conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte II.- El Espíritu que convence al mundo en lo referente al Pecado

2. El testimonio del día de Pentecostés

30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos tratando: «El Paráclito... convencerá al mundo en la referente al pecado». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse»,[109] «volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones».[110]

Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, «después» de la partida de Cristo, como «precio» de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre»; «seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días»; «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra».[111]

Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: «Israelitas ... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros... a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio».[112]

Jesús había anunciado y prometido: «El dará testimonio de mí... pero también vosotros daréis testimonio». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este «testimonio» encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro «convence al mundo en lo referente al pecado»: ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares.[113]

31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado» del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo «convencer en lo referente al pecado» manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un «convencimiento» que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo.[114] Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado».[115] Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» él les responde: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo».[116]

De este modo el «convencer en lo referente al pecado» llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica.[117] La conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: a Recibid el Espíritu Santo».[118] Así pues en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado -bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés- con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: «recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que «no creyeron» [119] y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: «Seré tu muerte, oh muerte».[120] Como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios «vence» el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, «Oh feliz culpa», en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del «Exsultet».

32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede «convencer al mundo», al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que «sondea hasta las profundidades de Dios».[121] Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente «las profundidades de Dios». No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas «profundidades de Dios» que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las «sondea» y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de «convencer en lo referente al pecado», como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.

Al convencer al «mundo» del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El «convencer» es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es característica por el «misterio de la impiedad» [122] que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la conoce absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser «convencido» de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.

En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del «misterio de la piedad»,[123] como ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal «Reconciliatio et paenitentia».[124] El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser «convencido» de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.

Notas

[109] Act 2, 4.

[110] Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p. 330-332.

[111] Act 1, 4. 5. 8.

[112] Act 2, 22-24.

[113] Cf. Act 3, 14 s.; 4, 10. 27 s.; 7, 52; 10, 39; 13, 28 s. etc.

[114] Cf. Jn 3, 17; 12, 47.

[115] Act 2, 36.

[116] Act 2, 37 s.

[117] Cf. Mc 1,15.

[118] Jn 20, 22.

[119] Cf. Jn 16, 9.

[120] Os 13, 14 Vg; cf. 1 Cor 15, 55.

[121] Cf. 1 Cor 2, 10.

[122] Cf. 2 Tes 2, 7.

[123] Cf. 1 Tim 3, 16.

[124] Cf. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 19-22: AAS 77 (1985), pp. 229-233.

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