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De la mentira compleja (y III)

En su Estado omnipotente[43] Ludwig von Mises, uno de los grandes economistas vieneses emigrados a causa del nazismo, se divierte en relacionar las diez medidas de urgencia preconizadas por Marx en el Manifiesto comunista (1847) con el programa económico de Hitler. «Ocho sobre diez, de esos puntos -observa irónicamente Von Mises- han sido ejecutados por los nazis con un radicalismo que hubiera encantado a Marx.»

Es el caso, en particular, porque es de lo que hablamos a propósito de Vargas Llosa y de Alan García, de la centralización del crédito en manos del Estado, arma absoluta grata a los socialistas como lo fue a Hitler y a Mussolini. Porque el nazismo y el fascismo fueron, no lo olvidemos, casi tanto como el estalinismo, celosos nacionalizadores. Tal vez, pensando en todos esos precedentes, Vargas Llosa creyó deber señalar en 1987 como un peligro para la democracia y, en todo caso, un freno para la economía la concentración total del sistema bancario y financiero en las manos del Estado, y más aún, en tal caso, en un Estado roído por la corrupción. Se ve con este ejemplo cómo un periodista puede, a finales del siglo XX, en uno de los mejores diarios del planeta, escribir un artículo sin ocuparse de la información, ni de la que procura la actualidad, ni de la que viene de la historia.

Esa actitud no supondría nada de extraño, estaría acorde con la lógica, si Le Monde, o cualquier otro periódico de calidad (que podría ser el Guardian, el New York Times, El País o La Repubblica), fuera un periódico de combate, al servicio del colectivismo totalitario. ¡Pero ése no es el caso! Si se acorralara a los responsables del periódico a preguntas, se declararían, también ellos, hostiles al principio de la colectivización integral de los bancos. Entonces, ¿por qué encasillar en la «nueva derecha» a alguien que se opone, como ellos? ¿Por qué tergiversar los argumentos de Vargas Llosa y denigrar su persona si no se cree en la causa en favor de la cual se hace? Sin duda esta inconsecuencia procede de lo que se podría llamar la remanencia ideológica. Ya no se cree en el socialismo, pero se continúa vituperando a los partidarios del capitalismo como si aún tuviéramos algo coherente que oponerle. Esta persistencia de un fenómeno tras la desaparición de su causa es una de las fuentes de la mentira ideológica. Se sabe que el liberalismo no tiene nada en común con el fascismo, ha sido incluso más odiado por éste que el comunismo, pero se obstinan en sostener que el socialismo es el único antagonista verdadero del fascismo. Así, el director de Nouvel Observateur, Jean Daniel, polemiza con Jean-Marie Domenach, antaño próximo al marxismo pero hoy enteramente purgado, por su parte, de esa ideología, y que, con tal título, no dejó de ser acusado de complicidad con la extrema derecha de Jean-Marie Le Pen. Replicando a la protesta de Domenach, Jean Daniel escribe, entre otras cosas: «La derecha liberal lo ha notado bien: Le Pen forma parte de su álbum de familia, de la misma manera que los terroristas italianos han formado parte del álbum de familia de la izquierda marxista.»[44] A esa amalgama no le falta habilidad, ya que permite simular la imparcialidad. Es el viejo truco de no dar la razón a ninguna de las dos partes. Pero la comparación salta en pedazos cuando se la calibra con el patrón de los conocimientos históricos y políticos más rudimentarios. La expresión «álbum de familia del partido comunista» fue usada en Italia, en el curso de los años setenta, por Rossana Rossanda, la animadora del movimiento de pensamiento izquierdista Il Manifesto. El argumento tenía sustancia. Recordaba a los comunistas que, si su partido se habría adherido al «legalismo» parlamentario y a la democracia «formal», la doctrina marxista-leninista fundamental decretaba que la democracia burguesa es una engañifa y que la revolución proletaria no puede realizarse más que por la violencia. Por consiguiente -razonaba - son los terroristas de las Brigadas Rojas los que- han permanecido fieles a la doctrina de base y no los políticos aburguesados de la dirección del PCI. Éstos, en todo caso, deben, por lo menos, hacer examen de conciencia y reconocer que no se puede ensoñar impunemente una doctrina bolchevique de toma del poder por la fuerza, y luego declinar toda responsabilidad cuando las gentes la aplican. Las Brigadas Rojas se habían, en resumidas cuentas -decía la señora Rossanda - , limitado a tomar al pie de la letra el marxismo-leninismo.

