palabras que ha terminado esclavizándolas, hasta el punto de provocar que éstas pierdan su valor, por su excesiva manipulación. Así, ellas han dejado de ser herramientas de diálogo para convertirse en instrumentos al servicio de intereses económicos y políticos. Forzar, desvirtuar o desnaturalizar las palabras es tanto como aniquilar el propio lenguaje, presupuesto de racionalidad. De ahí la necesidad de purificar no sólo los conceptos, sino también el vocabulario, de modo que éste sea capaz de expresar con frescura y originalidad el pensamiento humano. También hay que enriquecerlo, dándole nuevos sentidos, quizás inadvertidos por generaciones anteriores. Este modo de proceder es el que realmente configura una cultura del diálogo, abierta, rica. Viva. Integradora. Capaz de fundir filosofías, creencias y opiniones, así como de crear nuevos términos que designen realidades desconocidas.

Allá donde el cristianismo ve algo bueno, se asoma. Lo toma, lo potencia, y se eleva con ello. San Juan no tuvo temor alguno en denominar a Dios Lógos, partiendo del pensamiento griego. San Pablo hizo suya la idea de ley natural, como algo inherente al corazón del hombre. Para comprender y explicar mejor el misterio trinitario, se empleó el concepto de persona —noción griega, reelaborada por los romanos—, etc. San Agustín se platonizó y Santo Tomás dialogó con el Estagirita. El derecho canónico asumió gran parte de la terminología romana: confesión, rescripto, potestad, jurisdicción, y muchos términos más pasaron del ius civile al ius canonicum sin dificultad.

En mi opinión, es preciso recristianizar el diccionario, pues día a día nos enfrentamos a términos francamente barbarizados. Para este fin, la eutanasia es un buen ejemplo. Me explicaré. Eutanasia —en griego, buena (eu) muerte (tánatos)— es un término positivo, eufónico, seleccionado hábilmente para esconder, con eufemismos, una realidad tan cruel como inhumana: la asistencia al suicidio, cuando no el homicidio directo. Servía, sobre todo, para ocultar mediáticamente el senicidio, creando una cortina de humo entre dos acciones profundamente distintas: matar y morir.

No nos hallamos ante un tema baladí, pues, una vez perdida la batalla del lenguaje, es fácil ser vencido en la contienda de la argumentación. De ahí la necesidad de recuperar la idea de eutanasia —arma arrojadiza contra la Iglesia— y ganarla para la causa cristiana. En efecto, el cristianismo, gran defensor de la dignidad de las personas, quiere que todos los hombres mueran dignamente, es decir, conforme a su condición de hijos de Dios. Por eso, puede hablarse con total propiedad de una eutanasia cristiana, de una buena muerte, que es propia del hombre que aprovecha ese trance para preparar el salto a la vida eterna. La eutanasia por excelencia —es decir, la muerte más valiosa—fue la de Cristo en la Cruz, que trajo la redención al género humano. Por eso, los cristianos deberíamos ver en el martirio —dar la vida por amor a Dios— una suerte de eutanasia.

La eutanasia cristiana ayuda a morir dignamente, pero nunca asesina, pues matar es moralmente inaceptable, y más todavía si se trata de poner fin a la vida de personas discapacitadas, enfermas o moribundas. Por ello, la eutanasia cristiana rechaza cualquier tipo de acción u omisión que, de suyo o en la intención, provoquen la muerte, admitiendo, por supuesto, la interrupción de tratamientos médicos desproporcionados o un vano encarnizamiento terapéutico. Así, la eutanasia cristiana no desea la muerte pero acepta, porque reconoce nuestra condición de criaturas, el fin inexorable.

LA eutanasia cristiana reclama que las decisiones sean tomadas por el propio paciente, si fuera capaz, o por sus familiares, respetando siempre los intereses legítimos del enfermo. La eutanasia cristiana jamás desatiende los cuidados paliativos, por más que la muerte nos pise los talones, y ve en ellos un ejercicio vivo de caridad fraterna, de generosidad. De solidaridad. Mientras escribo estas líneas, millares de personas, repartidas por todo el mundo, contribuyen al buen morir. Nos enseñan a ser valientes. La eutanasia cristiana es, pues, una realidad. Juan Pablo II y la Madre Teresa de Calcuta, desde posiciones distintas —enfermo y enfermera—, son modelos para el cristiano frente a la hermana muerte.

En definitiva, la eutanasia cristiana apuesta por la persona, por su dignidad, ayudándonos a morir en las manos de Dios. Para ello, es preciso rechazar de plano cualquier acción que directa o indirectamente implique un animus necandi, una intención o voluntad de matar, del todo contraria a los derechos humanos.

La eutanasia cristiana no teme a la muerte, pues ve en ella una puerta que se abre al Amor. Por eso, la espera con coraje, con entereza, sabiendo que es tan sólo un paso, una pascua, un recodo en la vida. Un camino que más tarde o más temprano todos hemos de recorrer.

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