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La potencia adúltera (y III)

Lejos de mí la idea de sostener la tesis de que los gobiernos, incluso los democráticos, tienen siempre razón, y que hacen siempre todo bien. La prensa los ataca a menudo muy justamente. Yo me refiero a la actitud caricaturesca y pueril de una prensa que juzga indigno de ella todo lo que no sea atacar el poder político y los poderes establecidos. Por supuesto, los gobiernos se esfuerzan en impedir la difusión de las noticias que les son desfavorables y en amplificar las que son halagadoras para ellos. Por supuesto, la razón de ser de la prensa es restablecer el equilibrio y dar a conocer lo que los gobiernos (y los partidos de oposición también, en lo que les concierne) desearían dejar en la penumbra. Pero este papel de la prensa no tiene validez más que si descansa sobre el respeto escrupuloso de la información. No obstante, hay tan pocos periódicos, en cada democracia, que la respetan como países en el mundo que respetan la democracia. En los demás casos, los más numerosos, la prensa no dispone del contrapeso o el antídoto de la deshonestidad política: forma parte de ella, constituye uno de sus principales instrumentos. Cuando, en una conversación, pasamos revista a los periódicos y demás medios de comunicación del país en que nos encontramos, los clasificamos espontáneamente, y sin mucha dificultad, en favorables o desfavorables a tal corriente política, a tales medios financieros, culturales, religiosos, raciales o sexuales. En la apreciación que hacemos de ellos, no es casi nunca la calidad de sus informaciones lo que constituye el criterio colocado en primer plano. Además, la información es a menudo interpretada no por sí misma, su veracidad o su falsedad, sino como signo de una opinión. Publicar tal información muestra que se tiene tal opinión. Que sea verdadero o no, es secundario.

La misma manera de anunciar un hecho diverso, sobre todo cuando se lo puede bautizar pomposamente de «fenómeno social» clasifica a un periódico con tanta seguridad como sus prejuicios políticos. El 1.° de diciembre de 1987, la policía detiene en París al misterioso «asesino de ancianas», un hombre que, en algunos años, había matado por lo menos una treintena de personas de edad, que vivían solas, para robarles sus ahorros. Resulta que el asesino es un negro, homosexual y drogadicto. Durante una semana, los diarios de izquierdas, Le Matin, Libération, Le Monde, La Croix, L'Humanité, esconden subrepticiamente en la moqueta de sus páginas interiores esta detención y la personalidad del asesino. La noticia y los detalles son comunicados con parsimonia. Son diseminados y ocultados en las profundidades del sumario, expresados de mala gana, algunos días, ni siquiera eso. Cuando se los menciona, es para desviar la atención lejos del mismo criminal, y politizar el suceso. Así, el 3 de diciembre, Libération, en la página 13, bajo el título: «Un asesino se da por vencido», escribe: «En julio de 1986, después de tres meses y medio de presencia en el gobierno, Charles Pasqua debe ya deplorar nueve asesinatos de abuelas. Exactamente el mismo número que la izquierda desde 1984.» ¿Era éste el problema? Partiendo de un éxito policial, obtenido después de una investigación muy difícil, Libération se las arregla para infligir una crítica al ministro del Interior. Este pasaje inaugura, por otra parte, un procedimiento periodístico digno de ser tenido en cuenta: si alguien que no os gusta logra un éxito, en lugar de publicar la noticia del día, que os desagrada, publicáis la de tres años atrás, escogiendo una circunstancia en la que vuestra cabeza de turco se equivocó lamentablemente. Se captan bien los motivos de tanta discreción: el miedo al racismo antinegro y al racismo antihomosexual. La hostilidad contra los inmigrados no podía reactivarse, ya que Thierry Paulin, el asesino, era ciudadano francés. La preocupación por no reforzar los comportamientos de «exclusión» con respecto a los drogadictos también influía. Pero, ¿cómo no ver que esta ocultación, profesionalmente inaceptable, se vuelve, además, contra la causa que cree servir? En la jerarquía del crimen en Francia en el siglo XX, Paulin se sitúa muy alto por el número de sus víctimas, después del doctor Petiot, que asesinó a varias decenas de judíos durante la guerra para robarles, pero delante de Landru. No hablar de ello en un puñado de periódicos cuando toda Francia no habla más que de ese tema es, simplemente, torpe, porque el silencio no impedirá que toda la población esté al corriente. En 1979, Jimmy Goldsmith, propietario de L'Express, me pidió que la revista no hablara del «asunto de los diamantes» que Giscard había recibido en regalo del «emperador» de Centroáfrica, Bokassa, caso que perjudicó entonces duramente al presidente de la República, por quien Goldsmith sentía simpatía. Yo me negué, evidentemente; en primer lugar por principio, y luego arguyendo que nuestro silencio no serviría, naturalmente, de nada a Giscard y ciertamente perjudicaría a L'Express. De igual manera, el racismo no puede más que agravarse cuando la opinión se da cuenta de que periódicos influyentes minimizan la responsabilidad del autor de una serie de crímenes atroces, porque el criminal resulta ser un ciudadano negro y homosexual. Suscitan la irritación de muchas personas que no pueden evitar pensar cuál habría sido la orquestación de este suceso si el asesino hubiera sido un blanco asesino de árabes. Estas miserables jugarretas periodísticas no conjuran el racismo; al contrario, lo reaniman, se inscriben en el círculo vicioso de las paranoias complementarias, de las que no se puede salir más que dejando de considerar la raza o la homosexualidad como factores que puedan modificar algo, para bien o para mal.

Felicitemos a un periódico antirracista que explique de una manera clara y abierta en qué el racismo es una postura prácticamente contradictoria, científicamente necia y moralmente indefendible, pero no a un periódico que suprime informaciones que piensa que pueden excitar el racismo. Razona entonces exactamente como reprocha al político de hacerlo, cuando éste se imagina resolver un problema logrando que sea silenciado. Confiesa, además, implícitamente con ello que no tiene confianza en su postura, puesto que para defenderla necesita mentir, por lo menos por omisión.

