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Función política del racismo (y II)

Ya, cuando había aparecido la «nueva derecha», los socialistas no la habían analizado en sí misma; la habían explotado para acusar a los liberales de complicidad con ella. Al revés del Frente Nacional, que amontonaba electores sin tener muchas ideas, la nueva derecha reunía ideas, pero no electores. Sobre todo, como escribía Raymond Aron en un editorial de L'Express, se prohibía a sí misma «emitir un juicio sobre el régimen democrático». Aron continuaba: «El antiigualitarismo la orienta hacia la derecha, pero una derecha que no se parece en nada a la de Georges Pompidou, y aún menos a la de Giscard d'Estaing. Desde su punto de vista, la derecha democrático liberal no representa más que una versión edulcorada del socialismo igualitario y una versión atenuada del mercantilismo americano.» Yo iré más lejos: por su antiamericanismo cultural, la nueva derecha estaba más cerca de los socialistas - Jack Lang o Régis Debray, por ejemplo- que de los liberales. Ninguna de esas consideraciones retuvo, por supuesto, a los líderes de la izquierda de hacer una amalgama entre los liberales y la nueva derecha, tal como debían hacerlo más tarde entre los liberales y el Frente Nacional.

En el curso de una velada contra el racismo, el 21 de febrero de 1985, en la Mutualidad, la sala abroncaba a los oradores de la oposición liberal antes incluso de que hubieran subido al estrado. El antirracismo traduce una reivindicación moral universal; afirma el valor absoluto de la persona humana. Dejar que se degrade en tema de campaña para elecciones cantonales, no es respetar mucho esa universalidad de la ley moral. La consciencia del Bien y del Mal no pertenece a los titulares de carnets de partidos de izquierda. Incluso desde el punto de vista de la finta política, no se ve muy bien qué beneficio se espera obtener de tales excesos. Cuando el ex primer ministro, Laurent Fabius, se atreve a pretender no observar ya ninguna diferencia notoria entre la derecha y la extrema derecha, ¿se da cuenta de la enormidad que profiere? Porque, si él tuviera razón, ello querría decir que entre el 60 y el 65 % de los franceses serían, según la terminología socialista, unos «fascistas». O esto es falso, y entonces no se puede excusar esta declaración irresponsable, o es verdad, y entonces Francia se encuentra en un estado desesperado, del que los socialistas, que la han gobernado, deben rendir cuentas a la nación.

Todo ocurre, pues, como si la izquierda, súbitamente privada de ideología y de programas, reconstruyera, gracias al «peligro fascista», el universo maniqueo que necesita para sentirse a sus anchas. Se trate de economía, de garantías sociales, de modernización industrial, de la libertad de prensa o de la enseñanza, todos los partidos socialistas en el poder en Europa se vuelven, en la práctica, hacia el neoliberalismo o el simple realismo. La defensa, la política extranjera, el Tercer Mundo, ya casi no enfrentan, sobre todo en Francia, a liberales y socialistas a lo largo de fronteras bien definidas.

¿A qué puede, pues, la izquierda enganchar todavía su identidad? El partido comunista está en hibernación en el hielo ideológico, esperando subsistir, liofilizado así en estado de embrión, hasta el III milenario. El partido socialista se moviliza para el combate contra la «peste parda».

Por desgracia, ya lo hemos visto, el «caso Le Pen»[20] se presta mal al maniqueísmo político. El lobo come en todos los apriscos. El sondeo IFOP-Le Point de 29 de abril de 1985 muestra que la mayor antipatía a los árabes se encuentra en los obreros, la menor en los industriales, los grandes comerciantes y las profesiones liberales. El prejuicio racista se superpone a todas las clases sociales y en todos los partidos. De modo que no puede ser explotado en una batalla en la que los buenos y los malos se alinearían disciplinadamente según los contornos electorales deseados. A fin de cuentas, el poder anterior a 1981, las municipalidades de derechas, ha de soportar su parte de responsabilidad, porque canalizó a los inmigrados hacia los barrios pobres, en los que ya se detectaban malas condiciones de habitabilidad.