No hay nada de eso en la tradición doctrinal liberal. ¿Dónde se encuentra en los Federalist Papers o en Tocqueville el embrión de una justificación de la violencia de extrema derecha? La bestia negra de Charles Maurras, de Mussolini (supongo que Jean Daniel ha leído al gran historiador del fascismo, Renzo de Felice), de Hitler, era el liberalismo, era la democracia parlamentaria «podrida», todos sus partidos juntos. Los odiaban mucho más que a los comunistas, de los que Maurras decía, con razón, desde su punto de vista: «No son los peores; ellos, por lo menos, no son republicanos.» El blanco de los terroristas de la Organización del Ejército Secreto, en Francia, y de los partidarios de Le Pen, durante la guerra de Argelia, eran los gaullistas. Fue a De Gaulle a quien intentaron asesinar veinte veces, nunca a Maurice Thorez ni a Guy Mollet, respectivamente, patrones del partido comunista y del partido socialista. ¿Con qué fin un escritor político como Jean Daniel, evidentemente familiarizado con todos estos datos, puede cometer deliberadamente un contrasentido histórico tan grosero, si no es por las necesidades de la amalgama? ¿Y por qué vulnerar así la moral en provecho de una filosofía política en la cual él ya no cree, sino porque la última objeción de que dispone contra los liberales consiste en inventar que se confunden en el origen con los fascistas? Bajo el ascendiente de la remanencia ideológica, no tiene más remedio que forjar ese mito, debiendo para ello prescindir de todas las informaciones que le suministra su memoria y cayendo, además, en un absurdo: porque si el liberalismo y el fascismo fueran la misma cosa y si, por consiguiente, en nuestra época no hubieran existido más que regímenes fascistas y regímenes socialistas, no se ve muy bien adonde habría ido a refugiarse la libertad en el siglo XX. Si ella, a pesar de todo, ha conseguido sobrevivir, se debe justamente a la resistencia de regímenes que no fueron ni socialistas ni fascistas y que son, en definitiva, aquellos de los que la humanidad debe avergonzarse menos.

Nos encontramos aquí ante el caso extremo de ideólogos que ya no creen en su propio mensaje ideológico. Pero no vayamos a imaginarnos que se vuelven por ello menos intolerantes. Muy al contrario. Una escuela de pensamiento que sabe que está en decadencia lucha aún más ferozmente para conservar su identidad. Conscientes de la debilidad de su posición, los ideólogos de izquierda aumentan su astucia y su aspereza para defenderla. Se ven aún más obligados a ello porque huyen del terreno de la información y la argumentación, en el que se saben anticipadamente vencidos. No se baten más que por un fondo de comercio intelectual, pero lo perpetúan con un salvajismo aumentado por la pérdida de su sinceridad. En los análisis generales se leen a menudo textos socialistas que podrían firmar los más exigentes liberales. Pero el abandono de los dogmas teóricos hace más imperioso exterminar al adversario, ya que no se le puede refutar. Jacques Julliard, editorialista, también, en el Nouvel Observateur al lado de .lean Daniel, escribe en un excelente libro:[45] «La izquierda [francesa | obtuvo su victoria [en 1981] cuando ya evolucionaba en plena derrota ideológica.» Más adelante: «La utilidad social de las nacionalizaciones ha resultado ser más o menos nula.» Julliard observa además con una irónica crueldad que «hoy los socialistas descubren la socialdemocracia, pero que es demasiado tarde». Raros son los liberales que se permiten tan severos juicios. Los estadistas de izquierda, a su vez, rivalizan con sus intelectuales para discutir los viejos principios. Casi no se puede abrir un periódico, a partir de 1982 o 1983, sin leer, por ejemplo: «Argentina: el presidente Alfonsín echa las culpas al sector público» (Le Monde, 30 de noviembre de 1986). O bien: «Rajiv Gandhi pronuncia una violenta diatriba contra cuarenta años de gestión socialista» (ídem, 1.° de noviembre de 1986). A menos que no sea el jefe del gobierno socialista español, Felipe González, quien declare: «Los apelativos de liberal, socialista y conservador están carentes de contenido.»[46] Las frases de ese estilo abundan. Renace, pues, al leerlas, la esperanza de un diálogo, por fin, civilizado.

