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Proemio.- Origen y Significado del Documento

1. Hablar de RECONCILIACIÓN y PENITENCIA es, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación a volver a encontrar —traducidas al propio lenguaje— las mismas palabras con las que Nuestro Salvador y Maestro Jesucristo quiso inaugurar su predicación: «Convertíos y creed en el Evangelio»[1] esto es, acoged la Buena Nueva del amor, de la adopción como hijos de Dios y, en consecuencia, de la fraternidad.

¿Por qué la Iglesia propone de nuevo este tema, y esta invitación?

El ansia por concer y comprender mejor al hombre de hoy y al mundo contemporáneo, por descifrar su enigma y por desvelar su misterio; el deseo de poder discernir los fermentos de bien o de mal que se agitan ya desde hace bastante tiempo; todo esto, lleva a muchos a dirigir a este hombre y a este mundo una mirada interrogante. Es la mirada del historiador y del sociólogo, del filósofo y del teólogo, del psicólogo y del humanista, del poeta y del místico; es sobre todo la mirada preocupada —y a pesar de todo cargada de esperanza— del pastor.

Dicha mirada se refleja de una manera ejemplar en cada página de la importante Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y, de modo particular, en su amplia y penetrante introducción. Se refleja igualmente en algunos Documentos emanados de la sabiduría y de la caridad pastoral de mis venerados Predecesores, cuyos luminosos pontificados estuvieron marcados por el acontecimiento histórico y profético de tal Concilio Ecuménico.

Al igual que las otras miradas, también la del pastor vislumbra, por desgracia, entre otras características del mundo y de la humanidad de nuestro tiempo, la existencia de numerosas, profundas y dolorosas divisiones.

Un mundo en pedazos

2. Estas divisiones se manifiestan en las relaciones entre las personas y los grupos, pero también a nivel de colectividades más amplias: Naciones contra Naciones y bloques de Países enfrentados en una afanosa búsqueda de hegemonía. En la raíz de las rupturas no es difícil individuar conflictos que en lugar de resolverse a través del diálogo, se agudizan en la confrontación y el contraste.

Indagando sobre los elementos generadores de división, observadores atentos detectan los más variados: desde la creciente desigualdad entre grupos, clases sociales y Países, a los antagonismos ideológicos todavía no apagados; desde la contraposición de intereses económicos, a las polarizaciones políticas; desde las divergencias tribales a las discriminaciones por motivos socio religiosos.

Por lo demás, algunas realidades que están ante los ojos de todos, vienen a ser como el rostro lamentable de la división de la que son fruto, a la vez que ponen de manifiesto su gravedad con irrefutable concreción. Entre tantos otros dolorosos fenómenos sociales de nuestro tiempo podemos traer a la memoria:

  • la conculcación de los derechos fundamentales de la persona humana; en primer lugar el derecho a la vida y a una calidad de vida digna; esto es tanto más escandaloso en cuanto coexiste con una retórica hasta ahora desconocida sobre los mismos derechos;
  • las asechanzas y presiones contra la libertad de los individuos y las colectividades, sin excluir la tantas veces ofendida y amenazada libertad de abrazar, profesar y practicar la propia fe;
  • las varias formas de discriminación: racial, cultural, religiosa, etc.;
  • la violencia y el terrorismo;
  • el uso de la tortura y de formas injustas e ilegítimas de represión; — la acumulación de armas convencionales o atómicas; la carrera de armamentos, que implica gastos bélicos que podrían servir para aliviar la pobreza inmerecida de pueblos social y económicamente deprimidos;
  • la distribución inicua de las riquezas del mundo y de los bienes de la civilización que llega a su punto culminante en un tipo de organización social en la que la distancia en las condiciones humanas entre ricos y pobres aumenta cada vez más.[2] La potencia arrolladora de esta división hace del mundo en que vivimos un mundo desgarrado[3] hasta en sus mismos cimientos.

Por otra parte, puesto que la Iglesia —aun sin identificarse con el mundo ni ser del mundo— está inserta en el mundo y se encuentra en diálogo con él,[4] no ha de causar extrañeza si se detectan en el mismo conjunto eclesial repercusiones y signos de esa división que afecta a la sociedad humana. Además de las escisiones ya existentes entre las Comunidades cristianas que la afligen desde hace siglos, en algunos lugares la Iglesia de nuestro tiempo experimenta en su propio seno divisiones entre sus mismos componentes, causadas por la diversidad de puntos de vista y de opciones en campo doctrinal y pastoral.[5] También estas divisiones pueden a veces parecer incurables.