Que la opinión del periodista determina la información y no a la inversa, en nueve casos de cada diez, se admite en las conversaciones corrientes de las gentes de la prensa entre ellos y lo saben todos los que con ellos se relacionan. «¡Ni lo sueñes! No es ciertamente en el diario X donde tú vas a encontrar esa información», es una cantinela enunciada como un axioma de puro sentido común. En los coloquios internacionales sobre el periodismo se celebra la misa mayor y el culto de la información sagrada e intangible, se estigmatiza la «censura» impuesta por las fuerzas diabólicas de la razón de Estado y del dinero. Pero, entre ellos, se sabe muy bien que Fulano no hablará de esto y Mengano no hablará de aquello, siendo, «esto» y «aquello», desde un punto de vista neutral, informaciones. En 1980, llamado desde Madrid por Juan Luis Cebrián, director de El País, que me pedía una carta de apoyo destinada a ser leída en un proceso al que se le sometía, después de haber accedido desde luego a su petición, le pregunté cómo era que su periódico hubiera sido casi el único en Europa en no haber mencionado el «caso Marchais», es decir, la publicación por L'Express de un documento encontrado en los archivos alemanes que demostraba sin ningún género de dudas que el actual secretario general del Partido Comunista francés había ido, en 1942 y 1943, como trabajador voluntario a la Alemania nazi, y no como deportado, tal como él había pretendido siempre. Cebrián me respondió con una encomiable ingenuidad y nada incómodo: «Sí, ya sé; es verdaderamente lamentable, pero figúrate que el jefe del servicio extranjero estaba de viaje y su adjunto, que le reemplazaba, es comunista; de manera que ha silenciado el asunto.» Era erigir sin ambages en principio el hecho de que un director de periódico tiene dificultades en impedir que una información no tenga su fuente en las preferencias políticas del que la transmite... o rehúsa transmitirla. Mi amigo Cebrián y su periódico han recibido -¿acaso lo dudáis?- numerosos «premios de periodismo» en todos los países.

Salvo rarísimas excepciones, se admite como una realidad en el ambiente de la prensa, a despecho de todas las protestas en sentido contrario, destinadas al mundo exterior, que las preferencias políticas de los periodistas sirven de criterio para su presentación de la información. En Italia, esta capitulación ante la parcialidad ha sido incluso institucionalizada, bajo el vocablo, ya explicado anteriormente, de «lottizzazione»: a saber, el reparto en trozos. Volvamos a ello. Describiendo esa curiosa costumbre en el curso de una conferencia en la UNESCO, Paolo Romani (corresponsal en París del Giornale durante los años ochenta) profundizó en los detalles y expuso cómo los partidos políticos intervienen directamente en la contratación y la promoción interna de los periodistas. Los partidos velan por «el respeto de los equilibrios», como se dice púdicamente en Italia. Así, contrariamente a lo que sucede en otros países, donde tales lazos son ordinariamente negados o disimulados, los periodistas italianos reivindican, generalmente sin rodeos, su afiliación a un partido, que, en el fondo, se ocupa de su «plan de carrera». Muchos están inscritos, precisa Romani; los otros se proclaman abiertamente de la «dependencia» (área) socialista, democratacristiana, republicana, comunista. Según una expresión encantadora, se hallan, con respeto a esa área, en «estado de disponibilidad constructiva». El arte de distribuir los «lotes» periodísticos proporcionalmente, en función de la fuerza respectiva de los partidos, alcanza su perfección suprema en la RAI, la radiotelevisión del Estado (las cadenas privadas no tienen autorización de suministrar información). Cada telediario posee, de la manera más oficial del mundo, su coloración política: el de la primera cadena es democratacristiano, el de la segunda socialista y el de la tercera, comunista. No es posible confesar con mayor franqueza que nadie, ni siquiera en el ambiente periodístico, tiene la menor confianza en la famosa «conciencia profesional», como tal, ni en la «deontología» de los periodistas. Así, el 17 de marzo de 1988, durante la crisis ministerial abierta por la caída del gobierno de Goria, el telediario de RAI 2, a las 19.45 horas, comenzó con diez minutos sobre Bettino Craxi, el líder socialista, cuando era Ciriaco de Mita, el líder de la democracia cristiana, quien había sido encargado por el presidente de la República de formar el nuevo gobierno. Y, sobre todo, ¡que no nos vengan con el tópico del «pluralismo»! Los periodistas comunistas nombrados directamente por el partido en 1981 en la televisión francesa no lo fueron por «pluralismo».

Durante todos los años que he pasado en observar el periodismo y en hacerlo, lo que más me ha sorprendido es el reducido número de profesionales que se comportan como tales, es decir, aquellos cuya curiosidad se dirige, ante todo, a los hechos. Esta reducida casta puede, también, sustentar opiniones y emitir juicios, incluso muy pronunciados. Tal no es el punto a debatir. La imparcialidad no es indiferencia. Al contrario, cuanto más importancia se concede a las ideas, menos se soporta que reposen sobre un vacío de informaciones. La opinión sólo es interesante -en el periodismo- si es una forma de información. Quiero decir que un editorial no tiene interés si no emana de una documentación sólida y sólidamente analizada. La bestia negra de los censores y de los ideólogos no es la opinión pura, no es tampoco el «humor» arbitrario de un publicista cualquiera: es la opinión apoyada por la información, o, dicho con otras palabras, la demostración. Lo que teme el ideólogo no es que digáis: «No me gusta el régimen comunista vietnamita»; es que digáis, pruebas en mano: «El régimen comunista vietnamita ha matado a un millón de inocentes en diez años.» No es que digáis: «Estoy en contra de lo que han hecho los gobiernos socialistas franceses entre 1981 y 1985»; es que digáis, pruebas en mano: «Los socialistas han contribuido a hacer renacer en Francia, hacia 1984, el fenómeno de la mendicidad en masa, que había desaparecido desde hacía varias décadas.»