¡Quimera! Es precisamente porque los acontecimientos han arruinado su doctrina que los socialistas y los «liberales» norteamericanos protegen tan duramente su identidad cultural. Esta protección consiste, en Francia, en confundir con la extrema derecha a todos los ciudadanos que no son asimilables a la «sensibilidad» de izquierda. Tal es el motivo por el cual el período de la ocupación ha vuelto a ser, sobre todo después del proceso Barbie, la referencia obligada. A él se reducen y en él se incluyen a todos los que no comparten las ideas de la izquierda o, por lo menos, sus temas de propaganda. Sin embargo, la mayoría de ciudadanos en todos los países de Europa donde se han celebrado elecciones en 1986, 1987 y 1988, han votado contra la izquierda, o, como en España y en Francia, por una izquierda más liberal que socialista. ¡Ello representa, verdaderamente, muchos neonazis en Europa, entre la mitad y los dos tercios de los habitantes, aproximadamente! Ese enorme absurdo no incomoda en absoluto a los propagandistas. ¿Todos los que no son de los suyos son nazis? «El gobierno de Jacques Chirac es el más reaccionario que ha conocido Francia desde Vichy», exclama Pierre Mauroy, ex primer ministro socialista, en diciembre de 1986, en el momento en que se desarrollan manifestaciones de estudiantes contra la selectividad en la universidad. Serge Klarsfeld, ese abogado que tanto ha hecho para establecer la verdad histórica sobre las deportaciones a Alemania de judíos franceses o residentes en Francia durante la ocupación, se dirige (en Le Monde del 27 de octubre de 1987) a la Comisión llamada de los «sabios», encargada de preparar un informe con vistas a una eventual reforma del Código de nacionalidad. Recuerda a los «sabios» que en 1941 el «alto comisario de la Cuestión Judía del gobierno de Vichy, Xavier Vallat, rehusó reconocer como franceses a los niños judíos nacidos en Francia de padres extranjeros, lo que motivó la deportación y la muerte de la mayoría de ellos, en 1942». Por consiguiente, está claro que si cuarenta y cinco o cincuenta años más tarde se revisa el Código de la nacionalidad, se convierte uno en cómplice del crimen contra la humanidad de 1942. Las dos situaciones no tienen la menor relación entre sí. Ninguna redada hacia los campos de la muerte amenaza a los africanos y los mogrebíes. Nadie ha pensado jamás en rehusar la nacionalidad francesa a sus hijos nacidos en Francia. Se ha sugerido, al contrario, para poner fin a ciertos embrollos, que el interesado, a su mayoría de edad, dé su adhesión definitiva a esa nacionalidad. La sugerencia conlleva objeciones (y ése es el motivo por el cual se nombró una Comisión de los sabios). Pero, ¿cómo negar que el aflujo de inmigrados, la frecuencia de los que se van y vuelven, en esta segunda mitad del siglo XX, suscitan dificultades inéditas, en particular con los países de origen? ¿Cómo prohibir a un Estado, en este contexto nuevo, cuando millones de nombres pueden circular con una facilidad antes desconocida, volver a examinar sus normas de concesión definitiva de la ciudadanía? ¿Merece ser comparado con los nazis y los colaboracionistas? Incluso si comete errores, si titubea para encontrar el camino medio entre la candidez y la discriminación, ¿hay que lanzarle el insulto supremo, que, a fuerza de ser maquinal y torpemente balbuceado venga o no a cuento, termina por caer en una paradójica trivialidad que lo convierte en ridículo e insignificante? ¡Es eso, la «banalización»! El trabajo realizado antaño por Serge Klarsfeld le ha ganado la estima de todos, pero no debe servir de excusa para el manejo inconsiderado del ultraje y del chantaje, ni para amalgamas históricas desprovistas de toda seriedad. En suma, las cosas son muy simples. Todos hemos comprendido. Entre 1985 y 1990, en Francia, si se está en desacuerdo, sobre un punto cualquiera con un «hombre de izquierdas», es que se es un nazi. Fuera del socialismo y, para colmo, de un socialismo que ya no sabe cómo definirse, no hay más camino que el hitlerismo, rebautizado hoy «complacencia hacia Le Pen»...[47]