Sin embargo, por muy impresionantes que a primera vista puedan aparecer tales laceraciones, sólo observando en profundidad se logra individuar su raíz: ésta se halla en una herida en lo más íntimo del hombre. Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad.

Nostalgia de reconciliación

3. Sin embargo, la misma mirada inquisitiva, si es suficientemente aguda, capta en lo más vivo de la división un inconfundible deseo, por parte de los hombres de buena voluntad y de los verdaderos cristianos, de recomponer las fracturas, de cicatrizar las heridas, de instaurar a todos los niveles una unidad esencial. Tal deseo comporta en muchos una verdadera nostalgia de reconciliación, aun cuando no usen esta palabra.

Para algunos se trata casi de una utopía que podría convertirse en la palanca ideal para un verdadero cambio de la sociedad; para otros, por el contrario, es objeto de una ardua conquista y, por tanto, la meta a conseguir a través de un serio esfuerzo de reflexión y de acción. En cualquier caso, la aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y —por paradójico que pueda parecer— lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de división.

Mas la reconciliación no puede ser menos profunda de cuanto es la división. La nostalgia de la reconciliación y la reconciliación misma serán plenas y eficaces en la medida en que lleguen —para así sanarla— a aquella laceración primigenia que es la raíz de todas las otras, la cual consiste en el pecado.

La mirada del Sínodo

4. Por lo tanto, toda institución u organización dedicada a servir al hombre e interesada en salvarlo en sus dimensiones fundamentales, debe dirigir una mirada penetrante a la reconciliación, para así profundizar su significado y alcance pleno, sacando las consecuencias necesarias en orden a la acción.

A esta mirada no podía renunciar la Iglesia de Jesucristo. Con dedicación de Madre e inteligencia de Maestra, ella se aplica solícita y atentamente, a recoger de la sociedad, junto con los signos de la división, también aquellos no menos elocuentes y significativos de la búsqueda de una reconciliación.

Ella, en efecto, sabe que le ha sido dada, de modo especial, la posibilidad y le ha sido asignada la misión de hacer conocer el verdadero sentido —profundamente religioso— y las dimensiones integrales de la reconciliación, contribuyendo así, aunque sólo fuera con esto, a aclarar los términos esenciales de la cuestión de la unidad y de la paz.

Mis Predecesores no han cesado de predicar la reconciliación, de invitar hacia ella a la humanidad entera, así como a todo grupo o porción de la comunidad humana que veían lacerada y dividida.[6] Y yo mismo, por un impulso interior que —estoy seguro— obedecía a la vez a la inspiración de lo alto y a las llamadas de la humanidad, he querido —en dos modos diversos, pero ambos solemnes y exigentes— someter a serio examen el tema de la reconciliación: en primer lugar convocando la VI Asamblea General del Sínodo de los Obispos; en segundo lugar , haciendo de la reconciliación el centro del Año jubilar convocado para celebrar el 1950 aniversario de la Redención.[7] A la hora de señalar un tema al Sínodo, me he encontrado plenamente de acuerdo con el sugerido por numerosos Hermanos míos en el episcopado, esto es, el tema tan fecundo de la reconciliación en relación estrecha con el de la penitencia.[8]

El término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos. Si la relacionamos con metánoia, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino.[9] Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia;[10] toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla;[11] para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo;[12] para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual;[13] para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo.[14] La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano.

En cada uno de estos significados penitencia está estrechamente unida a reconciliación, puesto que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia.

El documento-base del Sínodo (también llamado Lineamenta), que fue preparado con el único objetivo de presentar el tema acentuando algunos de sus aspectos fundamentales, ha permitido a las Comunidades eclesiales existentes en todo el mundo reflexionar durante casi dos años sobre estos aspectos de una cuestión —la de la conversión y reconciliación— que a todos interesa, y de sacar al mismo tiempo un renovado impulso para la vida y el apostolado cristiano. La reflexión ha sido ulteriormente profundizada como preparación inmediata a los trabajos sinodales, gracias al Instrumentum laboris enviado en su día a los Obispos y sus colaboradores. Por último, durante todo un mes, los Padres sinodales, asistidos por cuantos fueron llamados a la reunión propiamente dicha, han tratado con gran sentido de responsabilidad dicho tema junto con las numerosas y variadas cuestiones relacionadas con él. La discusión, el estudio en común, la asidua y minuciosa investigación, han dado como resultado un amplio y valioso tesoro que han recogido en su esencia las Propositiones finales.

