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V.- Elementos para una Espiritualidad del Trabajo

24. Particular cometido de la Iglesia

Conviene dedicar la última parte de las presentes reflexiones sobre el tema del trabajo humano, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica Rerum Novarum, a la espiritualidad del trabajo en el sentido cristiano de la expresión. Dado que el trabajo en su aspecto subjetivo es siempre una acción personal, actus personae, se sigue necesariamente que en él participa el hombre completo, su cuerpo y su espíritu, independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual. Al hombre entero se dirige también la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos —como luces particulares— dedicados al trabajo humano. Ahora bien, es necesaria una adecuada asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquelsignificado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y componentes ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes.

Si la Iglesia considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo bajo el punto de vista de su valor humano y del orden moral, en el cual se encuadra, reconociendo en esto una tarea específica importante en el servicio que hace al mensaje evangélico completo, contemporáneamente ella ve un deber suyo particular en la formación de unaespiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con expresiones admirables el Concilio Vaticano II.

25. El trabajo como participación en la obra del Creador

Como dice el Concilio Vaticano II: «Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo».[27]

En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado. Encontramos esta verdad ya al comienzo mismo de la Sagrada Escritura, en el libro del Génesis, donde la misma obra de la creación está presentada bajo la forma de un «trabajo» realizado por Dios durante los «seis días»,[28] para «descansar» el séptimo.[29] Por otra parte, el último libro de la Sagrada Escritura resuena aún con el mismo tono de respeto para la obra que Dios ha realizado a través de su «trabajo» creativo, cuando proclama: «Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso»,[30] análogamente al libro del Génesis, que finaliza la descripción de cada día de la creación con la afirmación: «Y vio Dios ser bueno».[31]

Esta descripción de la creación, que encontramos ya en el primer capítulo del libro del Génesis es, a su vez, en cierto sentido el primer «evangelio del trabajo». Ella demuestra, en efecto, en qué consiste su dignidad; enseña que el hombre, trabajando, debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo —él solo— el elemento singular de la semejanza con Él. El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo. Esta obra de Dios en el mundo continúa sin cesar, tal como atestiguan las palabras de Cristo: «Mi Padre sigue obrando todavía ...»;[32] obra con la fuerza creadora, sosteniendo en la existencia al mundo que ha llamado de la nada al ser, y obra con la fuerza salvífica en los corazones de los hombres, a quienes ha destinado desde el principio al «descanso»[33] en unión consigo mismo, en «la casa del Padre».[34] Por lo tanto, el trabajo humano no sólo exige el descanso cada «siete días»,[35] sino que además no puede consistir en el mero ejercicio de las fuerzas humanas en una acción exterior; debe dejar un espacio interior, donde el hombre, convirtiéndose cada vez más en lo que por voluntad divina tiene que ser, se va preparando a aquel «descanso» que el Señor reserva a sus siervos y amigos.[36]

La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios, debe llegar —como enseña el Concilio— incluso a «los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia».[37]

Hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue a ser patrimonio común de todos. Hace falta que, de modo especial en la época actual, la espiritualidad del trabajo demuestre aquella madurez, que requieren las tensiones y las inquietudes de la mente y del corazón: «Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva ... El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo».[38]

La conciencia de que a través del trabajo el hombre participa en la obra de la creación, constituye el móvil más profundo para emprenderlo en varios sectores: «Deben, pues, los fieles —leemos en la Constitución Lumen Gentium— conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz ... Procuren, pues, seriamente, que por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen... según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil».[39]

26. Cristo, el hombre del trabajo

Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazaret «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ... ¿No es acaso el carpintero?[40] En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret.[41] Aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar —más bien, una vez, la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia—[42] no obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre. ¿No es Él quien dijo «mi Padre es el viñador» ...,[43] transfiriendo de varias maneras a su enseñanza aquella verdad fundamental sobre el trabajo, que se expresa ya en toda la tradición del Antiguo Testamento, comenzando por el libro del Génesis?

