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Esto se va hundiendo

No es posible la estabilidad a largo plazo cuando existe un desequilibrio tan grande

La sociedad europea —unos países más que otros— se va hundiendo y, sobre todo, lo hace España por la aceleración que imprime a este proceso autodestructivo. ¿Pero hundirse en qué sentido? Uno nada metafórico: el de su extinción, su desaparición como sociedad semejante a la actual para dar lugar a otra muy distinta, tanto por su sistema de valores y virtudes, como por su grado de desarrollo económico y social relativo en relación al resto del mundo. De ser una referencia y un foco de civilización a una proletarización cultural y social.

«Oiga usted, esto que afirma es excesivo, catastrofista y pesimista». No es mi intención, pero los adjetivos los pone cada cual, en todo caso si puedo razonar, a título de ejemplos, algunas razones de aquella conclusión.

George Weigel, el famoso autor de la biografía de Juan Pablo II y también muy conocido en España por su libro El Coraje de Ser Católico, plantea en su último trabajo, Política sin Dios, una serie de lo que llama «enigmas» europeos, que vistos en perspectiva histórica señalan un proceso bien conocido: la decadencia.

La política internacional europea disimula, bajo una cortina de humanitarismo inoperante, su ausencia de compromiso con los problemas y situaciones vitales que padece el mundo. Su recurrente apelación a que lo resuelva Naciones Unidas es en demasiadas ocasiones una huida con coartada. Porque la ONU es simultáneamente dos cosas distintas. Una, el marco necesario donde los estados se ven obligados a dialogar. Otra distinta, un organismo organizativo y burocrático, con funcionarios de lujo y escaso control económico, cuya eficacia es baja o nula. ¿Qué ha resuelto la ONU con el Sáhara, para citar un caso próximo? Nada. ¿Cómo frenó Europa su grave y crónico problema en Kosovo? Actuando al margen de la ONU y de la mano del poder militar americano. El único conflicto grave dentro de su territorio en casi medio siglo y fue incapaz de resolverlo. No es posible la estabilidad a largo plazo cuando existe un desequilibrio tan grande entre capacidad de actuación y bienestar económico.

Wegel se pregunta: «Pero, sobre todo —y la cuestión es de máxima urgencia—, por qué Europa está cometiendo un verdadero suicidio demográfico mediante una despoblación sistemática que el historiador británico Niall Ferguson denomina la mayor reducción sostenida de la población europea desde la Peste Negra del siglo XIV», con una diferencia nada menor en contra de nuestra época. Entonces, la implosión estaba causada por la muerte, ahora es por falta de nacimientos, que se combinan con su opuesto: el aumento continuo de la esperanza de vida. Es una despoblación acompañada de envejecimiento, y esto siempre ha sido un dato que señala decadencia.

Se puede acudir a Tonybee y su Estudio de la Historia para reflexionar sobre la hipótesis de que una civilización que carece de capacidad para responder a los retos que le depara la historia, demográficos, económicos, culturales, militares, sociales, morales, y que experimenta la presión creciente de un proletariado externo e interno, que dispone de una religión propia y distinta —la inmigración islámica en nuestro caso—, termina por extinguirse. Y que nadie vea en este recordatorio ninguna crítica a la inmigración, que es justa y en buena medida necesaria, sino a nuestra debilidad.

Las referencias podrían seguir, desde la desindustrialización a unos ejércitos muy profesionales pero incapaces de soportar —ellos y sus sociedades— los muertos, o la presión de luchar en condiciones adversas: Vietnam tuvo tres millones de bajas y Estados Unidos 58.000, pero ellos ganaron la guerra y los americanos fueron derrotados. A Europa le bastan unos cientos de bajas, menos todavía, sólo el riesgo de ellas para retroceder. La guerra es mala, pero eso no significa que los hombres no deban estar dispuestos a poner en riesgo su vida por un ideal. ¿Pero cuáles son hoy los ideales de los europeos y qué estamos dispuestos a sacrificar por ellos?

La negación de la propia cultura y la pérdida de sentido que la acompaña es un signo de lenidad colectiva. Europa no es un club cristiano, pero tiene en el cristianismo el componente fundamental de su cultura, algo que insólitamente no sólo rechaza, sino que en muchos casos se vitupera. Un destacado intelectual francés René Remond, ahora fallecido, y del que Chirac ha dicho: «Ha desaparecido un hombre honesto, un heredero del Siglo de las Luces», se sintió en la necesidad de publicar el año pasado El Nuevo Anticristianismo para denunciar esa enfermedad europea.

España presenta estos mismos signos pero con mayor intensidad, como la natalidad y la baja tasa de progreso técnico, somos más débiles a la presión de la civilización musulmana. A la par se registran dinámicas nuevas que operan en la misma dirección.

El sistema de enseñanza está en caída libre, mientras se siguen legislando leyes inútiles cuando no contraproducentes porque no tratan de las causas del problema. El matrimonio, la paternidad y maternidad, el gran entramado que ha permitido prosperar a la sociedad española, está siendo erosionado por la cultura desvinculada y una serie de leyes que persiguen este fin, para construir una desconocida sociedad basada en la perspectiva de género, y así podríamos continuar sucesivamente con más indicadores del hundimiento.

Casi nada es inexorable en este mundo, pero las tendencias a largo plazo son difíciles de modificar, y además poco agradecidas para una política basada en el vuelo gallináceo.

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