La xenofobia, por otra parte, no explica ella sola el ascenso del Frente Nacional. Despreciando los clichés, Sud-Ouest del 28 de marzo de 1985 compara los datos del aumento de paro y del retroceso de la izquierda desde 1981. Sobre 26 departamentos en que el voto de extrema derecha sobrepasa el 9 % en las elecciones cantonales, 11 figuran entre los que el paro ha aumentado en un 70 % o más desde 1981. En el Loire, departamento de gran tradición obrera, con una tasa moderada de inmigrados, pero económicamente malparado, el voto a Le Pen alcanza, ya en 1984, el 10,7 %. La mayoría presidencial cae, entre 1981 y 1985, de 52,8 % a 33,9 %. Igual aumento de Le Pen en Lorena y en Alsacia, donde, a pesar de todo, la inmigración es menos importante que en el Mediodía.

¿Por qué dos amalgamas odiosas y peligrosas? Con la primera, se hace culpable a la sociedad francesa de los atentados antisemitas cometidos por el terrorismo internacional.[21] Mediante la segunda, se nos quiere obligar a toda costa a ver en las tensiones de la cohabitación, relacionadas con la inmigración, el renacimiento del racismo ideológico y totalitario, del nazismo en sus orígenes, con su doctrina sistematizada y seudocientífica sobre la desigualdad de las razas humanas. Afrontamos un desafío a la vez menos grave y más difícil. Lo peor, es cierto, siempre tiene sus partidarios. Las falsas tragedias sirven de excusa a los que no pueden resolver los problemas.

Así, pues, en lugar de buscar remedios adecuados a las dificultades prácticas y a los trastornos psicológicos que trae consigo toda fuerte concentración inmigrada en un ambiente urbano, la izquierda ha consagrado su energía a explicarlos por el retorno de una vasta conspiración fascista y racista. Luego relacionó con esta teoría los atentados antisemitas que ensangrentaron a Europa a partir de 1980. Después de haber dejado degenerar en xenofobia los resentimientos debidos a la inmigración, unió a ello el antisemitismo y el fascismo del pasado, fenómenos sin ninguna relación con el primero, para imputar, finalmente, una vez más la responsabilidad del glorioso «paquete» al liberalismo. Muy contenta por su hallazgo, pudo, por consiguiente, negligir ocuparse seriamente tanto de las causas del neorracismo plebeyo como del terrorismo internacional. «La multiplicación de atentados de inspiración fascista y neonazi en la Europa occidental obliga, por lo menos, a interrogarse sobre ciertas convergencias que parecen cada vez menos fortuitas», se podía leer en el editorial de Le Monde de los días 5 y 6 de octubre de 1980, número cuya primera página estaba enteramente ocupada por el título «El atentado contra la sinagoga de la calle Copernic». En primera página igualmente, ese mismo día, bajo el título «El Estado sin honor», Philippe Boucher denunciaba «la tolerancia activa» y «la complicidad pasiva de la policía, de las autoridades, del Estado» ante la extrema derecha. El mismo Jacques Fauvet, director del diario, escribía, asimismo en la primera página: «Totalmente absorta en sus combates de retaguardia contra las mil y una variantes del marxismo, del que, sin embargo, no cesa de celebrar la muerte, toda una clase intelectual, dominante en los nuevos cenáculos y los grandes medios de comunicación, ha olvidado replicar e incluso prestar atención a los artículos y a las obras que vehiculan una doctrina fundamentalmente autoritaria, elitista y racista.»