En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar por ejemplo la de médico,[44] farmacéutico,[45] artesano —artista,[46] herrero[47]—se podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días-, la de alfarero,[48] agricultor,[49] estudioso,[50] navegante,[51] albañil,[52] músico,[53] pastor,[54] y pescador.[55] Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres.[56] Jesucristo en sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al trabajo humano: al trabajo del pastor,[57] del labrador,[58] del médico,[59] del sembrador,[60] del dueño de casa,[61] del siervo,[62] del administrador,[63] del pescador,[64] del mercader,[65] del obrero.[66] Habla además de los distintos trabajos de las mujeres.[67] Presenta el apostolado a semejanza del trabajo manual de los segadores[68] o de los pescadores.[69] Además se refiere al trabajo de los estudiosos.[70]

Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas),[71] y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan.[72] «Con afán y con fatiga trabajamos día y noche para no ser gravosos a ninguno de vosotros».[73] De aquí derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter de exhortación y mandato: «A éstos ... recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan», así escribe a los Tesalonicenses.[74] En efecto, constatando que «algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada»,[75] el Apóstol también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere trabajar no coma»,[76] En otro pasaje por el contrario anima a que: «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia».[77]

Las enseñanzas del Apóstol de las Gentes tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús «hizo y enseñó».[78]

En base a estas luces emanantes de la Fuente misma, la Iglesia siempre ha proclamado esto, cuya expresión contemporánea encontramos en la enseñanza del Vaticano II: «La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse... Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación».[79]

En el contexto de tal visión de los valores del trabajo humano, o sea de una concreta espiritualidad del trabajo, se explica plenamente lo que en el mismo número de la Constitución pastoral del Concilio leemos sobre el tema del justo significado del progreso: «El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solo no pueden llevarla a cabo».[80]

Esta doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo —tema dominante en la mentalidad moderna— puede ser entendida únicamente como fruto de una comprobada espiritualidad del trabajo humano, y sólo en base a tal espiritualidad ella puede realizarse y ser puesta en práctica. Esta es la doctrina, y a la vez el programa, que ahonda sus raíces en el «evangelio del trabajo».

27. El trabajo humano a la luz de la cruz y resurrección de Cristo

Existe todavía otro aspecto del trabajo humano, una dimensión suya esencial, en la que la espiritualidad fundada sobre el Evangelio penetra profundamente. Todo trabajo —tanto manual como intelectual— está unido inevitablemente a la fatiga. El libro del Génesis lo expresa de manera verdaderamente penetrante, contraponiendo a aquella originariabendición del trabajo, contenida en el misterio mismo de la creación, y unida a la elevación del hombre como imagen de Dios, la maldición, que el pecado ha llevado consigo: «Por ti será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida»,[81] Este dolor unido al trabajo señala el camino de la vida humana sobre la tierra y constituye el anuncio de la muerte: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra; pues de ella has sido tomado»,[82] Casi como un eco de estas palabras, se expresa el autor de uno de los libros sapienciales: «Entonces miré todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve».[83] No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas palabras.

El Evangelio pronuncia, en cierto modo, su última palabra, también al respecto, en el misterio pascual de Jesucristo. Y aquí también es necesario buscar la respuesta a estos problemas tan importantes para la espiritualidad del trabajo humano. En el misterio pascual está contenida la cruz de Cristo, su obediencia hasta la muerte, que el Apóstol contrapone a aquella desobediencia, que ha pesado desde el comienzo a lo largo de la historia del hombre en la tierra.[84] Está contenida en él también la elevación de Cristo, el cual mediante la muerte de cruz vuelve a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santoen la resurrección.

El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar.[85] Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día[86] en la actividad que ha sido llamado a realizar.

Cristo «sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia»; pero, al mismo tiempo, «constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre... purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin».[87]

En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva»,[88] los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo. A través del cansancio y jamás sin él. Esto confirma, por una parte, lo indispensable de la cruz en la espiritualidad del trabajo humano; pero, por otra parte, se descubre en esta cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.

¿No es ya este nuevo bien -fruto del trabajo humano- una pequeña parte de aquella «tierra nueva», en la que mora la justicia?[89] ¿En qué relación está ese nuevo bien con la resurrección de Cristo, si es verdad que la múltiple fatiga del trabajo del hombre es una pequeña parte de la cruz de Cristo? También a esta pregunta intenta responder el Concilio, tomando la luz de las mismas fuentes de la Palabra revelada: «Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo (cfr. Lc 9, 25). No obstante la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios».[90]

Hemos intentado, en estas reflexiones dedicadas al trabajo humano, resaltar todo lo que parecía indispensable, dado que a través de él deben multiplicarse sobre la tierra no sólo «los frutos de nuestro esfuerzo», sino además «la dignidad humana, la unión fraterna, y la libertad».[91] El cristiano que está en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en el progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del Evangelio.