Los malos razonamientos tienen, frecuentemente, como causa primera las malas informaciones. A partir de ahí se incrustan en la opinión y ya no hay nada que pueda desalojarlos. Tomemos el prejuicio según el cual sería François Mitterrand quien, mediante la Unión de la Izquierda y del Programa Común, habría provocado el hundimiento del Partido Comunista francés. Cada uno sabe que en lógica elemental la concomitancia de dos hechos no basta para establecer la relación de causa a efecto entre ellos. Los partidos comunistas se han hundido o han retrocedido sensiblemente en toda Europa: tanto sin unión con los socialistas y sin participación en el gobierno, como en España y en Portugal, como con participación en el gobierno, como en Finlandia. Han retrocedido cuando eran estalinistas, como los partidos francés y portugués, y cuando eran eurocomunistas, como el partido español, que ha desaparecido prácticamente. Incluso el poderoso partido italiano ha descendido, en doce años, del 34 % al 21 % de votos,[130] cuando el Partido Socialista de Craxi le era violentamente hostil no cesando de progresar a su costa. Finalmente, el significativo descenso del Partido Comunista francés se produjo entre las elecciones legislativas de 1978 y la elección presidencial del 1981, es decir, precisamente durante los tres años en que comunistas y socialistas estaban en plena guerra abierta, en que el Programa Común había sido proclamado «prescrito» por Mitterrand y en que la Unión de la Izquierda estaba hecha trizas en el fondo del barranco, después de la ruptura de otoño de 1977. Al contrario, en el momento en que esa unión estaba en plena actividad, ella permitió al Partido Comunista francés lograr uno de los más grandes triunfos de su historia, en las elecciones municipales de la primavera de 1977. Todos estos argumentos no impedirán a los «editorialistas» continuar machacando el infatigable tópico.[131]

Se evoca a menudo, en la ronquera de finales de los coloquios, la posibilidad de crear «comisiones de deontología», especie de «consejos del orden» periodísticos. Pero, ¿quién juzgaría a quién? En cierta manera, esas comisiones existen en algunos países, bajo forma de periódicos y revistas consagradas a la prensa y a los medios de comunicación. Pero esas publicaciones especializadas, que distribuyen buenas y malas notas, no se sitúan casi nunca en el punto de vista de la exactitud de la información. Tal es el caso del posiblemente más prestigioso de dichos órganos, en el mundo, la Columbia Journalism Review, publicada por la escuela de periodismo considerada como la mejor en los Estados Unidos. La revista se jacta de distribuir sus elogios y sus críticas fuera de toda perspectiva ideológica, de no adherirse a ninguna causa sectaria, de no ser ni de izquierdas ni de derechas. Sin embargo, Public Opinion publicó en 1984 un estudio que examinaba estadísticamente todos los artículos de crítica de los medios de comunicación de la Columbia Journalism Review durante diez años. De él resulta que el 78 % de esos artículos estaban escritos desde un punto de vista netamente de izquierda o «liberal», 12 % desde un punto de vista «conservador» y 10 % sin que se pudiera discernir orientación sectaria. La concepción del periodismo que emerge de la Columbia Journalism Review, como siendo la buena, es la de un periodismo de ataque, que debe acosar, en principio, a las autoridades establecidas y tomar en cuenta los agravios de las minorías oprimidas. La revista fustiga incansablemente la tibieza de la prensa en la persecución de estos objetivos. En 1983, por ejemplo, le reprocha, como también a la televisión, su... parcialidad en favor de Reagan. Los medios de comunicación son, dice ella, «la Pravda del Potomac», un «canal de desagüe para las declaraciones de la Casa Blanca y su batalla oficial por la imagen» («... The Pravdaof the Potomac, a conduit for White House utterances and official image-mongering»). He aquí cómo una publicación profesional cuya misión es vigilar a los demás puede revelarse incapaz o, por lo menos, poco deseosa de comprobar su propia información. En efecto, de un estudio hecho por un grupo de sociólogos sobre los diarios de las tres cadenas durante el período considerado,[132] resulta que las informaciones presentando favorablemente a Reagan totalizan 400 palabras y las que le eran hostiles 8 800 palabras, es decir, una relación de 22 a 1 en favor de las stories negativas. En política extranjera, la Columbia Journalism Review (la CJR, para los iniciados) aplica igualmente criterios menos profesionales que ideológicos en las apreciaciones que formula sobre el trabajo de los periodistas. Así, pasando revista a los reportajes consagrados a Irán, deplora que los medios de comunicación estén faltos de equidad hacia Jomeini y describan su régimen como autoritario y reaccionario. Llevando el tercermundismo hasta la militancia, la CJR insinúa que la prensa norteamericana ha caricaturizado el «combate por la libertad» que llevarían a cabo, según ella, los ayatollahs. Estamos lejos, como se ve, del patrón puramente técnico que se supone utiliza esa publicación para aquilatar los méritos de los medios de información.

