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¡Dónde están los «Leónidas» hoy!

No encontramos hoy en las sociedades occidentales los rasgos épicos que conmovieron a la Humanidad

La Real Academia de la Lengua define la épica como «conjunto de hechos gloriosos.» Unas gestas que son, no obstante, más propias de la Antigüedad, donde los hombres, y hasta pueblos enteros (persas, griegos, mongoles, etc.), parecían haberse quedado a medio camino entre la edad de los dioses y la de los simples mortales, que del mundo actual. Víctor Hugo lo describió clarividentemente en el prefacio a su obra sobre Cromwell: «Los tiempos primitivos son líricos, los tiempos antiguos son épicos, los tiempos modernos son dramáticos.»

Nos guste o no, no encontramos hoy, en las adormecidas y acomodaticias sociedades occidentales, los rasgos épicos que conmovieron antaño a la Humanidad. Es el caso de la guerra de Troya, con su confrontación entre griegos y troyanos, y la participación de personajes legendarios: el divino Héctor, el colérico Aquiles y el astuto Ulises; incluso, claro que sí, también la esposa del rey de Ítaca, la fiel Penélope, pues no deja de revestir rasgos de epopeya la espera de tantos años —asolada por ambiciosos pretendientes— de Odiseo. Las hazañas del macedonio Alejandro, denominado el Magno que, además de derrotar a las más numerosas y pertrechadas tropas persas, y conquistar el mundo, rompía el legendario nudo gordiano, llevando sus huestes a los confines de Egipto, Persia y la India. La travesía de los Alpes por el aguerrido Aníbal, inasequible al desaliento, el mejor estratega militar que seguramente ha conocido el mundo. O las marchas interminables, muchas de ellas en condiciones extremadamente adversas, sin importar el día o la noche, ni echar cuenta del cansancio, de Napoleón Bonaparte.

Y, cómo no, ¡la legendaria muerte del heroico Leónidas y sus fieles trescientos en la batalla de las Termópilas!, que toma su nombre de un estrecho paso entre las montañas y el mar, donde se enfrentaron espartanos y persas en el año 480 a. C. Unos griegos convencidos de su inexorable derrota, pero conscientes de los valores por los que merecía la pena la entrega de la vida. Los versos de Simónides, reproducidos en el lugar del combate, así lo reseñaban: «Extranjero, anuncia a los Lacedemonios que aquí yacemos obedeciendo a sus palabras.»

La empresa, por su grandiosidad, merece ser rememorada con más detalle: los heroicos soldados espartanos, embadurnados en aceite, hacían frente, aún sabedores de su muerte, al todo poderoso ejército persa comandado por Jerjes —hijo de Darío—, que extendía su dominio por las tierras de Mesopotamia, Egipto, India, Escitia y Asia Menor (su reino alcanzaba también a ciudades griegas como Esmirna, Éfeso o Mileto). Pero su sacrificio en defensa de su condición de hombres libres, orgullosos de la «civilización europea», y reacios a quedar convertidos en esclavos por el sátrapa persa, abriría las puertas después a las importantes victorias griegas en Salamina y Platea.

Aunque también la historia de España, debemos resaltarlo, ha dado lugar a hazañas transidas de inigualable grandeza épica. Entre todas, por supuesto, ¡el sin par descubrimiento de América!, uno de los acontecimientos más extraordinarios de la condición humana, y después, todas las increíbles proezas de nuestros conquistadores: Hernán Cortés, Pizarro, Ponce de León, Pedro de Valdivia, etc.

En todo caso, la heroicidad, tanto la del héroe singular como incluso, pues no es menor que la de éste, la de todos los soldados que le siguen en el empeño, no es patrimonio de la modernidad. Seguramente, modernidad y épica son realidades de imposible convivencia. Una contradicción en la que intervienen razones de diferente condición.

De entrada, el inicio de los tiempos, denominados modernos, se encuentra presidido por la búsqueda, y hasta exaltación de los perfiles más individuales y propios de cada hombre. Un hombre que busca, por encima de cualquier otra consideración, su provecho, beneficio y felicidad más personal. Una conducta utilitarista muy compleja de compatibilizar, por tanto, con la extrema generosidad de los que están dispuestos a afrontar tareas genuinamente épicas, incluso si en ellas se deja uno la vida.

Por lo demás, los hombres de hoy nos encontramos inmersos en una sociedad presidida, en gran parte, por la indiferencia y la falta de compromiso con quehaceres que impliquen extraordinarios sacrificios. Y qué decir, si éstos además pueden poner en peligro la mismísima existencia. Por el contrario, para los espartanos de Leónidas, la vida no era el exclusivo e intangible referente. Más relevante era la defensa, aunque llevara aparejada la propia muerte, de la honra. «Vuelve con el escudo o sobre él», decían todos los espartanos a los hijos que marchaban a la guerra.

Así las cosas, nuestros Leónidas, no se encuentran en la actualidad, salvo raras excepciones —por ejemplo, Teresa de Calcuta, para que no se me acuse de belicismo—, más allá de las pantallas de cine. En este caso, ensalzados en la controvertida película —pero ésta es otra cuestión— de Zack Snyder, con el título de los 300, basada en los cómics de Frank Miller. Fernando Savater en su obra, precisamente, La tarea del héroe, define a éste como «quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia.»

Es una lástima, no me lo negarán, que el mundo presente no pueda mirarse en el espejo de tan señeros modelos. Les aconsejo la lectura de Los héroes de Thomas Carlyle.

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