Es curioso ver cómo gentes que condenan con vehemencia los «comportamientos de exclusión» se entregan a ellos brutalmente para condenar de golpe al infierno de los réprobos a quien osa contradecirlos. ¿Cómo reaccionaría Régis Debray, si su apoyo al Frente Farabundo Martí (comunista) de El Salvador le valiera ser comparado por sus adversarios, digamos a Lavrenti Beria, el sanguinario jefe de la policía secreta de Stalin? Toda la izquierda consideraría el procedimiento repugnante, imbécil y risible. Pero cuando ese procedimiento viene de la izquierda, todo va bien. Yo lo preciso otra vez, de la izquierda no comunista, la que proclama periódicamente haber abjurado de las aberraciones estalinistas. Lo que es, a veces, dudoso. Régis Debray no suscita entre los suyos ninguna reprobación cuando, en su libro Les Empires contre l'Europe (1985), compara a diversos autores, demasiado antisoviéticos para su gusto, con... Marcel Déat. Este último, colaborador bajo la ocupación nazi, fue condenado a muerte en la liberación por inteligencia con el enemigo. ¿Qué parecido hay entre un hombre que preconizaba colaborar con una potencia totalitaria por la cual estaba ocupada Francia y los intelectuales que quieren impedir que lo sea un día por otra potencia totalitaria, la Unión Soviética? En un plano ético, en todo caso, la analogía se destruye por sí misma. Pero aquí interviene la acción milagrosa de la ideología. No se basa en el análisis de los hechos. No pudiendo y no queriendo, por otra parte, discutir esos hechos ni responder a los argumentos, Debray recurre a la analogía para ensuciar a los que él no puede refutar. Al mismo tiempo que la percepción de lo real, la ideología suspende el ejercicio de la conciencia moral. Más exactamente, es la ideología la que sirve de criterio para distinguir entre el Bien y el Mal. Bajo su imperio, una baja calumnia, una injuria abyecta, resulta lícita cuando se trata de herir a un recalcitrante. El ideólogo no desea conocer la verdad, sino proteger su sistema de creencias y abolir, espiritualmente, ya que no puede hacer nada mejor, a todos los que no creen lo mismo que él. La ideología se fundamenta en una comunión en la mentira, implicando el ostracismo automático de quienquiera que rehúse compartirla. Ésa es la razón por la cual implica simultáneamente la suspensión de las facultades intelectuales y del sentido moral. Además de su infamia, en efecto, la referencia a Marcel Déat se distingue por su idiotez. Pero Debray no es idiota. Es preciso, pues, que su inteligencia esté obturada. Se ve bien, ciertamente, el pretexto de su analogía. Marcel Déat justificaba la colaboración por la necesidad de la «cruzada antibolchevique». Ergo; todos los antisoviéticos son pronazis. Aquí volvemos a encontrar a nuestro viejo amigo, el paralogismo que infiere de un solo punto común que todos los demás lo son, cuando el mismo punto común no es sostenido por las mismas razones por todos los que lo adoptan. Los estudios superiores de filosofía que hizo Régis Debray excluyen que haya podido cometer a sabiendas un tan grosero error de lógica formal. Ha errado bajo el imperio del infarto ideológico, mas extendido aún que el de miocardio. Añado que una dosis modesta de conocimientos históricos, presentes sin duda al principio pero desaparecidos bruscamente de su memoria, habría debido ponerlo en guardia contra esa comparación, en realidad peligrosa para su tesis. Pues Marcel Déat era socialista, no cesó jamás de proclamarse socialista, y, como muchos socialistas del período comprendido entre ambas guerras, era sobre todo pacifista. Fue el pacifismo lo que lo indujo insensiblemente a la colaboración, después de haberle incitado, en enero de 1936, como ministro del Aire, a oponerse a una intervención militar contra Hitler que acababa de reocupar Renania. Como Debray, catedrático de filosofía y socialista como él, Déat ilustra un caso puro de hombre al que sus grandes medios intelectuales y sus excelentes intenciones conducen, por una concatenación de argumentos abstractos cada vez más separados de la experiencia, a una política que constituye la negación completa de sus objetivos primarios. Es una de las más instructivas víctimas del extravío ideológico. Inconsecuente furriel del totalitarismo, promotor de una tiranía como barrera contra otra, si Déat es el precursor de una corriente de los años ochenta, lo es de la corriente de los «verdes» alemanes o de los firmantes franceses del «llamamiento de los Cien», lo que no quiere decir que yo amalgame por ello a éstos con Déat.