En su número 3-4 de octubre de 1982, bajo el título «Hace dos años de Copernic», Le Monde escribía: «Ya no se trata de acusar a la extrema derecha neonazi, de sugerir orígenes españoles, chipriotas o libios... ¡No! La policía ya está segura y lo estuvo rápidamente: el atentado de la calle Copernic ha sido cometido por un grupo palestino marginal.» Rindo homenaje a este meritorio acto de contrición, añadiendo que el grupo palestino en cuestión no tenía nada de marginal, que, además, no estaba desprovisto de apoyos libios y sirios, y que, en sus artículos de 1980, Philippe Boucher y Jacques Fauvet no se habían limitado a incriminar a «la extrema derecha neonazi»: acusaban al gobierno liberal de Giscard d'Estaing y Raymond Barre, así como a «toda una clase intelectual» -léase: los «nuevos filósofos», los «nuevos economistas», los neoliberales-, a los adversarios del totalitarismo en general, culpables de llevar a cabo «combates de retaguardia contra el marxismo». Fauvet estaba visiblemente poco informado sobre la orientación tomada por el «sentido de la historia», pues en aquellos años era más bien el marxismo quien llevaba a cabo «combates de retaguardia».

En tal punto de imputación calumniosa, nos salimos de la democracia. El combate político en la democracia autoriza, tal vez (no estoy de acuerdo, pero me resigno a ello), una cierta dosis de falsificación de los hechos por las necesidades de la polémica, pero no la falsificación absoluta. Esto es justamente lo que caracteriza a los regímenes totalitarios. Se observará que los socialistas de la corriente llamada democrática, en el curso de los años setenta, han adoptado tranquilamente esa costumbre. Interviniendo en una reunión del partido socialista francés, el 28 de junio de 1987, Jean-Pierre Chevènement, que fue ministro de Industria, luego de Educación y en 1988 llegó a ministro de Defensa, «ideólogo» notorio de su partido, repite la ecuación: racismo, igual a fascismo, que es igual a liberalismo. ¿Cuál es su demostración? Muy simple. Los liberales -dice- ridiculizaron nuestras medidas de 1982, que estaban destinadas a aminorar la importación de magnetoscopios japoneses. Son, pues, favorables a la libre circulación de las mercancías. Pero una vez ellos mismos en el poder, expulsaron, por avión, en 1986, a un centenar de africanos, inmigrados clandestinos en situación irregular. (Fue la famosa querella llamada el «chárter de los malíes».) Conclusión: las mercancías tienen más valor para los liberales que los derechos del hombre.[22]