Las escuelas de periodismo no son, por otra parte, lugares en los que se enseñe particularmente a buscar la información y a controlarla. Allí, los alumnos desarrollan más bien el sentido de su misión social al servicio de una causa noble, que ellos mismos definen, y que deben ayudar a triunfar. Esta noble causa, en el CFJ de París (Centro de Formación de Periodistas), era, en la década 1970-1980, el Programa Común de la Izquierda Unida. En esa época, una delegación de «los mejores alumnos» del CFJ me pidió un día una entrevista, y me visitó en L'Express. La pregunta que venía a plantearme era la siguiente: «¿Por qué ha consagrado usted una portada de L'Express al asunto Marcháis y no al asunto de los diamantes de Giscard? ¿No es ésta una prueba de su parcialidad política, de su complacencia con respecto al poder y de su hostilidad a la izquierda?» Empecé por contestar que mis opiniones personales se reflejaban claramente en mis editoriales, en los que nunca traté de disimular mi aversión por las ideas de Georges Marchais y mi preferencia (relativa) por Giscard d'Estaing. No obstante, mi decisión en la cuestión que les preocupaba -les dije-, no procedía de mis opiniones personales: obedecía a criterios puramente profesionales. El asunto de los diamantes había sido «estrenado» por Le Canard Enchaîné y Le Monde simultáneamente, y luego por el resto de la prensa, entre ellos nosotros. Pero no poseíamos elementos nuevos e inéditos que justificaran llevar el asunto a nuestra primera página. Yo había intentado descubrir elementos nuevos que sólo conociera L'Express: para ello mandé (aunque el propietario del periódico lo intentó todo para disuadirme) a un equipo de periodistas para que trataran de entrevistarse, en Costa de Marfil, donde se había refugiado, al ex «emperador» Bokassa (presunto dispensador de diamantes). Pero la policía de aquel país impidió todo contacto. En cambio, la ficha que demostraba lo que se creía desde hacía mucho tiempo sin poseer pruebas formales, es decir, que Marcháis había colaborado con el enemigo en tiempo de guerra, ya que había partido voluntariamente a trabajar con Hitler en una fábrica de armamento, era un descubrimiento de L'Express. Nos había costado mucho tiempo, muchas deducciones y mucho trabajo conseguir que uno de nuestros hombres pudiera tener acceso al fichero de los voluntarios franceses en Alemania, conservado en Augsburgo, y, en primer lugar, localizar ese fichero. Aquello era una exclusiva de nuestro periódico y era normal que le concediéramos la portada.

Aquello era, además, un asunto no privado, sino altamente político, porque no era indiferente, políticamente hablando, que el secretario general del Partido Comunista francés hubiera colaborado con los nazis, y que los soviéticos tuvieran, probablemente, un expediente sobre él. Mencioné, de paso, algunos artículos en los que nosotros habíamos criticado la política de Giscard d'Estaing con severidad e incluso con violencia, cuando nos había parecido criticable. Comprendí, ante los rostros petrificados de mis interlocutores, que me expresaba en etrusco. Mi idioma les resultaba completamente hermético. Para ellos, la deontología no tenía nada que ver con la búsqueda de la información auténtica e inédita, con la recogida de documentos nuevos y originales, con el debate de ideas fundado únicamente en los argumentos. Para ellos era cuestión, en primer lugar, de apoyar a la izquierda, y luego, en todo caso, de tratar en un pie de igualdad la izquierda y la derecha; además, fueran cuales fuesen las informaciones disponibles, nunca había que echar las culpas a la izquierda. Ése era su concepto de la «objetividad». Por supuesto, observar ese igualitarismo escrupuloso no incumbía más que a la prensa liberal. En cambio, nuestros colegas de la izquierda poseían el derecho moral de atacar únicamente a la derecha y de apoyar únicamente a la izquierda. En esto consistía la objetividad por excelencia y plenaria. A falta de poder alcanzar ese grado de perfección, nosotros, colegas menores, teníamos el deber -nosotros, la prensa liberal- de respetar por lo menos esa forma inferior de objetividad que era el igualitarismo a priori, fueran cuales fuesen las noticias del día. «¿Por qué -me preguntaron- tratan con tanta insistencia del comunismo, del totalitarismo, del expansionismo soviético, del socialismo, del maoísmo, del tercermundismo?» Les respondí que no era culpa mía si, desde 1945, eran estos tipos de visión del mundo y de fuerzas políticas los que habían dominado la escena internacional. Se comportaban, en suma, como hacen a menudo los políticos: acusándome de deformar la realidad porque la reflejaba.

Es a esa deformación a la que aluden, efectivamente, los políticos cuando acusan a los periodistas de todas sus desgracias. Acusación pueril, que alejamos ritualmente con la irónica observación: «¡Naturalmente, también es culpa de los periodistas!» Lo que los políticos considerarían como una buena prensa sería aquella en que la selección se hiciera en un sentido inverso del sentido habitual y no publicara más noticias que las que sirvieran para su glorificación. Esto ya existe, por otra parte: tales periódicos que son sistemáticamente hostiles a tal partido (en el poder o no) o a tal ideología en su tratamiento de la información, y tales otros que les son sistemáticamente benévolos. De modo que, reinando la mala fe en ambos lados, tanto del lado de los periodistas como del lado de los políticos, la discusión no tiene desenlace. Es verdad que muchos periodistas no desempeñan simplemente el papel de mensajero inocente al que se hace, por superstición, responsable de la mala noticia que trae. Hacen, por lo general, mucho más que traer el mensaje: lo recargan, o, al contrario, lo adornan, según los sentimientos que les inspira el destinatario. Tienden a extraviar, en el camino, las noticias que gustarían demasiado o, recíprocamente, apenarían con exceso a ese destinatario. Éste, por su parte, espera del mensajero que haga una buena selección de noticias en su favor, y sospecha, a menudo con razón, que ha hecho deliberadamente una mala selección para perjudicarle y desmoralizarle.