La ideología funciona como una máquina para destruir la información, incluso a costa de las aseveraciones más contrarias a la evidencia. Cuando Régis Debray declara, por ejemplo, en 1979, que «la palabra gulag es impuesta[48] por el imperialismo» («imperialismo» significa, para él, imperialismo americano, por supuesto), asistimos, en el futuro consejero diplomático del presidente de la República francesa, al proceso de inversión de la realidad, típico de la ideología. Transforma el efecto en causa. Si hay gulag, según él, no es porque Lenin y Stalin lo crean: es porque el «imperialismo» usa la palabra, por lo demás forjada por la administración penitenciaria soviética.

Muchos ideólogos occidentales defienden el principio del socialismo con mucho más ardor que los mismos dirigentes comunistas. Jruschov, Gorbachov, Deng Xiaoping formulan contra las mil y una plagas de sus economías comprobaciones y críticas de una crueldad que supera a veces a los epigramas más burlones de los «reaccionarios» de Occidente. El libro de Mijaíl Gorbachov, Perestroika, publicado en Occidente a finales de 1987, es, en ciertos pasajes, una requisitoria de las más mordaces que he leído contra la esterilidad de la economía soviética y sus ridiculeces. En sus días de cólera, Castro ha llegado a pintar públicamente un cuadro desolador de la penuria y de la ineficacia «revolucionarias». En cambio, yo he oído al arzobispo de Toronto, entre otros buenos apóstoles, en el verano de 1987, describir a Cuba como un Eldorado, una Suiza del Caribe. Esas disonancias proceden de que los dirigentes comunistas se enfrentan con las realidades, por mucho que puedan desear eludirlas, mientras que los ideólogos, aunque sean eclesiásticos, se mueven entre la futilidad de las palabras y la ingravidez de lo irreal. Los dirigentes mienten, ciertamente, e incluso todo su sistema reposa sobre la mentira. Hacen la guerra a la información durante decenas de años. Luego, un buen día, se ven forzados a confesar, ellos mismos, públicamente, lo que todo el mundo sabía desde hacía tiempo (salvo los ideólogos occidentales). Éste es el sentido exacto de la palabra glasnost: decir oficialmente lo que todo el mundo sabía. Los dirigentes se resuelven a ello cuando ya no les queda otra opción más que entre la franqueza y el hundimiento. Felipe González tiene razón en usar la ironía, en 1987, con los sectarios marxistas del partido socialista español, que le reprochan su política demasiado liberal, al responderles que esta política es, aunque no les guste, «avalada» por Gorbachov y Deng Xiaoping.[49] Por supuesto, estos últimos están paralizados por una contradicción interna, ya que quieren curar las enfermedades de la economía perpetuando el sistema político que es causa de aquéllas. Pero, en fin, incluso esta contradicción es un dato real. Contrariamente, los ideólogos no deben ocuparse más que de sus propias abstracciones, las cuales no encuentran ninguna resistencia, si no es la de la información, que, precisamente, ellos abolen con «el maravilloso poder de la virtud mágica».[50]

En los países desarrollados, la «virtud mágica» impulsa a alabar con persistencia una doctrina socialista que, sin embargo, ya ningún socialista, en función de actor social o económico, propone explícitamente aplicar. La mentira ideológica consiste, en este caso, en proseguir las viejas diatribas contra el capitalismo, aun a sabiendas, desde que se ha tomado conciencia de la inanidad del socialismo, que no hay nada para sustituirlo. «Herir al capitalismo en el corazón», ese eslogan de François Mitterrand[51] suena hoy día singularmente hueco y casi no tiene, ya, adeptos.

A propósito del Tercer Mundo, la destrucción ideológica de la información se hace aún más patente, pues implica la falsificación o la negligencia deliberadas de cifras notorias, fácilmente accesibles, y que todos conocen o pueden procurarse. ¿Cómo reaccionaría la prensa si en un debate público un ministro, un obispo, un gran intelectual afirmaran que Francia tiene cinco millones de habitantes, que la renta anual media per cápita en los Estados Unidos es inferior a 1 000 dólares, o que el nivel de vida alemán no ha cesado de degradarse desde 1945? Pues bien, son, no obstante, ineptitudes de tal envergadura las que se profieren cada día en Occidente, sobre el Tercer Mundo. Son enormidades de la misma índole que demasiados profesionales de la información toman plácidamente al pie de la letra o se abstienen de discutir... cuando no son ellos mismos los autores.

