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El delirio de la negación de la muerte

Si existe una certeza delirante en Occidente en el siglo XXI es justamente ésta: somos inmortales, la muerte atañe a otros, a otras franjas de edad, a otros orígenes sociales, a otras etnias. No tiene nada que ver con nosotros. El 11-S o el 11-M no sirvieron para que nuestra percepción de la existencia se volviese más precaria: las compañías aéreas se recuperaron muy pronto de la caída, miles de afganos e iraquíes inocentes han sido y siguen siendo masacrados y el mundo exhibe de nuevo su rostro feliz y, sobre todo, inmortal. El elixir de la eterna juventud ha emigrado de las probetas y los alambiques de los alquimistas hacia la industria del entretenimiento, altar de la nueva religión del consumo, que niega la idea misma de muerte.

No se hace justicia al hombre y a la mujer del siglo XXI, ni a sus delirios de omnipotencia, si no se analiza la expulsión de la idea de muerte de toda su práctica cotidiana. Basta comparar la lógica del reciclaje, que aborda explícitamente la idea de muerte del objeto a través de sus metamorfosis en otra cosa, con la lógica vencedora del usar y tirar. El cepillo de dientes que al cambiar de color nos indica que ha llegado la hora de tirarlo, está en la base de un estilo de vida en el que aquello que no funciona —que comienza a no funcionar— se desecha de inmediato.

Con el pretexto de los bajos precios se multiplican los centros comerciales, auténticas morgues de las cosas, amontonamiento de los cuerpos ya muertos de las mercancías, que llevan en sí mismos su fecha de caducidad y sólo esperan que el consumidor se desembarace de ellos un poco antes para sustituirlos por otros. La lógica de la sustituibilidad de las mercancías y de las personas niega la idea de la muerte precisamente cuando la convierte en una regla. Todo deberá morir y cambiar, salvo el consumidor. Y si incluso éste muriese, siempre habrá otro dispuesto a ocupar su lugar. Todo se tira y se destruye, desde pequeños desaprendemos el gesto que retiene el objeto al borde de la nada —ya sea el osito pelón o la muñeca ciega—.

La eliminación de la idea de muerte tiene necesariamente consecuencias sobre la dimensión temporal. Hablar de muerte significa hablar de tiempo y viceversa, y un contexto en el que la muerte sea anulada precipita al sujeto a una situación temporal en la que prevalecen la circularidad y simultaneidad de las series temporales, es decir, el tiempo de los nuevos medios, de Internet y de la realidad virtual. El tiempo del siglo XXI y de sus invenciones es un tiempo recursivo y cíclico en el que se experimenta la posibilidad de repetir, de recomenzar, de reanudar siempre desde el inicio. Lo que viene antes no explica lo que sigue y, por lo tanto, puede ser olvidado. Sólo cuenta lo que sucede aquí y ahora, simultáneamente en todo el mundo; algo que en el próximo instante se sustituirá por otra cosa, de la que nos desinteresaremos. Se trata de la mimesis del tiempo de las mercancías, nada se pierde, todo está siempre al alcance del clic sobre el Mouse.

Y si nada muere, nada renace. El pasado, como retención en la memoria de lo que ya no es, es tan inútil como el futuro, concebido como proyección de lo nuevo. En este sentido, asistimos a la transformación de la dimensión temporal en la que vivimos en una suerte de eterno presente sin posibles referencias que puedan proyectarse al pasado o al futuro. Podemos indicar, en el miedo al tiempo vacío, al tiempo no administrado, el aspecto paranoide de la edad contemporánea: un tiempo en el que «no se hace nada» remitiría demasiado intensamente a la idea de muerte. Hay que llenar el tiempo de estupideces administradas de modo que nos sintamos siempre «sintonizados con el presente», como proclama cierta publicidad televisiva.

Cristalizados en el presente, en un tiempo que no transcurre, y liberados de la idea de muerte, los ciudadanos de nuestra época pierden con ella el sentido del límite. La percepción de la importancia e incluso de la poesía ínsitas en todo intento de darse límites, dentro de los cuales jugar la propia cotidianidad, es hoy atacada y casi ridiculizada por la imperante y extendida filosofía del no limits. Negado el límite extremo de la muerte con una cosmética colectiva que nos quiere a todos jóvenes y bellos, los límites se viven cada vez más como algo que hay que abatir y superar sin cesar, no para encontrar otro límite en el camino, sino para eliminar toda limitación posible al propio sentido narcisista de superioridad. La patética consecuencia de esta cosmovisión comporta un antropocentrismo cada vez más evidente y una división del mundo en «perdedores» y «vencedores».

Negar la muerte significa no ver la injusticia y, sobre todo, permitir que este mundo tal como es se haga pasar por eterno e inmortal. No existe peor delirio de la negación de la propia muerte que el que «vende» la presente figura del mundo y de las relaciones sociales como inmortal, como destino eterno al que los seres humanos están sometidos, como única estructura humana al amparo del liberador toque final.

En un mundo dominado por la inquietante técnica y el insaciable capital, la muerte, único límite insuperable del hombre, es silenciada, ya que como decía Pascal, no habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria, la ignorancia, han decidido, para vivir felices, no pensar en ello.

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