conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Evangelium vitae » Capítulo I.- La Sangre de tu hermano clama a mi desde el Suelo

«He de esconderme de tu presencia» (Gn 4, 14): eclipse del sentido de Dios y del hombre

21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte», no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.

Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al Señor: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará» (Gn 4, 13–14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será tener que «esconderse de su presencia». Si Caín confiesa que su culpa es «demasiado grande», es porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia de David, que después de «haber pecado contra el Señor», reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11–12), exclama: «Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí» (Sal 51 50, 5–6).

22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida».[17] El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.

Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio «existir». Se preocupa sólo del «hacer» y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de experiencias originarias que requieren ser «vividas», pasan a ser cosas que simplemente se pretenden «poseer» o «rechazar».

Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es «mater», quede reducida a «material» disponible a todas las manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la angustia por los resultados de esta «libertad sin ley» lleva a algunos a la postura opuesta de una «ley sin libertad», como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una «divinización» suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.

En realidad, viviendo «como si Dios no existiera», el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.

23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: «Como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene» (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material. La llamada «calidad de vida» se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas —relacionales, espirituales y religiosas— de la existencia.

En semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible crecimiento personal, es «censurado», rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.

Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el «enemigo» a evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo «a toda costa», y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador.

En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal —el del respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que «es», sino por lo que «tiene, hace o produce». Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil.

24. En lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios. [18] Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la «conciencia moral» de la sociedad. Esta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la «cultura de la muerte», llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas «estructuras de pecado» contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada «de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia» (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin necesidad de El, «se ofuscaron en sus razonamientos» de modo que «su insensato corazón se entenebreció» (1, 21); «jactándose de sabios se volvieron estúpidos» (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y «no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen» (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22–23), llama «al mal bien y al bien mal» (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.

Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.

Notas

[17] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.

[18] Cf. ibid., 16.

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