Evidentemente, si es con un pensamiento de esta elevación y una probidad de esta índole como los socialistas pretenden enfrentarse a los desafíos de nuestra época, no nos queda más que cubrirnos el rostro y callarnos. En esta perorata macarrónica me ocuparé de un solo punto, porque denota una nueva prolongación de la lista de los comportamientos definidos como racistas y fascistas. Si para no violar los derechos del hombre un país debe decidir que todos los súbditos extranjeros, procedentes de todos los continentes del mundo, pueden, en una cantidad indeterminada, franquear sus fronteras y residir en su territorio sin ninguna autorización previa, sin permiso de trabajo, sin recursos confesables, sin control posible y sin límite de tiempo, entonces me pregunto qué país escaparía a la acusación de fascismo y de racismo: en todo caso, ninguno de aquellos de donde provienen la mayoría de inmigrados que llegan a Francia. En efecto, los gobiernos del Tercer Mundo se cubren, por lo general, con reglamentaciones muy severas e impertinentes (todo viajero lo sabe por experiencia) en materia de visados, de control de fronteras y de permiso de residencia. Haré, además, observar que hay que ser particularmente inconsciente para preconizar en Occidente, y sólo en Occidente, la supresión de todo control de documentos de identidad y de toda expulsión de extranjeros en estado de infracción de las leyes, en una época en que las democracias son precisamente las naciones más atiborradas de bandas terroristas de todas las procedencias, que se pasean por ellas sin restricciones. En todo caso, lo más interesante en este encadenamiento de ideas es que la izquierda llega a incorporar al racismo, al fascismo, al mismo nazismo, una multitud de realidades heteróclitas, gracias a la noción vasta y vaga de «comportamientos de exclusión». Una vez que los liberales la siguieron en ese terreno, todo se llamó racismo e hitlerismo: incluso aislar un enfermo contagioso, suspender un alumno en un examen, devolver a sus países respectivos a inmigrantes clandestinos. Ahora nosotros podemos hablar de «banalización» del nazismo. Cuando Simone Veil vulgarizó este vocablo, en 1978, cometió por exceso de celo un ligero contrasentido. Lo que ella quería contrarrestar, era, de hecho, la justificación del nazismo (lo que no era el caso, como hemos visto en la presentación de las declaraciones de Darquier) o, más aún, la normalización del nazismo, en el sentido de «presentar como normal» el genocidio. Pero la verdadera banalización, en el sentido propio del término «hacer banal», anodino, es a lo que estamos asistiendo cuando los obsesionados de la exclusión empiezan a ver hitlerismo en todas partes y a atribuir ese concepto histórico e ideológico bien preciso a los menores hechos y gestos que no les gustan. ¿Qué horror puede inspirar el nazismo a la juventud si se le dice que el policía que comprueba la identidad de un transeúnte es un nazi? Después del asunto del «chárter de los malíes», el ministro del Interior de la «derecha», Charles Pasqua, habiendo llevado la provocación hasta declarar que no tenía ningún interés especial en ofrecer el avión a los clandestinos expulsados y que con gusto los colocaría, en caso necesario, en un tren, el presidente de SOS Racisme, Harlem Désir, clamó que Pasqua era un nuevo Klaus Barbie, porque el antiguo jefe de la Gestapo de Lyon metía, también, en 1943, en trenes a las víctimas del nazismo para expedirlos hacia los campos de la muerte. Luminoso, ¿no es cierto? El debate público no cesaba de elevarse, de afinarse, de precisarse, de ennoblecerse. En el proceso de Schleicher, en el que se juzgaba a terroristas culpables de haber asesinado a dos policías, rematándolos en el suelo después de haberlos herido, uno de los acusados gritó, dirigiéndose al tribunal: «¡Estamos ante las Secciones Especiales de Vichy!» ¿Por qué no? ¿Acaso no era objeto de un «comportamiento de exclusión» al ser juzgado por asesinato? ¿Acaso todo lo que leía y oía no le enseñaba que, para atraerse la simpatía, bastaba con tratar de vichistas, fascistas, racistas, a todos los que requieren contra ti la aplicación de la ley, o incluso si son de una opinión diferente a la tuya? Poco a poco, los liberales, tetanizados por las reprimendas de la izquierda, han llegado a confundir bajo la misma denominación infamante de «comportamientos discriminatorios» las simples aplicaciones de leyes o de reglamentos democráticos y las auténticas vejaciones, brutalidades o crímenes racistas. En cambio, cuando era un mogrebí el que había cometido un crimen, muchos periodistas silenciaban muy a menudo su nacionalidad, por miedo a ser calificados, a su vez, de racistas, lo que aumentaba la irritación de los residentes franceses de los barrios mixtos y llevaba nuevos votos al cuévano de Le Pen. Después de haber rehusado plantear los problemas específicos de la inmigración, se creía resolverlos negando la existencia del producto político, el Frente Nacional, nacido de esa ceguera. Como la virtud impotente era un lujo más accesible que la inteligencia activa, se creían en paz salmodiando los términos execrados de «Dachau» o «Treblinka», y acusando de complacencia a los liberales que deseaban reducir el electorado del Frente Nacional con la acción política sobre los datos reales de la vida en sociedad, y no chillando fórmulas conjuratorias a los pies del títere de Hitler. La debilidad mental alcanzó cimas aún inexploradas el día en que izquierdas y liberales intimidados se abalanzaron juntos, vociferando injurias los unos contra los otros, en la última de las bromas y engaños fabricados en el taller de Jean-Marie Le Pen: su proposición de encerrar a todos los «sidaicos» en «sidatorios». Hizo caer a todos, o a casi todos, en su celada. Como los nazis habían internado a los homosexuales en campos de concentración y asesinado a los disminuidos físicos, ¡se iba a tratar el SIDA a la luz del proceso de Barbie!