El periodista asume en la vida pública un doble papel: es a la vez actor e informador. Si cree sinceramente en las causas de las que es abogado, no debe haber conflicto entre su papel de actor, la influencia que trata de ejercer y su papel de informador. Basándose en las informaciones que él se esfuerza en relatar y analizar concienzudamente, elabora argumentos, toma opciones y recomienda soluciones. Si, al contrario, se ve impelido a truncar la información y a falsificarla, lo que sucede es que probablemente su causa no es muy buena. La disyuntiva entre «prensa de información» y «prensa de opinión» es falaz. Si la opinión es buena, la información puede serlo también sin ningún problema; si la información se ve forzada a ser mala, es que la opinión no vale gran cosa. El presunto antagonismo de los dos componentes del periodismo es un falso problema. Siempre se tienen escrúpulos en criticar a la prensa porque, de todas maneras, la libertad de prensa es un bien tan raro y frágil que, en la profesión, todos se solidarizan espontáneamente con cualquier periodista en peligro, aun cuando su causa no sea excelente. No obstante, esta regla de solidaridad tiene sus excepciones, las cuales son, como es fácil de adivinar, ideológicas. En 1984, durante el Festival Internacional de Televisión de Sevilla, Christine Ockrent, entonces directora de información de Antena 2, propone al jurado, del que formaba parte, firmar un texto en favor de la liberación de Jacques Abouchar, periodista de su cadena, que acababa de ser capturado y acusado de espionaje por los rusos en Afganistán. Presidido por Robert Escarpit, antiguo articulista de Le Monde y profesor en «Ciencias de la Comunicación» en Burdeos, el jurado se componía de Sean McBride, premio Nobel de la Paz y Premio Lenin, fundador de Amnesty International, del escritor español Antonio Gala, de Enrique Vázquez, director de información en Televisión Española (TVE) y de una representante de la televisión soviética, cierta señora Formina o Formida (mis fuentes se contradicen sobre la ortografía). En pocas palabras, Formida, Formina o Formica, pues no lo sé, eructó una diatriba contra la provocación de Christine Ockrent, y todos se inclinaron ante ella. Todos, salvo, evidentemente, la misma Christine Ockrent, que al comprobar lo vano de sus esfuerzos, pese a varias atenuaciones del texto primitivo, dimitió del jurado y tomó el avión de regreso a París. Particularmente instructiva fue la actitud de Enrique Vázquez (no hablemos ya de Escarpit, pro soviético de toda la vida), que, aunque nombrado por un gobierno socialdemócrata de los más moderados, apoyó a Moscú contra un colega encarcelado por «no haber hecho más que ejercer su oficio», según la expresión consagrada y que nunca fue más adecuada. Después de esta hazaña, ¿cómo se podían tomar en serio las protestas de los miembros de ese jurado contra los atentados a la libertad de prensa en Chile o en Sudáfrica?

La prensa se desencadena a veces para reivindicar privilegios inaceptables en la democracia. Jurídicamente, lleva a cabo un mal combate cuando exige, en nombre de su libertad, que se le conceda el derecho a violar las leyes en curso. Así, dos periodistas italianos son detenidos, en marzo de 1987, por haber publicado en sus respectivos periódicos, L'Unità y La Repúbblica, un documento procedente del expediente de un asunto criminal en curso de instrucción. Sólo han podido obtener ese documento gracias a un «topo», funcionario del Ministerio de Justicia o del Palacio de Justicia. El ministerio público los conmina a revelar su fuente: ellos rehúsan... lo que es acorde con el código de honor de la profesión y suscita la estima. Pero el código de honor no es siempre la ley democrática, pues, de lo contrario, un asesinato cometido por una vendetta familiar no debería ser objeto de una inculpación. Los dos periodistas, pues, van a la cárcel. El caso se produce en los Estados Unidos cuando los periodistas rehúsan obedecer a lo que se llama un sub poena del ministerio público, ordenándoles revelar las fuentes «so pena» de ir a la cárcel. Inmediatamente, los periódicos protestan contra el fascismo, el fin de las libertades y de los derechos del hombre. «La prensa esposada», clama La Repúbblica del 18 de marzo. No obstante, en todos los países democráticos, y en especial en el Reino Unido, mucho más democrático que Italia desde hace mucho más tiempo, simplemente comentar una instrucción en curso es castigado con una extrema severidad. Tenemos, además, en este caso, la prevaricación de un funcionario, caso previsto por el Código Penal, y una publicación que, sin la menor duda, influirá en el curso de la instrucción. ¿Cómo puede reclamarse para sí mismo el privilegio de la ilegalidad cuando se tiene por oficio denunciarla en todos los demás sectores de la sociedad? Se puede decidir arriesgarse publicando, a pesar de la ley, un documento capital, pero entonces no se puede acusar de fascismo a los que os persiguen por ello. Los periodistas deben comprenderlo; no pueden, por una parte, continuar comportándose con el mismo oportunismo que condenan en los políticos, sin tener las mismas excusas, ya que no tienen responsabilidades en la acción; y, por otra parte, reivindicar la inmunidad debida a los servidores de la verdad pura que ellos son, en efecto, a veces, pero no siempre.

Con todo, la parcialidad no es el único vicio que acecha a la profesión periodística. Añadámosle una plaga que también causa enormes destrozos: la incompetencia. Por extraño que pueda parecer, el periodismo es, sin duda, el único oficio en el que se puede entrar sin ninguna preparación. Ya he manifestado mi escepticismo sobre las escuelas de periodistas, aunque produzcan, a veces, muy buenos elementos, pero que sin duda también habrían sido buenos sin pasar por dichas escuelas. Los profesores que se supone que tienen que formar futuros colegas no practican siempre, ellos mismos, de manera particularmente brillante el arte que enseñan. Poseer un diploma de una escuela de periodismo continúa siendo, además, felizmente facultativo. El reclutamiento en las redacciones (nacionalizadas o privadas) se hace sobre todo por relaciones, por azar o por opción política. Se espera que el talento venga. Pero si no es así, hay que quedarse con el mal periodista, porque el despido, por lo menos en Europa, es imposible o muy difícil y caro. Muchas redacciones rebosan, así, de «colaboradores» poco colaborantes, inutilizables y, sin embargo, ¡ay!, utilizados. Pero incluso periodistas inteligentes pueden ser víctimas de los prejuicios sobre los temas que tratan y no siempre adquieren la cultura necesaria para comprender lo que ven o leen. Esto es especialmente cierto en los países en que la información, o digamos más bien la desinformación, es hábilmente manejada por el poder, tanto más cuanto, como he dicho a menudo en estas páginas, que la desconfianza de los periodistas, despiadadamente despierta en las democracias, se modera peligrosamente en los países totalitarios «de izquierda». Basta con leer, por ejemplo, lo que el Guardian ha escrito regularmente sobre Polonia entre 1980 y 1984 para ser presa de una irresistible hilaridad.[133]

