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Introducción

1. Ut unum sint! La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor en el corazón de los creyentes, especialmente al aproximarse el Año Dos mil que será para ellos un Jubileo sacro, memoria de la Encarnación del Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvar al hombre.

El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio.

Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el vivo deseo de renovar hoy esta invitación, de proponerla de nuevo con determinación, recordando cuanto señalé en el Coliseo romano el Viernes Santo de 1994, al concluir la meditación del Vía Crucis, dirigida por las palabras del venerable hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico de Constantinopla. En aquella circunstancia afirmé que, unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el Misterio de la Redención, deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz.[1] ¡La Cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida; pensando que la Cruz no pueda abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese.

2. A nadie escapa el desafío que todo esto supone para los creyentes. Ellos deben aceptarlo. En efecto, ¿cómo podrían negarse a hacer todo lo posible, con la ayuda de Dios, para derribar los muros de la división y la desconfianza, para superar los obstáculos y prejuicios que impiden el anuncio del Evangelio de la salvación mediante la Cruz de Jesús, único Redentor del hombre, de cada hombre?

Doy gracias a Dios porque nos ha llevado a avanzar por el camino difícil, pero tan rico de alegría, de la unidad y de la comunión entre los cristianos. El diálogo interconfesional a nivel teológico ha dado frutos positivos y palpables; esto anima a seguir adelante.

Sin embargo, además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, los cristianos no pueden minusvalorar el peso de lasincomprensiones ancestrales que han heredado del pasado, de losmalentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco agravan estas situaciones. Por este motivo, el compromiso ecuménico debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración, lo cual llevará incluso a lanecesaria purificación de la memoria histórica. Con la gracia del Espíritu Santo, los discípulos del Señor, animados por el amor, por la fuerza de la verdad y por la voluntad sincera de perdonarse mutuamente y reconciliarse, están llamados a reconsiderar juntos su doloroso pasado y las heridas que desgraciadamente éste sigue produciendo también hoy. Están invitados por la energía siempre nueva del Evangelio a reconocer juntos con sincera y total objetividad los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar en cada uno una renovada disponibilidad, precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación.

3. Con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los «signos de los tiempos». Las experiencias que ha vivido y continúa viviendo en estos años la iluminan aún más profundamente sobre su identidad y su misión en la historia. La Iglesia católica reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del Salvador. Sintiéndose llamada constantemente a la renovación evangélica, no cesa de hacer penitencia. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoce y exalta aún más el poder del Señor, quien, habiéndola colmado con el don de la santidad, la atrae y la conforma a su pasión y resurrección.

Enseñada por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Consciente de que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas»,[2] nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad.

Yo mismo quiero promover cualquier paso útil para que el testimonio de toda la comunidad católica pueda ser comprendido en su total pureza y coherencia, sobre todo ante la cita que la Iglesia tiene a las puertas del nuevo Milenio, momento excepcional para el cual pide al Señor que la unidad de todos los cristianos crezca hasta alcanzar la plena comunión. [3] A este objetivo tan noble mira también la presente Carta encíclica, que en su índole esencialmente pastoral quiere contribuir a sostener el esfuerzo de cuantos trabajan por la causa de la unidad.

4. Esta es un preciso deber del Obispo de Roma como sucesor del apóstol Pedro. Yo lo llevo a cabo con la profunda convicción de obedecer al Señor y con plena conciencia de mi fragilidad humana. En efecto, si Cristo mismo confió a Pedro esta misión especial en la Iglesia y le encomendó confirmar a los hermanos, al mismo tiempo le hizo conocer su debilidad humana y su particular necesidad de conversión: «Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Precisamente en la debilidad humana de Pedro se manifiesta plenamente cómo el Papa, para cumplir este especial ministerio en la Iglesia, depende totalmente de la gracia y de la oración del Señor: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 32). La conversión de Pedro y de sus sucesores se apoya en la oración misma del Redentor, en la cual la Iglesia participa constantemente. En nuestra época ecuménica, marcada por el Concilio Vaticano II, la misión del Obispo de Roma trata particularmente de recordar la exigencia de la plena comunión de los discípulos de Cristo.

El Obispo de Roma en primera persona debe hacer propia con fervor la oración de Cristo por la conversión, que es indispensable a «Pedro» para poder servir a los hermanos. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia católica y todos los cristianos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión.

Sabemos que la Iglesia en su peregrinar terreno ha sufrido y continuará sufriendo oposiciones y persecuciones. La esperanza que la sostiene es, sin embargo, inquebrantable, como indestructible es la alegría que nace de esta esperanza. En efecto, la roca firme y perenne sobre la que está fundada es Jesucristo, su Señor.

Notas

[1] Cf. Palabras la final del Vía Crucis del Viernes Santo (1 abril 1994), 3: AAS 87 (1995), 88.

[2] Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.

[3] Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 16: AAS 87 ( 1995 ), 15.

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