Pongamos un ejemplo que no invita a la broma: el del número de muertos de hambre en el mundo, cada año. Habiendo fracasado en los sistemas comunistas, no habiendo sido nunca experimentado en los países democráticos sin daños irreparables o largos y costosos de reparar, el socialismo marxista no sirve más que como medio retórico para acusar al capitalismo en el Tercer Mundo. El capitalismo engendra de modo constante el genocidio planetario, nos lanzan los tercermundistas. Nosotros, habitantes de las regiones desarrolladas, transformamos en cementerios los países pobres, que sometemos al pillaje y al hambre, lo que equivale a ejecuciones masivas silenciosas y cotidianas, consecuencias y condición de nuestro enriquecimiento. El sociólogo suizo Jean Ziegler ha machacado este sermón sobre la muerte en numerosas obras. Es la última tabla de salvación de la ideología. Pues si es evidente, por desgracia, que el socialismo no salva a nadie, queda el consuelo de que el capitalismo mata a todo el mundo, lo que, para el ideólogo, es, tal vez, lo esencial. Hemos perdido el paraíso: conservemos por lo menos el infierno.

Así, en esta macabra contabilidad, la extravagancia de las cifras rivaliza con la credulidad que las acoge. En un «Club de la Prensa»,[56] Louis Mermaz, personalidad de primer plano del partido socialista y presidente de la Asamblea Nacional desde 1981 hasta 1986, ministro de un gobierno Rocard en 1988, conjura a la prensa a «denunciar esta monstruosidad del sistema capitalista que es el hambre en el mundo y que causa cincuenta millones de muertos cada año, de ellos treinta millones de niños». En enero de 1982, Tierra de los Hombres, organización no gubernamental y organismo de propaganda internacional, difunde por la emisora de televisión francesa Antena 2 una serie de emisiones, en el curso de una semana, cuyo tema conductor es: «50 millones de seres humanos mueren de hambre cada año.» En 1984, el Nouvel Observateur[55] consagra al hambre en el mundo una vasta «encuesta» que se inicia con la frase siguiente: «La última guerra mundial causó 45 millones de muertos en cinco años;[56] el mismo número de hombres, mujeres y niños mueren hoy cada año, a consecuencia del hambre.» Tomo esas citas de los medios, de comunicación franceses, pero he oído a menudo cifras del mismo orden en debates sobre el Tercer Mundo en los Estados Unidos, en América del Sur, en Escandinavia. Esta aritmética sirve incluso de armamento disuasivo, con frecuencia, para dificultar el debate sobre otros temas. En el curso de una emisión de televisión tratando de libros sobre el SIDA y las epidemias,[55] como los participantes trataban de evaluar el número de enfermos aquejados de SIDA, un médico rompió bruscamente la conversación, diciendo: «De todas maneras no es una cifra muy grande, comparada con esta otra: ¡pensad que 40 000 personas mueren de hambre cada día en el mundo!» Un historiador francés de gran valía, que comentaba en la emisión una obra suya sobre las epidemias a través de los tiempos, Jean Delumeau, profesor en el Colegio de Francia, le dio la razón, moviendo gravemente la cabeza, apoyado por la aquiescencia silenciosa y compasiva de toda la compañía. El médico en cuestión[56] se mostraba, ciertamente, menos hambriento que Mermaz o Tierra de los Hombres, porque 40 000 por día, no da, si puedo expresarme así, más que 14 600 000 muertos de hambre por año: una fuerte reducción.

Es amable de su parte, pero desgraciadamente insuficiente. Como todo demógrafo calificado puede explicárselo a los espíritus curiosos, cada año mueren, en total, en el conjunto del planeta, unos 50 millones de seres humanos. Todos no pueden morir de hambre, ni suponer el 60 % de niños, ni pertenecer exclusivamente al Tercer Mundo. La población del mundo se elevaba, en la época en que esas declaraciones fueron servidas al buen pueblo, a aproximadamente 4 700 000 000 de personas, con una mortalidad del 11 %, todas las causas, todas las regiones y todas las edades incluidas. En ese total, las muertes causadas directamente por la privación de alimentos oscilan, según los años, entre uno y dos millones. Durante el decenio 1980-1990, casi todas esas víctimas se sitúan en África y, más particularmente, en los países provistos, o afligidos, de un régimen marxista: Etiopía, Madagascar, Angola, Mozambique, a los que hay que añadir Sudán, que no es marxista.