En Reluctant Farewell, Andrew Nagorski, antiguo corresponsal de Newsweek en Moscú, describe muy bien la falta de preparación y la crédula ingenuidad, incluso la falta de celo en la búsqueda de la información, del grupo de periodistas occidentales. La mayoría, en la época de su estancia, no hablaban ruso y dependían, pues, enteramente para hacer su trabajo del servicio de lenguas extranjeras de la Agencia Tass. Por lo demás, se fiaban de sus traductores soviéticos, todos funcionarios de los «órganos» que es fácil adivinar, o de los diplomáticos occidentales, tan aislados de la realidad como ellos mismos. Casi ninguno, en materia de sovietología y de historia del comunismo, poseía los conocimientos que se pueden adquirir incluso sin saber ruso. Entre los pocos que hablaban la lengua, Nagorski no encontró a casi nadie que deseara recorrer el país y conocer a otros soviéticos que no fueran los oficiales. La mayoría de ellos desconfiaban de los disidentes, que los importunaban con sus recriminaciones y cuyos puntos de vista, según ellos, no interesaban a Occidente. Así, lo esencial de los «reportajes» del grupo periodístico occidental consistía en «reciclar» lo que las autoridades soviéticas ponían a su disposición, o, dicho con otras palabras, el mensaje que esas autoridades querían transmitir a Occidente. La mayor parte del trabajo producido por los corresponsales occidentales consistía en despachos de la Agencia Tass y en artículos de la prensa soviética escritos para ellos. Michael Binyon, corresponsal en Moscú del Times de Londres durante esos años de 1980-1984, escribe en su libro Life in Russia (La vida en Rusia) que él basó su «reportaje» esencialmente en la lectura de la prensa soviética porque, dijo él, «mostrábamos, por nuestra parte, mucho más buen juicio y tacto al dejar que los rusos hicieran sus propias críticas de su propia sociedad que juzgarla nosotros, pontificando desde un punto de vista de observador exterior que tiene otras presunciones y otra visión de conjunto».[134] Difícilmente puede anunciarse con más orgullo el culto triunfalista de la ignorancia voluntaria. ¡Y se trata del corresponsal de un diario conservador! En un país como la Unión Soviética, en que el Estado controla toda la comunicación, ése es un principio metodológico original. Se ve que la famosa valentía de prensa como «contrapoder» se desvanece curiosamente cuando el poder no es democrático, es decir, cuando más se necesitaría «oponérsele» o, por lo menos, contradecirlo. Hay para temblar ante la idea de que tantos periodistas occidentales hayan aplicado durante tantas décadas esos mismos métodos en Pekín o en Hanoi, en La Habana o en Managua, en Varsovia o en Etiopía.

Su indolencia los convertía -se comprende fácilmente- en dóciles vehículos de la desinformación, a su pesar, sin duda, pero esto es precisamente lo mejor de lo mejor de la desinformación. En Para Bellum, Alexandre Zinoviev la define haciendo decir a uno de sus personajes, apodado el Occidental porque se ha especializado, en el seno de los «órganos», en el arte de engañar al Oeste: «El enemigo debe actuar como nosotros deseamos, estando convencido de que actúa según su propia voluntad y contra nuestros intereses.» Deliberadamente, no me ocupo en este libro de la desinformación propiamente dicha, porque mi intención es mostrar, no cómo la prensa libre se deja enrolar por los servicios de desinformación totalitarios, tema sobre el que existe una abundante literatura,[135] sino cómo se engaña a sí misma, voluntaria o involuntariamente, por ideología o incompetencia. Sólo menciono aquí la desinformación para señalar que se la confunde demasiado fácilmente con nociones parecidas, pero técnicamente diferentes.

La desinformación debe ser comprendida en el verdadero sentido de este término. La empleamos equivocadamente, hoy, como sinónimo de falsedad, de engaño, de versión tendenciosa. La desinformación es, sin duda, todo eso, pero es también algo mucho más sutil. Consiste en arreglarse para que sea el mismo adversario, o, en su defecto, un tercero neutral, quien, en primer lugar, haga pública la falsa noticia o sostenga la tesis que se desea propagar. La mentira consigue engañar a tantos, que nadie sospecha su verdadera fuente.

En octubre de 1985, un diario de Nueva Delhi, The Patriot, publicaba un artículo para «revelar» que el virus del SIDA era producto de experiencias en ingeniería genética hechas por el ejército estadounidense con vistas a la guerra biológica. El virus se había, luego, propagado a Nueva York, después al Tercer Mundo, transportado por militares norteamericanos. El 30 de octubre de 1984, la Literaturnaya Gazeta «recogía» la información de The Patriot y estigmatizaba las fechorías norteamericanas. Ésta es la originalidad de la técnica de la desinformación. Permite exclamar ruidosamente: «¡Mirad! No somos nosotros quien lo dice. Nos limitamos a citar a un periódico extranjero.» The Patriot, órgano pro soviético, es bien conocido en la India por prestarse a ese género de operación. Pero, ¿quién lo sabe fuera de la India? Y lo más bonito de todo el asunto es que el artículo en cuestión, ¡no había sido, de hecho, publicado! Sin duda los servicios soviéticos lo habían enviado a la dirección, no dudando un instante de su publicación en la fecha convenida, y habían indicado al redactor de la Literaturnaya Gazeta que podía referirse a él. ¿Negligencia o sabotaje? ¿Falta de coordinación? En todo caso, a nadie se le ocurrió comprobarlo, hasta que, un año más tarde, un periodista del Times of India hizo su propia investigación y descubrió la atroz verdad.[136] ¡El artículo no había sido jamás publicado por The Patriot.