La tempestad del SIDA confirma, por desgracia, la regla que dice que los hombres se interesan a menudo menos por la información que por sus repercusiones posibles sobre sus creencias y deseos. Pierre Bayle lo dijo muy bien largo tiempo ha: «Los obstáculos a un buen examen no proceden tanto de la vaciedad del espíritu como de que está lleno de prejuicios.» Incluso en materia científica y médica, son precisamente las consideraciones científicas y médicas las que, a veces, tienen menos peso en nuestros debates. La izquierda y los liberales temen que el miedo colectivo de la epidemia favorezca comportamientos indignos y discriminatorios respecto a homosexuales, toxicómanos y extranjeros. La xenofobia debida al SIDA reina, además, en todas partes: en Extremo Oriente contra los europeos, en la India contra los africanos, en Italia contra los suizos, en Inglaterra contra los escoceses. La demagogia de la extrema derecha se aprovecha del pánico para preconizar medidas de expulsión. Suscita, por reacción, la tendencia inversa, que impulsa a exagerar el peligro de la exclusión y a minimizar el del virus y la enfermedad.

¿Cómo no se ve que entrar en ese sistema de denuncias furibundas dobladas de diagnósticos calmantes constituye una victoria para los demagogos? A partir del momento en que, en materia de detección, de cuidados clínicos, de prevención del contagio, nuestros juicios se inspiran ante todo en el miedo a ser confundidos con Jean-Marie Le Pen, él ya ha ganado. Ha conseguido que no se decida nada sobre el SIDA si no es con respecto a él. ¡Como si éste fuera verdaderamente el punto esencial de la cuestión!

Lo que sorprende, en esta polémica, es que los argumentos han ido abandonando poco a poco el campo médico, científico y terapéutico. ¡Incluso el episcopado francés ha sentido la necesidad de certificar que el SIDA no es un castigo de Dios! En vez de que el examen del problema sirva para elaborar una política, son las «divergencias» políticas las que sirven de criterios para el análisis del problema. Con el pretexto, por ejemplo, de que un control generalizado, por otra parte irreal e irrealizable, de toda la sociedad, puede atentar contra las libertades individuales, ¿hay que renunciar a toda forma de detección sistemática? Esto no se ha visto nunca en la historia de las epidemias. ¿Qué valor pueden tener, en estas condiciones, las tranquilizantes estadísticas que invocamos?

Parece contradictorio querer combatir una enfermedad imponiéndose como doctrina que es inmoral tratar de conocer su extensión entre la población. No hay, no debiera haber, antagonismo entre el aspecto médico y el moral del combate contra la plaga. Ambos aspectos están indisolublemente ligados. Siempre lo han estado en la medicina. Los demagogos de izquierda, que niegan el aspecto médico en nombre del aspecto moral, son tan peligrosos como los demagogos de derechas, que niegan el aspecto moral en nombre del aspecto médico.

Sobre todo, lo que los científicos no debieran tener en cuenta en absoluto son las presiones políticas e ideológicas. Que influyen en el debate se vio claramente en la III Conferencia Internacional sobre el SIDA, a principios de junio de 1987, en Washington, y en el coloquio organizado algunos días más tarde cerca de Annecy por la Fundación Mérieux, los días 20 y 21 de junio, sobre el tema «Epidemias y sociedad». Que la lucha contra el SIDA no puede desarrollarse sin la acción de los políticos es evidente, aunque sólo fuera por los costos gigantescos que va a conllevar. Pero la acción política es una cosa y el prejuicio o la pasión política son otras, que, además, estorban a la acción. No es sin estupor, en el curso de todo este período de interrogaciones y de discusiones sobre la nueva enfermedad, que se oye a ciertos sociólogos incriminar sólo a «la violencia que ejerce la sociedad sobre sus miembros» o proclamar que «el verdadero peligro es el miedo», como si el virus HIV no existiera, fuera una pura invención de los adversarios de la revolución sexual o, en el peor de los casos, un desagradable detalle en un cuadro en el que lo esencial estaría constituido por las relaciones humanas.

