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Una santa (y gozosa) esclavitud compartida

En la Carta Encíclica Redemptoris Mater (RM), Juan Pablo II Magno dice, o escribe, algo que resulta de vital importancia, por lo que supone, para nuestra vida de cristianos: «las palabras —he aquí la esclava del Señor— expresan el hecho de que desde el principio ella acogió y entendió la propia maternidad como donación total de sí, de su persona al servicio de los designios salvíficos del Altísimo» (RM 39). Esto es lo que podríamos denominar una esclavitud santa o, mejor, una santa esclavitud porque el mes de mayo es, para todos, un especial tiempo de entrega, de cada cual, a la voluntad omnipotente de Dios, pero no por sometimiento ciego sino por comprensión de la misma y, así, gozosa.

Bien podríamos pensar, se podría pensar, que las palabras esclavitud y gozo no pueden relacionarse, digamos, de una forma armónica pues a nadie se le puede ocurrir que a sentirse dependiente de alguien de tal forma como para llamarse esclavo pueda, además, aplicarse el calificativo de gozoso, o sea, del que se obtiene alegría, bienestar, ternura. Sin embargo, esta es una forma de pensar exclusivamente humana, del siglo, corta de miras y, seguramente, políticamente correcta.

Si bien miramos el significado, íntimo, de la palabra «esclavo» encontraremos respuesta a esa aparente paradoja. Viene a querer decir que una persona esclava es una que lo es rendida, obediente, enamorada. Por eso somos, como lo fue María, en aquella juventud en la que se le apareció Gabriel, rendidos admiradores de Dios, obedientes a su voluntad, enamorados de su Verbo.

Pero ¿cómo mostramos cumplimiento a eso que decimos que supone, podría pensarse, una manifestación de alienación tan grande?

Por ejemplo, tenemos una serie de instrumentos y de realidades religiosas que nos permiten hacer esto gozando, así, de ese sometimiento que tantos consideran, equivocadamente, enfermizo. Podemos, a modo de manus iniectio contraria, pues seríamos nosotros los aprehendidos, hacer disfrute de la oración y, con ella, manifestar nuestra voluntad primaria de hacer la de Dios, y ver en María a aquella persona que, sorprendida en su intimidad por el enviado de Dios, manifestó el fiat que tanto significó y, desde entonces, agradecemos (Lc 1, 38); fiat que podemos imitar, así, con gozo y plena conciencia de lo que hacemos.

Pero también podemos, compartiendo, así, ese sujetarse a Dios, hacer efectivas esas virtudes que adornan a la Inmaculada, a aquella que es de maternidad divina, a aquella que es perpetuamente virgen, a aquella que ascendió a los cielos en cuerpo y alma; esas virtudes que como la humildad conformaron su ser sencillo, que como la generosa caridad pidió en Caná por la necesidad de los atribulados novios, que como su sentido del servicio (atendiendo a José y a Jesús) nos ilumina de cara a los demás que nos rodean; que como la alegría que llenó los años de infancia del Mesías puede, también, verse en nuestros semblantes, haciendo fáciles las horas difíciles de aquellos que sienten, sobre su vida, una pesada losa de presente y, lo que es peor, de futuro; como la paciencia que siempre mostró con los miembros de su familia; como, sobre todo, la aceptación total de la voluntad de Dios, acatamiento ciertamente difícil para quien no sienta, en su corazón, el aguijón terrible de la Fe, virtud, sentida.

Pero es que, además, también podemos, en cumplimiento de ese ejemplo, esencia de santidad, y de la perfección que adorna a María, Madre de Dios y Madre nuestra, dejarnos llevar por aquello que, en seguridad, ha de agradar a Dios porque, al fin y al cabo, no sólo respondió aquella que llevó en el vientre a Jesús sino que, por eso, por ser hijos suyos (Cristo encomendó a Juan, en la cruz, que así fuera) nosotros podemos, también, por ejemplo, manifestar, hacia los otros, una amistad que nadie pueda romper porque, por ejemplo, tengamos la buena costumbre de apuntar en arena los errores y en piedra los aciertos de los demás; una fidelidad a prueba de mundo, a prueba de hedonismos, a prueba de subjetivismos, a prueba de atracciones fatales hacia la fosa del olvido y la desazón; un vivir, considerando la bondad de Dios, con suma alegría, con la que María inició su vida con el Padre, una, nuestra, cristiana, conscientes del tesoro que el Creador nos entregó, libres para aceptar, con gozo, el servicio, la entrega, el compromiso de ser hijos, el corazón dispuesto a ser atravesado por la espada de Simeón y, sin embargo, a sentir la necesidad de respetar eso.

Cabe, por todo esto, seguir aquello que quedó recogido, para siempre, en el evangelio de san Lucas (11, 28) y que no es otra cosa que esa expresión de verdad que dice «dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». Y, a continuación, recoger, para nuestro corazón de cristianos, lo que Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Marialis Cultus, deja dicho y que es que «esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II, suena también para nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino Maestro».

Por eso, una santa (y gozosa) esclavitud compartida es lo que merece quien, por considerarse nada ante Dios fue tanto para el Padre y, luego, para nosotros y que no es otra persona sino María, Madre. Y este es, desde nuestro corazón, un deseo, un anhelo, un querer ser.

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