Pero ese malentendido no impidió que el rumor prosperara y diera la vuelta al mundo, divulgado, a través de la Literaturnaya Gazeta por las agencias de prensa, incluso si éstas no se responsabilizaban de la tesis. En Brasil, el Estado de São Paulo, diario extremadamente serio y respetable, cayó en la trampa y prestó credibilidad a la teoría. En septiembre de 1986, durante la cumbre de los países no alineados, celebrada en Harare, en Zimbabwe, un grueso informe, con todas las apariencias de seriedad científica, con tablas, esquemas y anexos, bibliografía, se distribuyó a todos los delegados. El informe concluía que el virus del SIDA procedía de experiencias llevadas a cabo en el laboratorio de Fort Detrick, en Maryland. Estaba firmado por dos «investigadores del Instituto Pasteur de París», los doctores Jakob y Lilli Segal. Tras las oportunas comprobaciones, resultó que el Instituto Pasteur no había oído nunca hablar de esos dos «sabios», que se acabó por localizar en... Berlín Este. Pero, por supuesto, los no-alineados volvieron a sus casas sin haber sido informados de esa rectificación.

De todos modos, el mejor día de los desinformadores fue sin lugar a dudas el 26 de octubre de 1986, fecha en la cual el Sunday Express de Londres tomó por su cuenta la teoría. En efecto, en el arte de desinformar, cuanto más a la derecha se sitúa el periódico que vehicula el rumor, más lo autentifica, puesto que, se dice el lector, no se haría eco de ello más que sintiéndolo mucho y basándose en pruebas muy sólidas. El 31 de octubre de 1986, la Pravda, que es, lo recuerdo, el diario oficial del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, publicaba un dibujo humorístico en el que se veía un médico con blusa blanca entregar a un oficial norteamericano una enorme probeta, en la que flotaban unas cosas negruzcas, el virus, mientras que el oficial le ponía en la otra mano un fajo de dólares. El pie del dibujo era el siguiente: «El SIDA, terrible e incurable enfermedad, es, en opinión de ciertos investigadores occidentales, una creación de los laboratorios del Pentágono.» Como beneficio suplementario, el artículo del Sunday Express desató una nueva ráfaga planetaria de noticias de agencia. Era ya demasiado tarde para borrar la mistificación, aunque, muy honradamente, el Estado de São Paulo intentó hacerlo: se excusó, a finales de noviembre de 1986, ante sus lectores, por haberlos engañado «basándose en falsas informaciones procedentes de la URSS». Esta autocrítica valió, por otra parte, al diario brasileño una dura reprimenda en la prensa soviética. Ésta recordó que se había limitado humildemente a recoger «informaciones dadas por la misma prensa occidental» (sic).[137] De todas maneras, había obtenido una victoria: en el Tercer Mundo es hoy muy difícil encontrar a alguien que no esté persuadido de que son el Pentágono y la CÍA quienes desencadenaron la epidemia del SIDA.

En 1987, los servicios de desinformación conseguían incluso introducir en los programas de un gran editor francés un libro en el que, no solamente la «novela» del KGB se reproducía enteramente, sino que además se añadía una de las más burlescas pamplinas: el Pentágono había conseguido fabricar el virus HIV[138] ¡de manera que afectaría selectivamente a los negros y dejaría a salvo a los blancos! Dicho sea de paso, esta idiotez científica presupone, en los que la propagan, el más obtuso racismo: a saber, que los negros son biológicamente diferentes de los blancos, condición necesaria para la eficacia selectiva del virus. Para demoler estas elucubraciones, abundan los testimonios de los sabios occidentales. No voy a citarlos, porque según los desinformadores tales sabios disimulan su pensamiento, unos porque ellos mismos trabajan para la CIA, otros porque tienen miedo. Citaré, pues, a sabios soviéticos. Uno es Víctor Jdanov, director del Instituto de Virología de Moscú y considerado como el primer especialista soviético del SIDA. En el Sovietskaia Kultura del 5 de diciembre de 1985, el doctor Jdanov, respondiendo a los partidarios de la culpabilidad de la CIA, escribe que el virus del SIDA existe, sin duda, desde hace milenios en África. Durante la II Conferencia Internacional sobre el SIDA, en junio de 1986, en París, el doctor Jdanov, contestando a un periodista que le pregunta si los norteamericanos han fabricado el SIDA, declara: «¡Es una cuestión ridícula! ¿Por qué no los marcianos?» (Reuter, AP, UP, 25 de junio de 1986.) El otro sabio soviético es Valentín Pkrovski, presidente de la Academia Soviética de Medicina. El profesor Pkrovski declara al diario Le Monde (6 de noviembre de 1987): «Ningún investigador soviético ha hablado nunca de fabricación artificial del virus. Igual que todos los científicos de mi país, estimo que el virus tiene un origen natural.»

La honradez de estas tomas de posición salva el honor de la comunidad científica soviética. La campaña de desinformación ha encontrado en su seno menos memos o cómplices que en ciertos medios de comunicación de Occidente. No solamente el virus HIV es excesivamente complejo para que el hombre haya podido fabricarlo, sino que se han detectado casos de SIDA muy anteriores a 1981, año en que la enfermedad se desarrolló más, y muy anteriores al período en que los diabólicos sabios del Pentágono trabajaron, según la KGB, en la obtención del virus. En 1960, por ejemplo, la revista médica inglesa The Lancet publicaba una observación clínica hecha sobre un paciente muerto, en 1959, de una enfermedad no identificada y que resultó, retrospectivamente, haber sido el SIDA.[139] A pesar de las innumerables refutaciones de la tesis difundida por la KGB, todavía podía leerse en el número 894 del semanario español Cambio 16 (16 de enero de 1989) un artículo en el que se mantenía la teoría fantasmagórica y científicamente insostenible según la cual el SIDA había sido una creación del Pentágono. De nuevo el inevitable Jakob Segal aparecía como fiador de esta formidable broma policial de los servicios secretos soviéticos. Así, más de tres años después de la primera puesta en circulación del embuste, un gran semanario europeo puede aún sostenerlo sin el menor fundamento y sin haber estudiado el dossier. Cerraré este paréntesis sobre la desinformación subrayando que, si no entra directamente en mi tema, sí se relaciona con él en el sentido de que sólo el prejuicio o la incompetencia le permiten engañar a muchos en la prensa de los países libres. Debiera esperarse de nuestros medios de comunicación una preparación mejor, que los hiciera menos crédulos ante las artimañas, a menudo bien groseras, de la desinformación. Era mi propósito preguntarme por qué el hombre, periodista o no, acoge con tan ávida impetuosidad lo que es falso, incluso cuando puede saber fácilmente lo que es verdad, y por ello, yo me debía a mí mismo por lo menos citar los éxitos de los desinformadores que se explican por esa predisposición -o, si se prefiere, pues ésta no es, sin duda, innata- por esta inmunodeficiencia adquirida. Además, por una convergencia en la desinformación, como en el terrorismo, que se comprueba con frecuencia, la extrema derecha se encuentra aquí al lado de la extrema izquierda. En 1988 la revista Éléments, órgano de la nueva derecha francesa, toma a su vez la patraña del KGB, en su número 63, titulándolo «SIDA, el Pentágono bajo acusación».