Pero a pesar de todo convendría no olvidar completamente que el SIDA era, cuando se hablaba de ese modo, una enfermedad mortal contra la que no existía aún ningún tratamiento y, por otra parte» una epidemia. El ministro de Sanidad francés del momento, madame Michèle Barzach, precisamente se opuso, en el coloquio de Annecy, a que el término de epidemia conviniera al SIDA. No se trataba según ella, más que de una endemia. Para el gran público, endemia tiene una resonancia menos enloquecedora que epidemia. Pero los historiadores de enfermedades presentes en el coloquio tuvieron todos la ocasión de precisar, educadamente, que una endemia no es nada más que una epidemia que dura. La sífilis en Europa fue, primero, una epidemia, en el siglo XVI, después de haber sido traída del Nuevo Mundo, se convirtió en una endemia, es decir, una «enfermedad indígena», a partir del siguiente siglo. Tal como explicó el profesor Luc Montagnier en su comunicado, la difusión del virus, hoy, como la de los virus de ayer, se produce ante todo por la mezcla de poblaciones.

La mayoría de las grandes epidemias del pasado suscitaron reacciones irracionales porque el conocimiento humano no había llegado aún al estado en que podía identificar la causa del mal, descubrir su modo de transmisión y esperar encontrar un medio de curarlo. Debiéramos poder evitar esas reacciones irracionales en estos finales del siglo XX, porque sabemos cuál es la naturaleza del virus, conocemos el modo de transmisión y tenemos razones para creer que se encontrará una manera de neutralizarlo. Pero la solución vendrá de la investigación científica y de la prevención contra el contagio; de nada más. No vendrá ni del optimismo plácido, ni de peroratas sobre el respeto (indudablemente) debido a la persona humana, ni de furiosos anatemas contra los «impuros». Para barrer a esos desechos del subpensamiento es preciso que los investigadores no se dejen asustar, que impongan más enérgicamente la actitud científica e intervengan más pronto en el debate, cada vez que aparece una nueva manipulación, venga del lado que venga.

Es curioso ver cómo ciertos fantasmas, por ejemplo el fantasma hitleriano ligado al SIDA, parecen igualmente repartidos entre las familias ideológicas más opuestas. En la Conferencia de Washington, una «Unión contra el Capitalismo y el Imperialismo» hacía distribuir unos folletos denunciando el SIDA como «una ofensiva racista del gobierno estadounidense contra los gays y los negros». En París, el Movimiento Gay se manifestó, el 20 de junio de 1987, ostentando el triángulo rosa, alusión muy clara a la persecución nazi contra los homosexuales. Ciertos manifestantes se habían incluso disfrazado de deportados de la segunda guerra mundial, presentando el aspecto siniestramente evocador de los pensionarios de los campos nazis. ¿Nos encontramos realmente en ese punto? ¿Es serio situar la cuestión en ese terreno? ¿Cómo creer en el valor de las exhortaciones a cultivar la memoria del holocausto, si se asimilan al nazismo los esfuerzos de las autoridades democráticas para luchar contra una epidemia?

Ignoro si el virus HIV es hitleriano, fascista, estalinista, trotskista, desviacionista o social-traidor, si lleva el triángulo rosa o la cruz gamada, y pienso que el mismo virus lo ignora también. Encuentro estas alucinaciones y estos vaticinios absolutamente consternantes. En la época de la gran peste del siglo XIV, los médicos de toda Europa discutían entre ellos para saber si la plaga se transmitía por los miasmas del aire o por el tacto. El rey de Francia, deseoso de ver las cosas claras con objeto de tomar, en caso necesario, medidas de prevención útiles a la población, hizo una consulta a los más grandes sabios de la Sorbona. Después de haber deliberado sobre el tema, esos representantes eminentes de la élite intelectual del país dieron su veredicto: el mal no procedía ni de los miasmas ni del contacto, sino ¡de una determinada conjunción astrológica de los planetas!

Aunque nosotros disponemos de muchos más medios de información me pregunto si, en el caso del SIDA, somos mucho más inteligentes.