Al finalizar estas reflexiones, me es grato impartir de corazón a vosotros, venerados Hermanos, Hijos a Hijas amadísimos, la propiciadora Bendición Apostólica.

Este documento, que había preparado para que fuese publicado el día 15 de mayo pasado, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica Rerum Novarum, he podido revisarlo definitivamente sólo después de mi permanencia en el hospital.

Dado en Castelgandolfo, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1981, tercero de mi Pontificado.

Notas

[27] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 34: AAS 58 (1966), p. 1052 s.

[28] Cfr. Gén 2, 2; Ex 20, 8.11; Dt 5, 12-14.

[29] Cfr. Gén 2, 3.

[30] Ap 15, 3.

[31] Gén 1, 4. 10. 12. 18. 21. 25. 31.

[32] Jn 5, 17.

[33] Heb 4, 1. 9-10.

[34] Jn 14, 2.

[35] Dt 5, 12-14; Ex 20, 8-12.

[36] Cfr. Mt 25, 21.

[37] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 34: AAS 58 (1966), p. 1052 s.

[38] Ibid.

[39] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 36: AAS 57 (1965), p.41.

[40] Mc 6, 2-3.

[41] Cfr. Mt 13, 55.

[42] Cfr. Mt 6, 25-34.

[43] Jn 15, 1.

[44] Cfr. Eclo 38, 1-3.

[45] Cfr. Eclo 38, 4-8.

[46] Cfr. Ex 31, 1-5; Eclo 38, 27.

[47] Cfr. Gén 4, 22; Is 44, 12.

[48] Cfr. Jer 18, 3-4; Eclo 38, 29-30.

[49] Cfr. Gén 9, 20; Is 5, 1-2.

[50] Cfr. Ecl 12, 9-12; Eclo 39, 1-8.

[51] Cfr. Sal 107 (108), 23-30; Sab 14, 2-3a.

[52] Cfr. Gén 11, 3; 2 Re 12, 12-13; 22, 5-6.

[53] Cfr. Gén 4, 21.

[54] Cfr. Gén 4, 2; 37, 3; Ex 3, 1; 1 Sam 16, 11; passim.

[55] Cfr. Ez 47, 10.

[56] Cfr. Prov 31, 15-27.

[57] Por ej. Jn 10, 1-16.

[58] Cfr. Mc 12, 1-12.

[59] Cfr. Lc 4, 23.

[60] Cfr. Mc 4, 1-9.

[61] Cfr. Mt 13, 52.

[62] Cfr. Mt 24, 45; Lc 12, 42-48.

[63] Cfr. Lc 16, 1-8.

[64] Cfr. Mt 13, 47-50.

[65] Cfr. Mt 13, 45-46.

[66] Cfr. Mt 20, 1-16.

[67] Cfr. Mt 13, 33; Lc 15, 8-9.

[68] Cfr. Mt 9, 37; Jn 4, 35-38.

[69] Cfr. Mt 4, 19.

[70] Cfr. Mt 13, 52.

[71] Cfr. Act 18, 3.

[72] Cfr. Act 20, 34-35.

[73] 2 Tes 3, 8. S. Pablo reconoce a los misioneros el derecho a los medios de subsistencia: 1 Cor 9, 6-14; Gál 6, 6; 2 Tes 3, 9; cfr. Lc 10, 7.

[74] 2 Tes 3, 12.

[75] 2 Tes 3, 11.

[76] 2 Tes 3, 10.

[77] Co 3, 23-24.

[78] Act 1, 1.

[79] Con. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 35 AAS 58 (1966) p. 1053.

[80] Ibid.

[81] Gén 3, 17.

[82] Gén 3, 19.

[83] Ecl 2, 11.

[84] Cfr. Rom 5, 19.

[85] Cfr. Jn 17, 4.

[86] Cfr. Lc 9, 23.

[87] Con. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 38 AAS 58 (1966) p. 1055 s.

[88] Cfr. 2 Pe 3, 13, Ap 21, 1.

[89] Cfr. 2 Pe 3, 13.

[90] Con. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 39 AAS 58 (1966) p. 1057.

[91] Ibid.

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