La mirada del Sínodo no ignora los actos de reconciliación (algunos de los cuales pasan casi inobservados a fuer de cotidianos) que en diversas medidas sirven para resolver tantas tensiones, superar tantos conflictos y vencer pequeñas y grandes divisiones reconstruyendo la unidad. Mas la preocupación principal del Sínodo era la de encontrar en lo profundo de estos actos aislados su raíz escondida, o sea, una reconciliación, por así decir fontal, que obra en el corazón y en la conciencia del hombre.

El carisma y, al mismo tiempo, la originalidad de la Iglesia en lo que a la reconciliación se refiere, en cualquier nivel haya de actuarse, residen en el hecho de que ella apela siempre a aquella reconciliación fontal. En efecto, en virtud de su misión esencial, la Iglesia siente el deber de llegar hasta las raíces de la laceración primigenia del pecado, para lograr su curación y restablecer, por así decirlo, una reconciliación también primigenia que sea principio eficaz de toda verdadera reconciliación. Esto es lo que la Iglesia ha tenido ante los ojos y ha propuesto mediante el Sínodo.

De esta reconciliación habla la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer por ella toda clase de esfuerzos;[15] pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don misericordioso de Dios al hombre.[16] La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.

La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno.

Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra.

El Sínodo ha hablado, al mismo tiempo, de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La corversión personal es la vía necesaria para la concordia entre las personas.[17] Cuando la Iglesia proclama la Buena Nueva de la reconciliación, o propone llevarla a cabo a través de los Sacramentos, realiza una verdadera función profética, denunciando los males del hombre en la misma fuente contaminada, señalando la raíz de las divisiones e infundiendo la esperanza de poder superar las tensiones y los conflictos para llegar a la fraternidad, a la concordia y a la paz a todos los niveles y en todos los sectores de la sociedad humana. Ella cambia una condición histórica de odio y de violencia en una civilización del amor; está ofreciendo a todos el principio evangélico y sacramental de aquella reconciliación fontal, de la que brotan todos los demás gestos y actos de reconciliación, incluso a nivel social.

De tal reconciliación, fruto de la conversión, deseo tratar en esta Exhortación. De hecho, una vez más —como ya había sucedido al concluir las tres Asambleas precedentes del Sínodo— los mismos Padres han querido hacer entrega al Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal y Cabeza del Colegio Episcopal, en su calidad de Presidente del Sínodo, las conclusiones de su trabajo. Por mi parte he aceptado, cual grave y grato deber de mi ministerio, la tarea de extraer de la ingente riqueza del Sínodo un mensaje doctrinal y pastoral sobre el tema de reconciliación y penitencia para ofrecerlo al Pueblo de Dios como fruto del Sínodo mismo.

En la primera parte me propongo tratar de la Iglesia en el cumplimiento de su misión reconciliadora, en la obra de conversión de los corazones en orden a un renovado abrazo entre el hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre y todo lo creado. En la segunda parte se indicará la causa radical de toda laceración o división entre los hombres y, ante todo, con respecto a Dios: el pecado. Por último señalaré aquellos medios que permiten a la Iglesia promover y suscitar la reconciliación plena de los hombres con Dios y, por consiguiente, de los hombres entre sí.

El Documento que ahora entrego a los hijos de la Iglesia, —mas también a todos aquellos que, creyentes o no, miran hacia ella con interés y ánimo sincero— desea ser una respuesta obligada a todo aquello que el Sínodo me ha pedido. Pero es también —quiero aclararlo en honor a la verdad y la justicia— obra del mismo Sínodo. De hecho, el contenido de estas páginas proviene del Sínodo mismo: de su preparación próxima y remota, del Instrumentum laboris, de las intervenciones en el aula sinodal y en los circuli minores y, sobre todo, de las sesenta y tres Propositiones. Encontramos aquí el fruto del trabajo conjunto de los Padres, entre los cuales no faltaban los representantes de las Iglesias Orientales, cuyo patrimonio teológico, espiritual y litúrgico, es tan rico y digno de veneración también en la materia que aquí interesa. Además ha sido el Consejo de la Secretaría del Sínodo el que ha examinado en dos importantes sesiones los resultados y las orientaciones de la reunión sinodal apenas concluida, el que ha puesto en evidencia la dinámica de las susodichas Propositiones y, finalmente, ha trazado las líneas consideradas más idóneas para la redacción del presente documento. Expreso mi agradecimiento a todos los que han realizado este trabajo, mientras fiel a mi misión, deseo transmitir aquí lo que del tesoro doctrinal y pastoral del Sínodo me parece providencial para la vida de tantos hombres en esta hora magnífica y difícil de la historia.

