conoZe.com » Leyendas Negras » Otras Leyendas » Pinochet y la Iglesia » ¿Por qué tuvo lugar el golpe de estado de 1973 en Chile?

II.- De la presidencia al inicio de la revolución

En las semanas siguientes a las elecciones se produjeron no menos de veintiún encuentros entre funcionarios de Estados Unidos e instancias militares y policiales chilenas. Sin embargo, el segundo plan, «Track II», para evitar la llegada de Allende al poder contaba con enormes posibilidades de fracasar y la causa era muy similar a la que había provocado el abortamiento del «gambito de Frei».

Con un Gobierno de quince miembros de los que cuatro pertenecían a su partido socialista y tres al comunista, Allende inició su «vía chilena hacia el socialismo». En el área agraria aceleró el proceso reformador iniciado por Frei y procedió a expropiar un millón cuatrocientas mil hectáreas en los seis primeros meses de mandato. En la laboral, el salario mínimo aumentó en un treinta y cinco por ciento. Al mismo tiempo, el 12 de noviembre el Gobierno anunció que desistía de las acciones legales emprendidas por delitos contra la seguridad del Estado, lo que benefició especialmente a los terroristas de extrema izquierda del MIR. El 21 de diciembre de 1970, Allende propuso una enmienda constitucional que autorizaba la nacionalización de la industria chilena del cobre. La medida podía ser acusada —y así fue— de intento de marxistizar al país pero la verdad es que la nacionalización había sido acariciada por otras fuerzas políticas chilenas. De hecho, Frei había logrado en 1969, mediante pactos con las multinacionales, la devolución de una parte de la riqueza minera y el demócrata cristiano Radomiro Tomic también había anunciado en su programa la nacionalización total.

Partiendo de esta base no resulta extraño que la enmienda para la nacionalización del cobre fuera aprobada por unanimidad por el congreso chileno —un congreso en el que Allende estaba en minoría— el 11 de julio de 1971. La expropiación fue acompañada de compensaciones de las que se excluyó a la Kennecott y a la Anaconda por los beneficios obtenidos en el pasado.

El 31 de diciembre, Allende anunciaba su proyecto de nacionalización de la banca y en enero de 1972 creó los tribunales populares siguiendo el modelo cubano, a la vez que indultaba a los terroristas de extrema izquierda. Cuando el 5 de febrero, anunció que no era el presidente de todos los chilenos no fueron pocos los que le dieron la razón temerosos —o jubilosos— de que Allende fuera un Castro chileno.

Las medidas de Allende eran dudosamente legales y, desde luego, su gestión no incluía contener a los que desbordaran el marco constitucional si su impulso era de izquierdas. Cuando el 2 de marzo de 1971, el MCR, rama del MIR, acusó de burguesa a la reforma agraria y realizó un llamamiento para ocupar las fincas sin reserva ni indemnización, Allende no se opuso e incluso el 17 del mismo mes comentó en una entrevista a Regis Debray que para llevar a cabo sus planes estaba dispuesto a reformar la justicia. El anuncio no pudo ser más oportuno porque sólo dos días después la Cámara de diputados dictaminó que la manera en que Allende estaba llevando a cabo la nacionalización de la banca era contraria a la ley. Al control de la banca y de la justicia, Allende quería sumar el de los medios de comunicación. Durante ese mismo mes de marzo, la asamblea de periodistas de izquierda solicitó la nacionalización de la prensa y en septiembre de 1971, el Gobierno vetó la extensión de los canales de TV a provincias.

Si la libertad de expresión y la independencia de la justicia estaban claramente amenazadas no podía suceder menos con la propiedad privada. En mayo, el Gobierno de Allende dio un nuevo salto revolucionario —e ilegal— al promulgar el «decreto de requisición de empresas textiles» y sancionar la ocupación de fábricas por parte de los trabajadores sin ningún tipo de trámite legal. A mediados del mes siguiente, Eduardo Frei instó a Allende a que disolviera las bandas armadas mientras la justicia invalidaba una tras otra las medidas tomadas por el Gobierno. Por supuesto, el presidente no escuchó ninguna de las voces embarcado en un proceso abiertamente revolucionario que en septiembre se caracterizó sobre todo por la ocupación violenta de fincas agrícolas.