Contrariamente a lo que pretenden los ideólogos, las carestías más asesinas de nuestra época se sitúan en los países comunistas, y no pueden proceder, pues, del capitalismo. De hecho, el gran productor de hambre del siglo XX es el socialismo. Las causas mayores de las carestías contemporáneas son políticas. Entre las más célebres de esas causas políticas figuran la colectivización de tierras en la Unión Soviética durante los años treinta (de cinco a seis millones de muertos en una sola república: Ucrania), el «Gran Salto hacia adelante» de Mao Zedong (varias decenas de millones) o los recientes traslados forzosos de población en Etiopía. Cada vez que se encuentra, verdaderamente, una de esas cifras astronómicas, que esgrimen los hipócritas o los ingenuos, es casi siempre debida a la iniciativa de un poder comunista que, por una acción gratuita, decidida por puro capricho ideológico y sin necesidad económica, consigue batir en un solo país varias veces el récord mundial de muertos por hambre. Cuando en la mayor parte de los países no comunistas, incluida India, considerada todavía hacia 1970 como un caso sin esperanzas, se han podido vencer poco a poco las carestías aumentando la productividad, constituyendo reservas, desarrollando los transportes, paliando las irregularidades climáticas, sólo en los países comunistas o cercanos al socialismo marxista sobrevienen aún catástrofes alimentarias de amplitud medieval.

¡Cuan extraño resulta, pues, ser el caballo de batalla favorito de los ideólogos socialistas y tercermundistas, puesto que, en primer lugar, las muertes por desnutrición en el mundo representan en realidad del 2 % al 4 % de lo que ellos dicen, y encima ese porcentaje, todavía excesivo, escandaloso, debe ser imputado no al capitalismo, que se quería poner en estado de acusación, sino al socialismo! Entendámonos: el problema del «hambre en el mundo» concierne a muchos más seres humanos de los que mueren directamente de esa plaga. La subalimentación y la malnutrición crónicas afectan a poblaciones inmensas, incluyendo la Unión Soviética (si debo creer a Mijaíl Gorbachov, en quien tengo plena confianza), y determinan una receptividad a diversas enfermedades que abrevian la vida humana. Pero no es de eso de lo que los ideólogos quieren hablar, tanto menos cuando la esperanza de vida, aunque lo ignoren, pero es verdad, ha aumentado desde hace un cuarto de siglo en lodo el mundo (salvo en la Unión Soviética: siento mucho parecer ensañarme, pero, ¿qué puedo hacer?). Quieren hablarnos y nos hablan efectivamente, no de insuficiencia alimenticia, sino de 50 millones de muertos, lo que tiene un sentido preciso, pero absurdo.

Sin embargo está ahí, en el ejemplo que acabo de tomar entre muchos centenares de otros ejemplos posibles, donde reside el misterio de la inutilidad y del rechazo de la información. Un hombre como Louis Mermaz está equipado a la perfección, intelectual y prácticamente, para informarse, puesto que es, por una parte, catedrático de historia, y que dispone, por otra, como presidente de la Asamblea Nacional en la época en que se expresa, de numerosos colaboradores capaces de prepararle un informe sobre cualquier tema. ¿Cómo puede él articular tales patrañas? Y, suponiendo que haya exagerado conscientemente las cifras por las necesidades de la propaganda, ¿cómo ninguno de los quince o veinte periodistas participantes en el «Club de la prensa» no le contradijo oponiéndole las rudimentarias estadísticas que su profesión le obliga a conocer? ¿Es posible que un profesor del Colegio de Francia, historiador eminente, especialista de la historia de las plagas, por lo tanto de las carestías, no haya tenido en un rincón de su cabeza la información necesaria para rectificar el chiste de un médico equivocado, no ciertamente por incapacidad ni imposibilidad de saber, sino por simple ligereza o por prejuicio ideológico? ¿En virtud de qué inexplicable distracción la dirección de una cadena de televisión omite controlar las cifras falsas que le da Tierra de los Hombres y se las asesta con toda ceguera a millones de telespectadores, sin atraerse, de paso, las protestas de una parte, por lo menos, del público en un país cuyo nivel de instrucción está entre los más elevados?