Detrás de toda esa inmensa exageración de un peligro racista y fascista en Europa, comparable a lo que había sido antes de la segunda guerra mundial, se esconde en realidad una negativa persistente, en la pura línea leninista, a reconocer la autenticidad de la democracia liberal y pluralista. Aunque ellos lo nieguen, los socialistas europeos, igual que los «liberales» norteamericanos, por lo menos muchos de ellos si no la totalidad, encuentran que la frontera entre los defensores y los enemigos de la democracia y de los derechos del hombre pasa entre ellos y los liberales (en el sentido europeo; «conservadores» en el sentido norteamericano), y no entre todos los demócratas y los comunistas. En otras palabras, los verdaderos totalitarios continúan siendo, a sus ojos, los partidarios del capitalismo y de la sociedad abierta, y, curiosamente, lo piensan ahora más que en el pasado. Es el caso desde, aproximadamente, 1975, que se produce en la mayoría de partidos reunidos en la Internacional Socialista, y más particularmente los laboristas británicos, y el SPD alemán, después de que Helmut Schmidt perdiera la Cancillería. Es el mismo caso, por supuesto, y aún más, para todo lo que está a la izquierda de los socialistas, los «verdes» alemanes, los «radicales» norteamericanos, los seguidores de la «Campaign for Nuclear Disarmament» en el Reino Unido. También ellos se manifiestan siempre contra la OTAN, los Estados Unidos, Occidente, jamás contra la Unión Soviética, la dictadura sandinista de Nicaragua o los estalinistas de Addis-Abeba que diezman a los desgraciados campesinos etíopes. Reclaman ruidosamente elecciones libres en Corea del Sur, sin darse cuenta de que ya se han celebrado, pero nunca en Angola, o en Mozambique o en Vietnam. El mito de un renacimiento en Europa de un movimiento racista y fascista, del que los liberales serían los cómplices objetivos, o incluso los instigadores, responde a esa necesidad que conserva la izquierda, a pesar de todas sus conversiones periódicas en sentido contrario, de volver a esbozar en lo absoluto la vieja separación del mundo en dos campos, los partidarios y los adversarios del capitalismo liberal.

El autor del informe final sobre los trabajos de la comisión del Parlamento Europeo, Dimitrios Evrigenis, reconoció, por otra parte, con mucho sentido común y honradez, para terminar, la puerilidad de las angustias que habían motivado la puesta en marcha de la encuesta. El ponente concluyó que no había un ascenso fascista real en Europa, que no se observaba ninguna contestación significativa del sistema democrático. En cambio, y es preciso darle la razón, señalaba, en el contexto de una inmigración mal conducida, una acentuación de las tendencias xenófobas, una explotación política de esas tendencias, y una indulgencia con respecto a esa explotación: lo que el señor Evrigenis denunciaba, con buen juicio y un aplastante humor lingüístico, como «la aparición de una especie nueva: el xenofobófilo». Combatir la «xenofobofilia» implica un deber para el demócrata y, por suerte, es tarea que se halla por completo a su alcance. La «xenofobofilia» representa, en efecto, un mal latente o manifiesto en toda sociedad, un mal que hay que vigilar y neutralizar, ciertamente, con constancia: no es, para la democracia, el cataclismo final. No es tampoco el pecado absoluto que condene a la indignidad a nuestra civilización liberal, tal como la izquierda quisiera hacernos creer.

Notas

[20] Eric Roussel, Le Cas Le Pen, París, J. C. Lattés, 1985.

[21] A propósito de la operación de propaganda mediante la cual la izquierda trató de atribuir a los liberales franceses lo que correspondía al Próximo Oriente, los atentados antisemitas de la calle Copernic (3 de octubre de 1980) y de la calle Rosiers (9 de agosto de 1982), en París, me remito a un libro precedente, Le Terrorisme contre la démocratie (Pluriel, 1987), concretamente, el prólogo, pp. IX-XIII. ¿Se dan cuenta los socialistas franceses de que esta clase de calumnia es exactamente la que utilizaba Adolf Hitler para deshacerse de sus oponentes?

[22] Se reprochó al ministro del Interior haber embarcado con demasiada brutalidad a dichos malíes en el chárter. Pero, ¿se atacaba en verdad el método, o más bien el mismo sentido y el principio de la expulsión?

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