Conviene hacerlo —y resulta altamente significativo— mientras todavía está vivo el recuerdo del Año Santo, totalmente vivido bajo el signo de la penitencia, conversión y reconciliación.

Ojalá que esta Exhortación que confío a mis Hermanos en el Episcopado y a sus colaboradores, los Presbíteros y Diáconos, los Religiosos y Religiosas, a todos los fieles y a todos los hombres y mujeres de conciencia recta, sea no solamente un instrumento de purificación, de enriquecimiento y afianzamiento de la propia fe personal, sino también levadura capaz de hacer crecer en el corazón del mundo la paz y la fraternidad, la esperanza y la alegría, valores que brotan del Evangelio escuchado, meditado y vivido día a día a ejemplo de María, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual Dios se ha complacido en reconciliar consigo todas las cosas.[18]

Notas

[1] Mc 1, 15.

[2] Cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, III, 1-7: AAS 71 (1979), 198-204.

[3] La visión de un mundo «desgarrado» aparece en la obra de no pocos escritores contemporáneos, cristianos y no cristianos testigos de la condición del hombre en nuestra atormentada época.

[4] Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 43-44; Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 12; Pablo VI, Encíc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964), 609-659.

[5] Sobre la división en el cuerpo de la Iglesia escribía con palabras de fuego, en los albores de la misma Iglesia, el Apóstol Pablo en la famosa página de 1 Cor 1, 10-16. A los mismos cristianos de Corinto se dirigirá algunos años más tarde S. Clemente Romano para denunciar los desgarrones existentes en aquella comunidad: cf. Carta a los Corintios, III-VI; LVII: Patres Apostolici, ed. Funk, I, 103-109; 171-173. Sabemos que desde los Padres más antiguos, la túnica inconsútil de Cristo, no rasgada por los soldados ha venido a ser la imagen de la unidad de la Iglesia: cf. S. CIPRIANO, De Ecclesiae catholicae unitate, 7: CCL 3/1, 254s.; S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 118, 4: CCL 36, 656 s.; S. Beda El Venerable, In Marci Evangelium expositio, IV, 15: CCL 120, 630; In Lucae Evangelium expositio, VI, 23: CCL 120, 403; In S. Ioannis Evangelium expositio, 19: PL 92, 911 s.

[6] La Encíclica Pacem in terris, testamento espiritual de Juan XXIII (cf. AAS 55 [1963], 257-304), es considerada con frecuencia un «documento social» o también un «mensaje politico» y en verdad lo es, si se toman dichas expresiones en toda su amplitud. El discurso pontificio —así aparece tras más de veinte años de su publicación— es, en efecto, más que una estrategia en vista de la convivencia de los pueblos y naciones, una urgente llamada a los valores supremos, sin los cuales la paz sobre la tierra se convierte en una quimera. Uno de estos valores es justamente la reconciliación entre los hombres y a este tema Juan XXIII se ha referido en muchas ocasiones. De Pablo VI bastará recordar que, al convocar a toda la Iglesia y a todo el mundo a celebrar el Año Santo de 1975, quiso que «renovación y reconciliación» fueran la idea central de aquel importante acontecimiento. Y no pueden olvidarse tampoco las catequesis que a tal idea-maestra consagró él para ilustrar dicho Jubileo.

[7] «Este tiempo fuerte, durante el cual todo cristiano está llamado a realizar más en profundidad su vocación a la reconciliación con el Padre en el Hijo —escribía en la Bula de convocación del Año jubilar de la Redención— conseguirá plenamente su objetivo únicamente cuando desemboque en un nuevo compromiso por parte de cada uno y de todos al servicio de la reconciliación no sólo entre los discípulos de Cristo sino también entre todos los hombres»: Bula Aperite Portas Redemptori, 3: AAS 75 (1983), 93.

[8] El tema del Sínodo era más exactamente: Reconciliación y penitencia en la misión de la Iglesia.

[9] Cf. Mt 4, 17; Mc 1, 15.

[10] Cf. Lc 3, 8.

[11] Cf. Mt 16, 24-26; Mc 8, 34-36; Lc 9, 23-25.

[12] Cf. Ef 4, 23 s.

[13] Cf. 1 Cor 3, 1-20.

[14] Cf. Col 3, 1 s.

[15] «Por Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios»: 2 Cor 5, 20.

[16] «Nos gloriamos en Dios por Nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación»: Rom 5, 11; cf. Col 1, 20.

[17] El Concilio Vaticano II ha hecho notar: «En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con este otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones tiene que elegir y que renunciar. Mas aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo (cf. Rom 7, 14 ss.). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad»: Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 10.

[18] Cf. Col 1, 19 s.

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