Se me objetará sin duda que los medios de comunicación tienen por vocación, no hacer un «curso magistral», mediante estadísticas «pesadas», sino emocionar a las multitudes para desencadenar una acción generosa. Argucia falaz, pues ¿acaso hinchar de manera surrealista las cifras no puede suscitar el riesgo de provocar el desánimo? ¿Por qué los ciudadanos de los países ricos han de continuar ayudando al Tercer Mundo si se les machaca que el nivel de vida de este último no cesa de bajar? Desde 1960 hasta 1984, la mejoría de los ingresos reales por habitante ha sido del 22 % en África, del 122 % en Asia y del 162 % en América Latina.[57] Sin embargo, a lo largo de todos estos años los eslogans que han triunfado imponen la creencia de que «las diferencias aumentan» y que «la miseria empeora» de hora en hora. La tendencia a la solidaridad se mantiene por el sentimiento de que tiene por lo menos una pequeña posibilidad de ser útil. Ante algunas «bolsas de hambre» donde se hallan en peligro de muerte uno o dos millones de nuestros hermanos humanos, el público de los países ricos se dice que impedir lo peor no es imposible, que es incluso relativamente fácil, que es, pues, un deber tanto más imperioso cuanto que conducirá a los que lo cumplan a resultados concretos. Si nos ponemos a agitar bajo sus narices cincuenta millones de muertes anuales, y hablamos de un maremoto gigante hinchándose a ojos vistas, se siente superado. Una plaga de tal amplitud cósmica desafía a la imaginación y nos hace sentirnos impotentes para remediarla. Esas fantasmagorías estadísticas, lejos de impulsar a la acción, tienen, pues, por efecto imperdonable desmovilizar las energías al describir anticipadamente los socorros como un ridículo mendrugo de pan flotando sobre un océano de cadáveres. El objetivo de los ideólogos, es cierto, no es socorrer a los desgraciados, es abrumar al capitalismo. Los mitos sirven a ese ideal mucho mejor que la verdad.

A propósito del Tercer Mundo, como del mundo desarrollado, observamos la enfermedad que he descrito más arriba: ideólogos que no creen en su ideología, pero que no por ello se baten con menos ardor para defenderla. La izquierda sabe que el socialismo ha fracasado, pero no por ello deja de tratar más ferozmente a los liberales de reaccionarios. ¿Por qué? Los socialistas se han convertido en liberales «pragmáticos», vienen a «meter la hoz en la mies» de los liberales, pero no quieren ratificar su propia conversión. Necesitan, pues, encontrar un medio para marcar la diferencia, proclamando que los liberales se han hecho derechistas; que sólo ellos, los socialistas, han descubierto el liberalismo «de rostro humano». Inclinados hacia el centro, los socialistas mantienen la ilusión de una identidad cultural deportando a los centristas hacia la derecha.

La sorprendente prosperidad y la aparente invulnerabilidad de la mentira ideológica, sobre todo cuando se apoya sobre hechos crudos y no sobre interpretaciones complejas, suscitan pues un interrogante que no deja de tener fuerza. ¿A qué consecuencias prácticas puede conducir la acción de los hombres y de qué sirve el control de la opinión pública sobre esa acción, si una y otra se inspiran en nociones a tal punto alejadas de la realidad? Y ¿por qué sucede así, en un tiempo en que las nociones acordes con la realidad resultan ser, en casi todas las esferas, tan fácilmente accesibles?

Notas

[43] 1944. Y 1947 para la traducción francesa. Libro redactado en los Estados Unidos durante la guerra y cuyo título original es The Omnipotent Government, The Rise of the Total State and the Total War.

[44] Le Nouvel Observateur, 16 de octubre de 1987.

[45] La Faute à Rousseau, Seuil, 1985.

[46] Diario 16, 25 de marzo de 1987.

[47] L'Humanité del 21 de julio de 1988 califica de «pétainista» al Consejo Constitucional por haber tomado una decisión que no gusta al partido comunista.

[48] El subrayado es mío. Citado por Jeannine Verdès-Leroux en Le Réveil des somnambules, París, Fayard-Minuit, 1987.

[49] Diario 16, 1º de noviembre de 1987.

[50] Moliere, El atolondrado.

[51] Francois Mitterrand, Politique, París, Fayard, 1977.

[52] 5 de julio de 1981. Emisión muy escuchada de la emisora de radio Europa nº 1. Una veintena de periodistas interrogan todos los domingos por la tarde a una personalidad política durante aproximadamente una hora.

[53] 23 de noviembre de 1984.

[54] Aquí, en cambio, la cifra es un poco baja. Se está de acuerdo, en general, sobre 60 millones de víctimas.

[55] «Apostrophes», en Antena 2, el 30 de octubre de 1987.

[56] Doctor Willy Rozenbaum, encargado del servicio del SIDA en el hospital Claude Bernard de París.

[57] Observateur de la OCDE, núm. 143, noviembre de 1986.

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