Aparte del descoyuntamiento del orden constitucional y de un verdadero caos social, las medidas de Allende tuvieron entre otras consecuencias que la ayuda del Banco Interamericano de Desarrollo se redujera en un noventa y cinco por ciento y el Banco Export-Import, que previamente había autorizado créditos, los suprimiera por completo. Además se bloqueó la venta de repuestos y herramientas destinadas a los medios de producción, con lo que en pocos meses los vehículos que no podían circular por esta razón ascendían a varios millares. Por si fuera poco, el precio del cobre en el mercado internacional se redujo a la mitad. La inflación ascendió a un ciento sesenta por ciento (la más alta del mundo industrializado) y corrió en paralelo con una espantosa escasez de bienes alimenticios y de consumo que al intentar controlarse desde una mayor intervención estatal tan sólo provocó el florecimiento del mercado negro. La reacción popular ante un sueño convertido en espacio de tan pocos meses en pesadilla no se hizo esperar.

En diciembre de 1971 se produjo en Santiago la denominada «marcha de las ollas vacías» en el curso de la cual cinco mil amas de casa de clases altas y medias recorrieron Santiago protestando por la carestía y después haciendo ruido con cucharas y perolas ante el despacho del presidente. Era sólo un anticipo de lo que le esperaba al gobierno de la UP al año siguiente.

En 1972, las huelgas y las manifestaciones anti-allendistas se multiplicaron erosionando poderosamente al Gobierno. Sus protagonistas eran decenas de miles de ciudadanos de a pie a los que la crisis económica estaba empujando a una situación desesperada. Ése fue el caso de los mineros de la mina de cobre de Chuquicamata o del carbón, de los envasadores de refrescos, de los fabricantes de electrodomésticos o de los cincuenta mil propietarios de pequeños comercios de Santiago cuya manifestación en agosto concluyó de manera violenta. En paralelo, proseguían las ocupaciones ilegales de fábricas y el MIR se consideraba tan fuerte como para enfrentarse a tiros a las unidades de policía. Por si fuera poco, el 30 de agosto, Allende afirmó en un discurso que «la juventud debe poner atajo a los fascistas» y que «si hubiera una guerra civil la ganaríamos».

La escalada de las huelgas llegó a su punto álgido cuando, unos días después de la requisa ilegal de seis fábricas (cuatro de aceite y dos de textiles), temerosos de una nacionalización del transporte, los miembros de la Confederación chilena de propietarios de camiones fueron a la huelga el 10 de octubre. Los comercios cerraron al no recibir los bienes de consumo y las fábricas por falta de materias primas. Al mismo tiempo, el transporte se colapsó. En la práctica, la huelga significó la paralización del país. Allende respondió enérgicamente al desafío decretando la ley marcial en un área de quinientos kilómetros en torno a Santiago y estableciendo una precaria red de transporte basada en camiones militares. Al ser declarada sediciosa la huelga, fueron asimismo detenidos los dirigentes sindicales. El Gobierno había recuperado el control y Allende se sintió lo suficientemente fuerte como para realizar en diciembre de 1972 un viaje oficial por México, la URSS, Argelia y Cuba, donde afirmó su identificación con las dictaduras comunistas. Ésta llegó a ser tan considerable que la misma URSS temió las consecuencias. En documentos recientemente desclasificados aparece la reticencia del embajador soviético en Chile a secundar los planes de Allende para crear una Cuba en los Andes, fundamentalmente por los costes que la dictadura de Castro ya significaban para la URSS. Con todo, los créditos y ayuda militar recibida de la dictadura comunista por Allende fueron muy considerables.

La política de Allende y la oposición cada vez mayor contra la misma tuvieron como consecuencia una rápida polarización de la opinión pública. Mientras amplios sectores de izquierdas la apoyaban —considerando que había que mantener la lucha contra el imperialismo y las clases altas—, no es menos cierto que otros fueron adoptando una actitud acentuadamente contraria. Incluso muchos reformistas se preguntaban si había sido sensato en tan breve plazo aumentar el salario mínimo en un treinta y cinco por ciento, si era posible esperar inversiones cuando se acosaba a terratenientes y empresarios, si podría esperarse ayuda internacional cuando se expropiaban las compañías norteamericanas y, sobre todo, si era tolerable que la democracia chilena estuviera siendo sustituida a ojos vista por una dictadura como la cubana.

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