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Humano y no humano

No hay nada más real y menos simulable que la libertad, sin la cual la ética acaba por tornarse ininteligible

La sociedad actual se caracteriza por una nueva complejidad que no consiste simplemente en la densificación de las relaciones previamente existentes, sino que procede del surgimiento de un nuevo tipo de interconexiones, posibilitadas en gran medida por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que por otra parte nos han abierto magníficas perspectivas. Nada parece ya natural e inmediato, casi todo está mediado por interpretaciones, representaciones y modelos que continuamente se superponen, se interfieren y se solapan. Nuestro mundo se torna cada vez menos inteligible para los seres humanos, que hemos visto proliferar los efectos equívocos, la implosión de las instituciones y la anomia de las costumbres. Las sociedades del capitalismo tardío están regidas por una tecnoestructura compuesta por el entreveramiento del Estado, el mercado y los medios de comunicación. Los elementos simbólicos circulantes de este esquema son el poder, el dinero y la influencia persuasiva. Se produce entonces una drástica colonización de los mundos vitales, de las relaciones interpersonales, de las comunidades primarias, las más cercanas y entrañables para las personas reales y concretas. Todo lo cual ha dado lugar a una desertificación de las relaciones humanas personales, cada vez más teñidas de anonimato y sometidas a pautas puramente funcionales. Ahora bien, este resecamiento de lo que Edmund Burke llamaba «la no comprada gracia de la vida», ha producido un grandioso efecto perverso. Porque se han cegado en buena parte la fuentes originarias de sentido, que en último término siempre nos acaba conduciendo a las personas, las únicas realidades que piensan, innovan, aman y deciden. En los países más ricos ha decaído la capacidad de proyecto, la corrupción se ha hecho endémica, la marginación no es marginal y las patologías éticas están a la orden del día. Es todo un paradigma social el que ha entrado en una profunda crisis.

Tan hondo resulta el desarreglo que la salida de él se convierte en perentoria. Cada vez concedemos menos crédito a políticos, mediadores financieros y manipuladores de la opinión pública, quienes —por estar incrustados en el sistema— son incapaces de diagnosticar sus dolencias y de aplicar terapias acertadas. El eje relevante ya no es el de público/privado o Estado/individuo. Ahora la articulación básica del paradigma social viene dada por lo humano/no humano.

Lo no humano es incomparablemente más poderoso, pero parejamente confuso, desnortado y agresivo. Supone la tecnificación de la vida, con el inminente riesgo de transformaciones arbitrarias y mutaciones imprevisibles. El cambio climático representa sólo la punta del iceberg. Otro signo aún más alarmante es la caída de la natalidad en los países consumistas. Y ya han empezado a comparecer pandemias temibles, la más obvia de las cuales es el hambre que mata a millones de personas cada año, ante la notoria indiferencia de los poderosos.

Lo humano tiene, en cambio, la fuerza de lo vivo, de lo inmediato a la persona, de lo encaminado hacia valores como la verdad y la belleza. Son aparentemente las causas perdidas, llamadas sin embargo a prevalecer sobre los sueños de una razón vuelta contra sí misma. Lo humano no reclama a gritos confianza, la inspira silenciosamente. Quien apuesta por bienes reales, a la medida de la mujer y del hombre, navega a favor de la corriente de fondo de la historia, difícilmente perceptible para quien está sólo avezado a cartografiar las minucias de la superficie de las aguas.

Les escandaliza a algunos que los valedores de lo humano se interesen tanto ahora por la corporalidad. Y es que la inmediatez del cuerpo humano se ha convertido en la piedra de toque de la autenticidad. Defender a la mujer y al hombre equivale hoy, en buena parte, a proteger su cuerpo, a permitir el despliegue íntegro de su sexualidad, a respetar su vida punta a cabo, a cuidar de su salud física y psíquica, a velar por su intimidad. Lo no humano es cada vez más irreal y fantasmagórico, lo humano se halla cercano a la vitalidad de la carne y a la calidez del aliento. Por eso entiende de amor y posee una capacidad de atracción muy superior a los más sofisticados artilugios.

Lo humano es lo concretamente real, que finalmente logra esquivar las argucias de lo abstracto. Y no hay nada más real y menos simulable que la libertad, sin la cual la propia ética acaba por tornarse ininteligible. Hoy día se puede ser optimista sin necesidad de chuparse el dedo. Ser optimista, siempre y también ahora, no equivale a decir que lo que está mal no está tan mal, sino que está casi bien. No. Ser optimista implica apostar radicalmente por el dinamismo creativo de la libertad, que no admite sucedáneos, y no cejar en el empeño de llamar a cada cosa por su nombre.

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