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Arte y nihilismo

Los griegos sostenían que las características esenciales de la realidad —los atributos del Ser— son la verdad, la bondad y la belleza, y que sobre esos pilares está sustentada la armonía del cosmos. En esa convicción se ha basado hasta ahora la cultura occidental y sus esquemas de pensamiento. Pero la ruptura con estos planteamientos en el mundo moderno, y la inmersión de la contemporaneidad en las tesis nihilistas, es una evidencia que salta a la vista en todas las dimensiones culturales y sus múltiples expresiones artísticas. La palabra nihilismo, que antes sólo circulaba en ámbitos filosóficos y teológicos, ahora es casi de uso común. En parte, el mérito se debe a Benedicto XVI que, en una homilía previa al Cónclave que lo eligió como Papa, habló del relativismo y nihilismo de la cultura actual. El eco que tuvieron sus palabras, multiplicado por los medios de comunicación, contribuyó a que la expresión se haya generalizado.

Decía M. Heidegger que el nihilismo, el triunfo de la nada y el vacío, antes que una teoría es un hecho histórico, en el que Occidente y su modernidad llegan a la realización de su pleno declive: la carencia de sentido. La raíz del nihilismo está en el carácter superfluo de los valores últimos, y en que las grandes preguntas se vuelven caducas y obsoletas. Desmitifica la razón y rechaza las verdades objetivas, quedando sólo interpretaciones, perdiéndose así las bases mismas sobre las que se asentaban los valores (unidad, verdad, finalidad). La religión es sustituida por cosmovisiones fantasiosas y ciencias reduccionistas, sin pretender siquiera conferir sentido a la existencia y a la realidad. «Dios ha muerto», y la consecuencia es la pérdida de todo punto de referencia. «¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos golpea el espacio vacío con su aliento? ¿No hace ahora más frío que antes?», decía con patetismo Nietzsche en 'La gaya ciencia'. Y es que muriendo Dios muere también la idea más noble del hombre. El nihilismo, pues, es la historia del desfondamiento de la cultura y de la propia autocomprensión humana.

Estos planteamientos han propiciado el advenimiento de la posmodernidad, donde autores como G. Vattimo o R. Rorty la definen como la época del pensamiento débil (argumentación más con el corazón que con la razón), de la identidad fragmentada (la persona dividida en su interior), el vitalismo social (disfrutar de la vida a toda costa) y el indiferentismo religioso (la cuestión de Dios es mejor no planteársela). En definitiva «la era del vacío», como diría G. Lipovetsky. El psiquiatra granadino Enrique Rojas lo expresó bien en su visión del hombre light: «Es una persona superficial que tiene cuatro ingredientes: hedonismo (placer y más placer), consumismo (tanto tienes tanto vales), permisividad (haz lo que quieras) y relativismo (nada tiene importancia)».

Aunque es más conocido por sus columnas periodísticas en las páginas de televisión, José Javier Esparza es todo un crítico cultural. Así lo ha demostrado en su libro Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo. Su cuestionamiento de gran parte de la actividad artística actual, que no entiende ni el ciudadano común ni el culto, y que parece haber prescindido de cualquier concepto de arte tal y cómo se concebía hasta ahora, está enmarcado en el contexto de las corrientes nihilistas. El drama del arte de nuestra época está en la búsqueda obsesiva de la novedad, la desaparición de significados inteligibles, la utilización de cualquier tipo de soporte para la obra, el imperio de lo efímero, y la sintonía con el poder entendido desde un discurso de cambio permanente. En definitiva, la claudicación del artista ante la presión de la subjetividad sin ningún referente objetivo y la pérdida del sentido de la belleza, considerando que todo es relativo: «La belleza está en el ojo del espectador». Es la sociedad del espectáculo, ligada a la dinámica del mercado, donde lo importante es la puesta en escena, el impacto de la representación que sólo pretende provocar y escandalizar. Un claro ejemplo lo tenemos en esas fotografías pornográfico-religiosas, financiadas por la Junta de Extremadura, que sólo se pueden calificar como bazofia cultural.

Lo bello no está sólo en la mirada del que observa ni es puro subjetivismo. En la proporción de las notas en una obra musical, en la simetría de las formas geométricas o en la yuxtaposición de colores complementarios, existen caracteres objetivos que están en el origen de las experiencias estéticas. Todo eso está ahí, como suplicando que lo captemos con la vista y el oído para hacernos soñar y trascender. La belleza nos impulsa más allá del objeto mismo, ya sea un fenómeno natural, una obra de arte o una ley física. Hasta para algunos científicos tener en cuenta criterios estéticos en la búsqueda de una ecuación matemática hace más probable el encaje de la teoría. Se entiende así que para Tomas de Aquino las características definitorias de la belleza sean la unidad, la armonía y la claridad. El verdadero arte, incluidas las vanguardias, siempre estará en relación con el poder persuasivo de la verdad y la bondad. Por eso S. Agustín no dudó en identificar con Dios la belleza absoluta: «Tarde te he amado, Belleza tan antigua y tan nueva» (Confesiones).

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