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El lugar de la ciencia

Las dos últimas décadas del siglo veinte acunaron lo que ya ha sido calificado por algunos de 'revolución tecnocientífica'. Aunque buena parte de la imagen pública de la ciencia ha permanecido inalterada en todos estos años, los cambios que esta revolución ha producido en la práctica de la ciencia son evidentes para cualquier investigador que empezara su carrera antes de los años ochenta.

La ciencia y la técnica —ésta con mucha antelación— constituyen una parte esencial de nuestra cultura. Desde el ámbito de las humanidades no siempre se ha querido mirar de frente este hecho y, por extraño que parezca, todavía hoy algunos desearían obviarlo. La ciencia, la técnica y particularmente su unión actual en la tecnociencia no sólo han contribuido a cambiar las condiciones materiales de nuestra existencia, permitiendo extender a un mayor número de personas, e incluso mejorar, condiciones de vida que antes estaban reservadas a minorías exiguas, sino que también han sido un elemento esencial en la configuración de las ideas y los valores prevalecientes en la edad contemporánea.

¿Qué quedaría de nuestra visión actual del hombre y de la naturaleza si tuviéramos que sustraerle las ideas aportadas por el siempre polémico Darwin o por el genial Einstein? ¿Qué habría sido de la tan traída y llevada revolución sexual de finales de los 60, que llevó a un cambio en los valores prevalecientes hasta entonces en las relaciones de pareja, si no se hubiera puesto en circulación la controvertida píldora anticonceptiva? Los efectos, positivos y negativos, que el desarrollo tecnocientífico ha tenido sobre nuestro entorno doméstico y natural son evidentes para casi todos y han sido objeto de numerosos estudios.

Sin embargo, no son tantos los que reconocen aún los modos en que la tecnociencia está afectando a la cultura en sus aspectos organizativos, intelectuales y axiológicos. A este desconocimiento contribuye en no poca medida la permanencia de barreras disciplinares y académicas que tienden a perpetuar la separación entre las mal llamadas 'dos culturas', la científica y la humanística. Estas barreras siguen siendo las causantes de que, con pocas excepciones por el momento, los estudiantes de ciencias en las universidades de todo el mundo reciban una formación en la que no hay espacio para la reflexión crítica sobre las implicaciones sociales, políticas, religiosas, culturales y éticas de la investigación científica, así como de que, también con pocas excepciones, al estudiante de humanidades se le permita ignorar, cuando no despreciar abiertamente, el hecho mismo de la ciencia.

Cierto es que no faltan motivos para ejercer la crítica racional sobre el predominio actual de la tecnociencia, pero para ello un requisito imprescindible debería ser el disponer al menos de un conocimiento suficiente de eso mismo que se pretende criticar. Máxime cuando se trata de afrontar una cuestión que está siendo central hoy en día en el ámbito de los estudios sobre la ciencia, y no sólo para sus enfoques más sociologizantes: la cuestión ya señalada con insistencia por Paul Feyerabend en la década de los 70 del papel de la ciencia en una sociedad democrática.

Como ha argumentado detalladamente en una obra reciente el filósofo de la ciencia Philip Kitcher, no existe una ciencia pura, libre de valores; por el contrario, las cuestiones valorativas —incluyendo en ellas las que conciernen a valores no epistémicos (valores morales, políticos, sociales, económicos, etc.)— alcanzan a toda la ciencia. Además, la verdad y el conocimiento no son cosas intrínsecamente buenas, ni siempre beneficiosas (lo cual no significa que, como sostienen los más desengañados o peor informados, sean cosas siempre sospechosas al servicio de intereses ocultos)

Siendo esto así, Kitcher considera que la ciencia no está actualmente «bien ordenada» (well-ordered), es decir, se producen en muchas ocasiones incompatibilidades entre la práctica científica y los ideales de la sociedad democrática. Una ciencia «bien ordenada» sería aquélla en la que sus fines vendrían dados por los intereses de la sociedad democrática. Buscaría, como es su misión, verdades significativas, pero la significatividad vendría marcada por los intereses de los ciudadanos decididos mediante procedimientos de democracia ilustrada (ciudadanos representativos de diversas perspectivas asesorados por expertos científicos) Serían, pues, esos intereses los que habrían de fijar muy en especial la agenda de investigación en las ciencias y no los intereses, a veces espúreos, de los poderes burocráticos o de determinados grupos de presión.

Quizás haya quien vea en este abandono del ideal de la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo y en la armonización de los fines de la ciencia con los de la sociedad democrática un riesgo inasumible de politizar la ciencia en el peor sentido de la palabra. En nuestra opinión es, sin embargo, un asunto ineludible dada la propia situación de la ciencia en las sociedades avanzadas y sus relaciones cada vez más complejas con los ciudadanos y con los poderes políticos y económicos. La tecnociencia es ella misma, quiérase o no, una forma de poder.

Los lazos entre la investigación científica y los valores éticos, políticos y sociales son inextricables y, por tanto, pensar hoy sobre la ciencia y la técnica implica necesariamente pensarlas en un contexto mucho más amplio que el meramente epistemológico o metodológico, e incluso más amplio que el del análisis de sus impactos sobre el medio ambiente. Pensar la ciencia y la técnica hoy significa reconsiderar los fines y los valores sobre los que se han sustentado ambas hasta el momento; significa en última instancia, como ya vio Feyerabend hace décadas, poner las bases para una ciencia más humana y más acorde con los fines de las sociedades democráticas.

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