El mundo actual se divide en países donde el gobierno quiere sustituir a la prensa y países en que la prensa quiere sustituir al gobierno. La enfermedad de los primeros sólo podrá curarse en virtud de un único remedio: la democracia, o un principio de libertad. La curación de los segundos, los que ya son democráticos, están en manos de la misma prensa. Ya sería hora de que todos los periodistas, y no solamente un puñado de ellos, se decidieran a hacer, por fin, plenamente, su único oficio verdadero: dar informaciones exactas y completas, y a continuación todas las opiniones, análisis, exhortaciones y recomendaciones que quieran, a condición de que se fundamenten en esas mismas informaciones exactas y completas.

Nadie está obligado a vivir en una civilización en la que la circulación planetaria de la información es el factor determinante de la decisión y del veredicto colectivo, más bien que la astrología, los auspicios o los dados. Pero resulta que hemos entrado en esta civilización, que nosotros mismos hemos construido tal cual es. Debemos, pues, so pena de destruirla, seguir sus reglas. Por naturaleza, ella sólo puede funcionar alimentada por el conocimiento. El resultado de ello es que, en ese tipo preciso de civilización, la falsedad de las percepciones, el olvido de la experiencia y el disimulo como principal talento político tienen consecuencias particularmente devastadoras. No envenenemos nosotros mismos las fuentes de donde fluye el agua que bebemos.

Notas

[130] En las elecciones llamadas «administrativas» del 29 y 30 de mayo de 1988.

[131] Desde 1968 hasta 1988, el voto comunista en Francia evoluciona de la siguiente manera: en las elecciones legislativas de 1968 el Partido Comunista obtiene 4 435 337 votos; en las de 1973 (es decir, un año después de la constitución de la Unión de la Izquierda y la firma del Programa Común socialista-comunista), 5 085 108; en las elecciones legislativas de 1978, 5 791 525 (una parte de esta progresión es debida al aumento del número de electores, sobre todo de los más jóvenes, porque el presidente Giscard d'Estaing había rebajado, de 21 años a 18 años la edad del derecho a voto). Los años de la Unión de la Izquierda, aprovecharon pues, indudablemente, al Partido Comunista francés, y no solamente al Partido Socialista. Rota en 1977 por voluntad del Partido Comunista, la Unión experimentó una breve resurrección entre las dos vueltas de las legislativas de 1978, y luego se hundió definitivamente. Incluso cuando Mitterrand incluyó ministros comunistas en su gobierno socialista de 1981 hasta 1984, ya no habrá Programa Común. La hostilidad comunista al Partido Socialista será, ya violenta y declarada, ya (durante el período de presencia de cuatro ministros comunistas en los gobiernos Mauroy, entre 1981 y 1984), silenciosa y solapada. En la elección presidencial de 1981, el voto comunista, después de tres años de ruptura y de polémicas, desciende a 4 003 025, y, en las legislativas de 1986, a 2 663 734. En fin, en la presidencial de 1988, tiene 2 055 995 votos, para remontar, ligeramente, hasta 2 675 040 en las legislativas del 5 de junio. El hundimiento del voto comunista en Francia empieza después del entierro de la Unión de la Izquierda y del Programa Común. Prosigue incluso durante los años en que el Partido Comunista entra en un gobierno socialista como socio complementario y donde, ¡colmo de la mala suerte!, comparte por consiguiente el descrédito en que incurre la política seguida por ese gobierno, el cual se sumergió, en 1984, en un abismo de impopularidad, igual que el mismo presidente François Mitterrand. Escapando de esa trampa en julio de 1984 y reemprendiendo sus ataques contra los socialistas, el PCF no pudo reparar, pese a ello, sus pérdidas. Se convirtió en un partido marginal. Así, en todos los casos, como se ve, el gran reflujo del comunismo europeo, en el curso de la década de los ochenta, se desarrolla en Francia, como en otras partes, independientemente del contexto; un contexto que, a su vez, está en cambio perpetuo.

[132] Wall Street Journal, 19 de junio de 1984 (edición europea).

[133] Los amantes de la literatura cómica pueden acudir a la antología hecha por Survey en su número especial sobre Polonia, verano de 1983 (XXVI, 3).

[134] «It is far wiser and more tactful to let the Russians make their own criticism of their society than to judge them and pontificate as an outsider with different assumptions and outlook.» Citado por Andrew Nagorski, Reluctant Farewell, p. 48. Muchos corresponsales, como Nagorski, encontraban los puntos de vista de Binyon perfectamente aceptables en Moscú, cuando habrían rechazado en otro lugar esa justificación de su trabajo comprendido como simple eco de una prensa controlada por el Estado.

[135] Yo mismo aludí a ello en Cómo terminan las democracias.

[136] Bharat Bhushan, «Aids, a Soviet Propaganda Tool», The Times of India, 19 de noviembre de 1986.

[137] L'Express, 7 junio 1971; citado en Ideas de nuestro tiempo, París, Robert Laffont, 1972.

[138] Mi vida en Alemania, antes y después de 1933; traducción francesa de Monique Lebedel, París, 1988; edición original en alemán, Stuttgart, 1986.

[139] Página 21, nota 1

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